La celebración del tiempo libre

Actualidad

Las distintas culturas, a lo largo de los siglos, le han dado al tiempo libre significados diversos.  Lo que para los griegos era condición para el desarrollo creativo, para el capitalismo parece ser un eslabón más de la rueda del consumo. El filósofo Darío Sztajnszrajber, convocado por Revista Cabal, aporta su propia visión y propone “ejercer el poder de la interrupción, celebrar lo no productivo, que es lo humano”.

El ocio es lo que una persona hace en su tiempo libre o quizás, habría que decir, es lo que elige no hacer. Es, como la expresión lo indica, el tiempo en que ejerce su libertad: de salirse de agenda, de bajarse de exigencias laborales o profesionales, de escaparle a la “obligación”. En definitiva, eso que hace cuando puede no hacer nada. Su tiempo de recreación. Pero no todas las culturas le han dado a ese tiempo libre el mismo valor. Así como el ideal griego aspiraba al ocio como el marco ideal para el desarrollo del espíritu y el intelecto, en el otro extremo, la época industrial y el capitalismo incorporó esta instancia a su inacabable maquinaria consumista, por lo que el ocio está en la actualidad más asociado a rutinas, productos y servicios vinculados al consumo reglado, y a ciertos lugares comunes –turísticos, deportivos etc- que de algún modo lo regulan y lo circunscriben a determinadas alternativas, entre las que el consumidor “elige”.

Un poco de Historia

En las sociedades preindustriales, el tiempo libre era reservado a una casta ociosa, que disfrutaba sin trabajar en su calidad de minoría privilegiada, mientras que en las sociedades industriales –donde el trabajo se convierte en el valor fundamental del sistema social- el ocio –que empieza a ser visto como “tiempo perdido”- aparece implícitamente cuestionado desde un punto de vista económico, e incluso moral.

Después de la II Guerra Mundial, se reconoció el derecho de vacaciones pagas y se redujeron las horas de trabajo de los trabajadores, pero el tiempo de ocio comenzó a ser entendido como tiempo para el consumo: el tiempo era un bien como cualquier otro, entre los que se podían vender o comprar. Fue así como, simultáneamente con la culpa que empezó a asociarse a la “pérdida de tiempo” productivo, se lo valorizó también desde un punto de vista utilitario (con argumentos del tipo “el descanso es necesario para la salud”, o “sirve para aliviar las tensiones cotidianas, potenciar la capacidad creativa etc).
Lo cierto es que los parámetros de valoración pasaron a pensarse a partir de una matriz de eficiencia y eficacia, cuando, en realidad, el disfrute y la libertad de utilizar el tiempo libre deberían estar justificados en sí mismos, acaso como un derecho del ser humano: de no haber tiempo de ocio, la existencia se parecería más al producto de una cadena de montaje para que todos los tiempos rindan todo el tiempo.
Hay formas de resistencia posibles, al parecer, y por fortuna son numerosas y variadas. Juntarse en familia o con amigos sin otro objetivo que el encuentro, conversar sin esperar lo que el otro pueda “devolvernos”, reír, recordar, proyectar, vincularse, acaso sean maneras concretas de resistir la lógica de la producción y romper con la tiranía y la linealidad temporal. En definitiva: celebrar lo improductivo -como propone Darío Sztajnszrajber en la columna de opinión que se reproduce debajo- es Celebrar la libertad y honrar lo humano.

Por Darío Sztajnszrajber

El relato teológico cuenta la historia como una figura de la redención. El ser humano pecó y por ello debe redimirse. Tiene toda la historia de este mundo para lograrlo. La historia así se vuelve un tiempo cuyo único valor es hacer todo lo necesario para salvarnos. Se supone que vivir no es más que la búsqueda de la salvación. La historia mundana del ser humano cobra así sentido, se vuelve productiva, persigue un propósito: no hay que perder el tiempo sino ir cumpliendo con todos los deberes que aseguren la vida eterna. Cuando en tiempos modernos el discurso religioso entró en crisis, esta figura del tiempo lineal sin embargo permaneció, pero secularizada. O sea, permaneció la misma idea de un tiempo que hay que aprovechar para salvarnos, aunque ya no haya Dios o metafísica o mandatos sobrenaturales. Permaneció la idea de un tiempo productivo, pero ahora de lo que se trata es de dotar a nuestra propia existencia como hecho individual de un propósito. Tenemos que realizarnos en la vida y por ello no se puede perder el tiempo. O peor; el tiempo cobra sentido si cada instante va sumando para ese propósito final: nuestra existencia se va convirtiendo en una gran cadena de montaje donde el producto final somos nosotros mismos. El tiempo es una construcción y la productividad uno de los tantos valores de la sociedad de consumo capitalista. Podemos relacionarnos de otras formas con tiempo, así como podemos salirnos del valor hegemónico de la productividad. Ganar tiempo solo tiene sentido desde la lógica de la ganancia. ¿Pero qué significa pensar la existencia en términos de ganancia? ¿Acumular para cuándo? La secularización deja sin propósito final el paradigma de la inversión. Si no hay más allá, ¿para cuándo invierto? ¿No se puede repensar el tiempo por fuera de una linealidad que ya no conduce a ningún lado? ¿Y si el tiempo no es más que la sucesión de acontecimientos no causales, estallidos de instantes, pequeñas e intensas fisuras de lo homogéneo? Sustraerse de la linealidad y de la maximización de los segundos. Ejercer el poder de la interrupción. Salirse de la matriz de la ganancia. Celebrar lo improductivo. Perder el tiempo.