Estados Unidos y su sistema de vigilancia global

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La máquina de espiar

Amparado en leyes secretas para delitos que pueden ser juzgados por un tribunal no menos secreto, el gobierno de Barack Obama aparece en el centro del debate internacional.

No fue el primero y seguramente no será el último, pero la sorpresiva revelación de Edward Snowden, ex consultor del gobierno de los Estados Unidos puso, negro sobre blanco, algo que hasta no hace tanto era un secreto a voces, que circulaba en ambientes marginales o grupos de iniciados en el gusto por las conspiraciones: Estados Unidos vigila al resto del planeta con las técnicas más avanzadas. Lo peor es que lo hace con un grado más o menos importante de consenso de la sociedad y de la dirigencia política de los dos partidos mayoritarios. Y amparado, según argumenta el propio Gobierno y las empresas que colaboran con él en la misión de inmiscuirse en la vida de los ciudadanos, por las leyes estadounidenses.


El joven Snowden tiene 29 años y era empleado de una consultora del gobierno de Estados Unidos en Hawai. A principios de junio, dijo (confesó) que estaba harto de una tarea que iba contra sus convicciones y escapó a Hong Kong para contarle lo que estaba ocurriendo al mundo a través de algunos contactos con la prensa. «Yo no quiero vivir en una sociedad que hace cosas como estas», explicó en un video. «Estados Unidos está aumentando su poder para controlar a la sociedad. En unos años, va a ser peor. Se convertirá en una tiranía», detalla, tranquilo y preciso, con ese rostro de nerd que recuerda al de Bradley Manning, el todavía más joven analista militar que filtró a WikiLeaks miles de documentos sobre las atrocidades cometidas por tropas de su país en Irak y que ahora está siendo juzgado por «ayuda al enemigo y violación de la ley de Espionaje».
Snowden hizo lo propio ante el diario británico The Guardian y el estadounidense The Washington Post. Destapó otra olla maloliente en una época complicada del gobierno de Barack Obama,
cuando venía de recibir críticas por haberse conocido que empleados de la agencia impositiva habían escrutado de un modo especialmente insidioso a miembros del Tea Party, el núcleo más abiertamente derechista del partido Republicano. Y que también pinchaba teléfonos de periodistas de la agencia The Associated Press, una de las más grandes del mundo. Al tiempo que 166 presos de Guantánamo –sin juicio y sin sentencia por años– continuaban con medidas de fuerza que incluyen huelgas de hambre para protestar contra condiciones de detención rechazadas por organismos de todo el mundo, comenzando por la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas.

 

Escándalo mediático

A través de Snowden, la opinión pública internacional se encontró con la «novedad» de que el gobierno había solicitado información a la telefónica Verizon sobre mensajes de sus clientes y que algo parecido había sucedido con Google y Facebook. Las aclaraciones vendrían posteriormente a través del director de Inteligencia, James Clapper. A Verizon no se le pidieron contenidos de los mensajes, sino «metadata», es decir, datos sobre quién habló con quién, desde dónde, a qué hora fue la llamada y cuánto tiempo duró, dijo seráficamente. La otra sorpresa para la mayoría es que todo se hacía, en apariencia, gracias a dos leyes aprobadas por el Congreso y que la Suprema Corte declaró constitucionales. Una, más conocida, es la Patriot Act (PA), que logró aprobar George W. Bush después de los atentados a las Torres Gemelas en 2001. La otra, de 1978, fue votada durante la gestión de James Carter y crea un tribunal especial para juzgar delitos contra la seguridad nacional. Un tribunal secreto que actúa en las sombras, pero que es perfectamente admisible para la Corte.


«El FISC (Foreign Inteligence Surveillance Court, Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera) es una corte semisecreta integrada por 11 jueces federales que nadie sabe quiénes son», cuenta Enrique Chaparro, un experto en seguridad informática, matemático y criptógrafo que vuelca sus saberes en ONG que defienden las libertades civiles y el derecho a la información en la Web. La normativa que le dio origen es la FISA (Foreign Intelligence Surveillance Act o Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera) que sancionó el Congreso antes del surgimiento de la Web, pero cuando ya estaba funcionando Arpanet, una red militar para el transporte de datos creada por el Departamento de Defensa. Arpanet fue la base sobre la que pocos años más tarde se desarrollaría Internet. Es fácil deducir que cuando se votó la FISA, los impulsores ya preveían el potencial que tendrían las redes de este tipo para la circulación –e intercepción– de información en todo el planeta.


Precisamente, a partir de la revelación de Snowden, gobiernos de todo el mundo salieron a cuestionar que sus ciudadanos hayan sido espiados sin autorización alguna por el gobierno estadounidense. Y se lo hicieron saber a Obama en forma directa. Lo que el paquete FISA-Patriot Act indica es que se pueden vigilar acciones de extranjeros dentro de territorio estadounidense. La realidad es que más de la mitad de la información que circula en la Tierra pasa por Estados Unidos, porque allí están alojados los mayores servidores de Internet. De hecho, por lo que se pudo saber, sólo durante el mes de marzo pasado la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), que está detrás de todo este procedimiento, recogió 97.000 millones de registros.


«Lo interesante es que 3.000 millones provienen de EE.UU.», señala Chaparro. Esto es: se vigiló a extranjeros pero también a ciudadanos locales. Algo que normalmente debería soliviantar los espíritus más liberales. Sin embargo, de acuerdo con las últimas encuestas, más de la mitad de los estadounidenses considera «aceptables» estas prácticas de espionaje para «proteger la seguridad nacional», aunque deban resignar a cambio algunas de sus libertades. El analista político Gabriel Puricelli, presidente del Laboratorio de Políticas Públicas, es un conocedor de la idiosincrasia de ese país y suele asistir allí a mítines partidarios. «Todo esto sucede dentro de una cultura política que desde la época de la Guerra Fría está signada por una idea básica, que a pesar de los discursos libertarios que siguen circulando por izquierda y por derecha, entiende que la libertad individual tiene el límite de la seguridad nacional. Y esto es un consenso tanto en la elite política como en la sociedad». Lo grave para los ciudadanos de otros países es que los consensos en Estados Unidos –resalta Puricelli– «suelen ser pétreos». Solo así se explica que una ley instaurada en tiempos del «libertario» Carter, sumada a otra del reaccionario George W. Bush, hayan sido refrendadas varias veces para seguir en vigencia. Porque sucede que tanto la FISA como la Patriot Act, por la trascendencia de las cuestiones sobre la que legislan, deben ser reautorizadas permanentemente. Las últimas «extensiones» de la FISA fueron en 2008, 2011 y en diciembre pasado se la volvió a homologar hasta 2017. La PA fue renovada en marzo de 2011 por cuatro años más, en plena administración del Premio Nobel de la Paz Obama.

Libertades en la mira

El secretismo de esta legislación hace que, para los críticos de las sociedades vigiladas, desde hace décadas se haya instaurado en Estados Unidos una suerte de «omertá» que la Suprema Corte autoriza en aras de la seguridad nacional y que obliga a proveedores de servicios telefónicos o de Internet a cumplir con la ley o terminar juzgados por complicidad con el enemigo, tal como le ocurre a Manning y le puede pasar a Snowden. Beatriz Busaniche es miembro de la Fundación Vía Libre, que promueve el debate sobre las libertades y la defensa de la privacidad en la Web. Desde ese lugar, sostiene que las revelaciones de Snowden ponen el dedo en la llaga sobre un tema crucial: las prácticas de las empresas de tecnología, que normalmente intentan detectar hábitos de consumo para ofrecer productos de acuerdo con el gusto del usuario. Ahora algunas de ellas aparecieron en el centro de otro debate más espinoso, como lo es el del espionaje militar por orden del FBI y la Secretaría de Inteligencia.

 

Busaniche indicó a Acción que de acuerdo con las normas en vigencia, el gobierno puede pedir

determinados registros en secreto y las proveedoras lo tienen que entregar también en forma secreta. «Google salió a ampararse en que tiene muy claramente detallado en el Transparency Report todas las solicitudes que reciben del Estado. Una jugada de los abogados fue pedir al gobierno que les permita revelar esa información, porque a Google esto le significa mucho en términos de imagen pública», aclara Busaniche. También Facebook y Microsoft salieron a hacer público un pedido para que las autoridades las absolvieran de cargos si revelaban el número de solicitudes. De hecho existe una llamativa similitud en los textos con que los representantes de las proveedoras justificaron su papel en el espionaje. «Nosotros no damos acceso directo ni entregamos datos masivamente». En todos los casos resaltan que se sometieron a la ley. «No dicen que el acceso sea indirecto ni que entreguen datos a pedido», desliza maliciosamente Chaparro. Tampoco dicen si alguna vez protestaron mediante alguna National Security Letter, como se llama a la carta de requerimiento. Una política bien distinta de la que tienen esas mismas proveedoras en China, donde negociaron un acuerdo para la limitación de ciertos servicios. También el gobierno estadounidense muestra sus contradicciones en esta materia, ya que ha presentado quejas formales por las restricciones al uso de Internet impuestas por Beijing, mientras en su propio territorio, en nombre de la seguridad nacional, avanza sobre el derecho a la privacidad de sus ciudadanos.

 

Sin límites

Hay cuatro elementos de información secretos que salieron a la luz y, según entiende Chaparro, no es posible saber si son revelaciones de la misma fuente o de alguna otra que no dio la cara aún. El caso de Verizon, recuerda, es el primero «y quizás el más grave allá, porque intercepta comunicaciones de ciudadanos de Estados Unidos». La segunda revelación es el programa PRISM, que, según informaron The Guardian y The Washington Post, permite a la NSA y al FBI recabar datos directamente de los servidores de nueve grandes empresas de Internet: Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, PalTalk, AOL, Skype, YouTube y Apple.

Una tercera revelación en esta iniciación a la secretísima secta de la vigilancia global es la existencia del sistema Boundless Informant (informante sin límites), «una especie de tablero de mando para saber qué información se recolecta y de dónde». Este sistema mostró que la mayor cantidad de registros tomados por la NSA provienen –como era de esperarse– de Irán, Pakistán, Jordania, India, pero no muy lejos está Alemania, lo que levantó fuertes rechazos en ese país.
La cuarta revelación es la «Directiva presidencial número 20», que establece las hipótesis de conflicto para una ciberguerra. No se trata, más que de lo que cualquier planeador militar haría, como establecer estrategias de guerra y determinar blancos de ciberataques ofensivos. Por un lado, dice Chaparro, es interesante para analizar la postura de Washington sobre la ciberguerra. Como se sabe, en cualquier país democrático la declaración de guerra debe ser refrendada por el Poder Legislativo. Lo temerario de este asunto es que «como este tipo de acciones no son guerras en el mundo físico en principio no necesitarían autorización del Congreso para desatarse».


Razones y sinrazones

¿Por qué Snowden puede haber decidido «prender el ventilador»? La primera explicación, la más sencilla, sería que efectivamente es un joven idealista que se cansó de hacer operaciones que iban contra su concepción de la libertad y la democracia. Con ese mismo argumento Breadley Manning filtró miles de archivos a WikiLeaks hasta 2010 y en el lejano 1971 otro analista que trabajaba para una consultora privada –la Rand Corporation– entregó al The New York Times los «Papeles del Pentágono», donde se mostraba la realidad sobre lo que estaba ocurriendo en la guerra de Vietnam. Daniel Ellsberg, que de él se trata, tiene hoy 81 años y fue uno de los primeros en aplaudir la decisión de Snowden. Incluso llegó a decir que el material hecho público por el joven refugiado en Hong Kong es la acción más importante en la historia. Mucho más que la de sus archivos de hace 42 años.
Cierto es que sobre la intencionalidad de Snowden podrían hacerse lecturas de lo más variadas. Por ejemplo, operaciones políticas que atienden a la interna en el establishment estadounidense. Eso que Puricelli llama «la poliarquía gobernante» de la que forma parte la comunidad de inteligencia.
Pero también en el imaginario estadounidense es muy fuerte el puritanismo, nacido de los primeros pobladores de lo que hoy es Estados Unidos, con una gran impronta religiosa. Una concepción de que estaban construyendo una sociedad basada en los ideales y que debía llevar al mundo su mensaje a favor de los mayores valores de la humanidad es la que en su momento impulsó la ley Seca y luego el prohibicionismo contra el uso de drogas. Esto se manifiesta, en el plano ideológico, en la idea de que la misión de Estados Unidos es llevar la democracia y la libertad a todos los confines del planeta. En las redes de comunicación, este puritanismo de base sagrada se expresa como cierto libertarianismo que sin dudas choca con la realidad de quienes trabajan en agencias de seguridad y vigilancia, que en el día a día ven que su tarea tiene fines bastante más oscuros.


Como sea, por lo pronto Snowden le quitó la espoleta a una granada que dejó bastantes secuelas en la opinión pública mundial, aunque no se sabe si eso bastará para que algo cambie en el corto plazo. Busaniche dice que las organizaciones como las que ella integra se alinearon con instituciones colegas firmando petitorios «y siguiendo la línea de Frank La Rue, el relator especial de la ONU sobre Libertad de Expresión», quien el 17 de abril de este año publicó un informe lapidario sobre privacidad, monitoreo de comunicaciones y libertad de expresión tomando en cuenta instrumentos como la legislación FISA.
Para Puricelli, el panorama es bastante complicado, porque sabe que el «consenso pétreo» bipartidista a favor de las prácticas de espionaje no será quebrado en el corto plazo más allá de la convicción de sectores absolutamente minoritarios de la izquierda. «Con los antecedentes de Eric Holder, el actual secretario de Justicia y Procurador General, uno podría pensar que iba a blanquear situaciones como esta, pero lo único que hizo desde que tomó el cargo fue encontrar el vestigio constitucional para justificarlas. Incluso justifica legalmente los asesinatos selectivos», dice el analista. Lo complicado del caso es que si hay quienes luchan con firmeza contra la intromisión del Estado en los menores intersticios de la vida del individuo, ellos son los grupos derechistas fanáticos del Partido Republicano o las milicias de algunas regiones del país. Es que de tan individualistas que son, así como rechazan ocuparse de reparar las injusticias del sistema económico por eso de que cada uno se las arregle como pueda, abominan de la vigilancia estatal y defienden el uso de armas. Porque, dicen, nadie los va a defender mejor que ellos mismos.

 

Futuro incierto

¿Se puede esperar algo de otras naciones del mundo? Los antecedentes no son auspiciosos. Desde fines de los 60 existe la red Echelon, un sistema global de vigilancia integrado por Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Nueva Zelanda y Australia. En 2000 hubo una queja formal de los países europeos que se habían dado cuenta de que un millonario contrato para la provisión de aviones Airbus a Arabia Saudita había sido birlado por la Boeing porque alguien había interceptado comunicaciones con las autoridades árabes. La investigación del Europarlamento determinó que la maniobra contra Airbus se había hecho desde Echelon y quisieron investigar hasta dónde se había metido en la vida de los ciudadanos del continente. Pequeño detalle: esos países integran la OTAN y la respuesta oficial fue que la red es un secreto militar. Fin de la discusión.

Para Busaniche, «los padres fundadores de los Estados Unidos deben de estar revolviéndose en las tumbas cuando ven lo que se hace bajo el nombre de la defensa de las libertades». Puricelli recurre a Noam Chomsky para recordar que las leyes actuales son fruto de «la fabricación de consensos» que encontraron renovado brío luego del 11S de la mano de una paranoia masiva. Y apuesta a que pueda elaborarse otro tipo de concepción social que le ponga fin a este Gran Hermano del siglo XXI pero que venga desde sectores progresistas.
«Temo por nuestros derechos. Temo por nuestra democracia, y creo que otros también deberían hacerlo. Y no creo que en realidad estemos gobernados por gente en el Congreso, los tribunales o la Casa Blanca que tienen interés suficiente en los requisitos para mantener una democracia», dijo Ellsberg. Una síntesis inmejorable de lo que se juega en este caso.
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Alberto López Girando

Nota reproducida de Acción Digital - Edición 1125
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