En el nombre de todas

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Gustavo Cobos, periodista acreditado en el juicio oral y público que se realiza en Tucumán por la desaparición de Marita Verón, escribe para Cabal Digital sobre la causa que se convirtió en emblema de la lucha contra la trata de personas. A diez años del secuestro de Marita.

Marita se ha convertido en un nombre propio. Ya no es el diminutivo de María de los Ángeles Verón, la joven tucumana que desapareció el 3 de abril de 2002, hecho por el cual están siendo juzgadas 13 personas por privación ilegítima de la libertad y promoción de la prostitución. Hablar de Marita es hablar de las miles de mujeres que trabajan en prostíbulos contra su voluntad. Hablar de Marita es hablar de una de las esclavitudes del siglo XXI, la trata de personas; y sobre todo, hablar de Marita es hablar de la complicidad política, judicial y policial de un delito que no tiene fronteras, y que se ha ubicado entre los tres negocios ilegales más redituables a nivel mundial, junto con el narcotráfico y la venta de armas.
El 8 de febrero de este año comenzó el debate oral y público de un caso que tuvo 18 líneas de investigación. A Marita Verón la buscaron en distintas localidades de Tucumán. Hubo pistas que la ubicaron en Salta y en Río Gallegos. Hasta allanaron la casa de su hermano Horacio, en Santa Cruz, buscándola. Pero todas las pistas, las más firmes, condujeron a los prostíbulos ubicados a la vera de la ruta 38, en la capital de La Rioja. Así comenzó a correrse el velo de un delito que hasta allí no tenía nombre en Argentina: la trata de personas para la explotación sexual.
El nombre de Susana Trimarco, la madre de Marita, también adquirió su propia dimensión desde que el Gobierno de Estados Unidos le otorgó el premio de “Madre Coraje”, en 1998. Pero su lucha se remonta seis años antes.

A las 9 de ese 3 de abril, Marita le dio un beso a su hija Micaela, que tenía tres años, saludó a su pareja David Catalán (“Chau mi amor, nos vemos más tarde”, le dijo), y coordinó con su madre la comida para el almuerzo. Según la hipótesis que llegó a juicio, en la esquina fue abordada por sus secuestradores que la golpearon con la culata de una pistola, y la ingresaron por la fuerza a un automóvil. Para el juez Víctor Manuel Pérez, el secuestrador es Víctor Rivero, por orden de su hermana María Jesús, en ese entonces propietaria de la remisería más importante de Tucumán, y ex esposa de Rubén “La Chancha” Ale, el ex presidente del club de fútbol San Martín, vinculado al mundo de la noche, del juego y de la prostitución.

Según Fátima, una muchacha que declaró la última semana de marzo, Marita estuvo cautiva en la casa de Daniela Milhein. Allí vio a la joven con la mirada perdida, que apenas podía balbucear algunas palabras. Milhein está acusada junto a su entonces esposo, Alejandro González, por este hecho. La propia imputada volvió a poner en el tapete el nombre de “La Chancha”, que actualmente se encuentra detenido en su domicilio, acusado de usurpación de tierras y de haberse apropiado de una cosecha de soja para venderla en el mercado negro. Milhein comentó que Ale, padre de su hija más grande, la obligó a prostituirse a principios de los 90.

En la escena aparece Domingo Pascual Andrada, un ex policía de La Rioja que fue detenido a fines de 2002, tras una pelea con un hombre en la vereda de la terminal de Ómnibus. Ese hombre dijo que atacó a Andrada porque quería llevar a su esposa a trabajar en el prostíbulo “Desafío”. Y con ese testimonio aparecieron mujeres que se dedicaban a la prostitución, que lo señalaron como la persona que buscaba chicas en su auto para que trabajen en La Rioja. Más tarde, una chica rescatada de las redes de trata, dijo que fue Andrada el encargado de trasladar a Marita a manos de Lidia Irma Medina.

Los testimonios más fuertes son los que vendrán a partir de ahora. Serán las mujeres que llegaron a trabajar en los prostíbulos “Candy”, “Candilejas” y “Desafío”, que se les adjudican en propiedad a Medina y a su hijo, José Fernando “Chenga” Gómez. Algunas de esas chicas fueron secuestradas, o las llevaron engañadas. Otras, en cambio, fueron allí para trabajar como prostitutas por su propia voluntad, pero la mayoría terminó captada por un mundo del que es difícil salir.

Esas chicas se sentarán ante los jueces y dirán que la vieron a Marita. Contarán que los primeros días la tuvieron alejada, casi siempre drogada, hasta que comenzó a trabajar. Relatarán que “Chenga” la hizo su mujer y que la obligaron a tener un hijo. También que la joven siempre recordaba a su hija Micaela. Dirán que cada vez que había un allanamiento, la Policía alertaba a los propietarios y la jóven era trasladada a otra parte. En una de esas veces se perdió su rastro. Hasta ahí llega la hipótesis de la acusación. Estas víctimas desnudarán la connivencia del poder para que estas redes puedan funcionar. Una de ellas dirá que tuvo relaciones con uno de los jueces que recibía los pedidos de allanamientos de la Justicia tucumana, y que los primeros meses los rechazaba por “defectos de forma”. Otra, explicará cómo tenían prioridad los policías a la hora de ser atendidos. También relatarán las torturas, vejámenes y las multas constantes que les creaban para que nunca pudieran pagar su deuda y recuperar su vida. Los otros acusados, Gonzalo Gómez (mellizo de “Chenga”), Mariana Bustos, María Azucena Márquez, Carlos Luna, Paola Gaitán y Humberto DeRobertis, fueron señalados como regenteadores de los prostíbulos donde estuvo Marita.

Por todo eso es que Marita ha dejado de ser el nombre de una joven de la que aún no se sabe su paradero. Marita ha pasado a ser el nombre de las miles de víctimas que caen en manos de los tratantes. Se ha convertido en un nombre que señala a cada una de estas mujeres, y le da una bofetada a la sociedad para que deje de mirar hacia otro lado. El juicio oral y público ya lleva más de dos meses; pero cuando se escuche el testimonio de esas víctimas, recién habrá comenzado el debate.