Malas palabras

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Usos y sentido del lenguaje soez.  Un libro reciente rastreó el origen de las expresiones obscenas en las ruinas de Pompeya. Ya entonces, ciertas partes del cuerpo, el acto sexual y los excrementos se nombraban en voz baja.

¿De dónde vienen las malas palabras? El catalán Virgilio Ortega, licenciado en Filosofía y Letras y exeditor de Salvat, rastreó más de 1.000 y publicó recientemente en España Palabrotalogía (Crítica), un recorrido por la etimología de las palabras soeces. Se trata de «un ensayo novelado», con personajes que hablan sobre el tema, en Pompeya, en el año 79, poco antes de la erupción del Vesubio que sepultó la ciudad. Actualmente, gracias a que esa tragedia mantuvo el pasado intacto, allí se conservan edificios y obras de arte, además de unos 10.000 grafitos con los términos que los pompeyanos escribieron en las termas, en los prostíbulos y en los pisos.

Para los romanos, el sexo era una bendición de los dioses y los falos, signos de buen augurio. Por ello, se observaban esculturas o campanillas de penes en casas y tiendas, como símbolos de bienvenida y, en las esquinas, a modo de placas que indicaban la dirección de algún lupanar (donde estaban las «lupas», o sea, las rameras) o casa de lenocinio (de «lenón», alcahuete o proxeneta). Las enfermedades venéreas, en tanto, se relacionaban con dedicarse «a los placeres de Venus sin las debidas precauciones».

Según Ortega, en latín, además de lupa (que también significa loba), existen más de 60 palabras para decir prostituta, entre ellas, fulana (que provendría de «rufulana», pelirroja) meretrix (meretriz) y concubina (con quien se comparte otro lecho o cubículo, sin estar casado con ella). «Se supone que, durante el nacimiento de Roma, a Rómulo y Remo los crió una loba en el monte Palatino. ¿Una loba va a criar a unos niños tan tiernos? No, se los come… Pero, claro, para la leyenda de los romanos queda mejor que los haya alimentado una “lupa” de cuatro patas que una de dos piernas», comentó en una entrevista este experto que opina que las malas palabras «son tan buenas e interesantes como “las otras”, pero quizá por un pudor incomprensible han sido menos estudiadas».

El diccionario de la RAE no incluye la expresión «malas palabras», aunque sí la de «palabra gruesa», para referirse a un «dicho inconveniente u obsceno». A su vez, «obsceno» viene de lo que ocurría fuera de «skené» (escena), en las tragedias griegas, como la muerte de los personajes, que era «ob-scena». Después, el vocablo, como apunta Ortega, «comenzó a incluir otros significados, más sexuales, que tampoco eran representables en escena».
Roberto Fontanarrosa, en su memorable defensa de las malas palabras que pronunció en el Congreso de la Lengua de Rosario en 2004, analizaba con ironía: « ¿Por qué son malas las malas palabras? ¿Quién las define? ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son de mala calidad? Tal vez sean como los villanos de las viejas películas, que, en principio, eran buenos, pero que la sociedad los hizo malos».

Fuera de contexto

Para Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Nacional de Educación y expresidente de la Academia Argentina de Letras, la designación de «malas palabras» tiene que ver con la ética. «No existen las palabras malas, pero existen palabras significativas, de grueso calibre, que se aplican en determinadas oportunidades. Si a uno le putean a la madre no va a decir “recórcholis”, sino que va a contestar con una puteada mayor. No existen sino palabras que pueden sonar fuera de contexto, pero una mala palabra dentro del contexto apropiado es la palabra correcta». Como ejemplo, cita dos usos de «mierda» en el momento preciso. «En las guerras napoleónicas, cuando los franceses están arrinconados por los ingleses, y al general Cambronne se le pide que se rinda, él dice lo que tiene que decir: merde. Esta palabra escatológica (porque se refiere a las heces humanas y al vómito) es la que cierra El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. Hace un rechazo total a una realidad. No hay palabra mejor elegida que esa».

Al abrir Puto el que lee – diccionario argentino de insultos, injurias e improperios, que editó la revista Barcelona en 2006, uno se encuentra con que «Solo existen dos motivos por los cuales una persona puede no haber proferido un insulto jamás en su vida: que sea un pelotudo de mierda o que sea un hijo de remil putas». Así, y atribuyendo esta ocurrencia a un proverbio chino, el librito contiene argentinismos y palabras del lunfardo, y las ilustra con ejemplos cotidianos y «sarpados» (con «s», porque viene de «pasarse») y, en algunos casos, como el de la palabra «boludo», hasta con caras de personajes conocidos. «El insulto es inagotable: cualquier cosa puede ser un insulto», le decía el Gato Fernández, del staff de la revista, a Página/12, cuando se lanzó el glosario. «Madera puede ser insultante. Decirle Menem a alguien puede ser agraviante… Este diccionario es un aporte más a la confusión general».

En las lenguas del mundo occidental abundan las palabras vulgares o subidas de tono. «Todo argot, y el lunfardo es uno de ellos, tiene una cuota de un 5% a un 10% de lo que llamamos malas palabras. Dentro de las que se usan en la Argentina, hay una parte de panhispánicas, como hijo de puta, y otras palabras exclusivamente nuestras. Nos referimos a aquellas que aluden al sexo, los órganos sexuales, la homosexualidad y la escatología», explica Oscar Conde, integrante de la Academia Porteña del Lunfardo, y autor del Diccionario Etimológico del Lunfardo (Taurus, 2004) y Lunfardo. Un estudio sobre el habla popular de los argentinos (Taurus, 2011).

Para ilustrar lo anterior, Conde, quien también es profesor de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa) y de la Universidad Pedagógica Nacional (Unipe), enumera algunos de los vocablos del lunfardo que se utilizan como sinónimos de vulva: «argolla, bagre, cacerola, cachucha, cajeta, cotorra, cucaracha, figa, papo, raya, tajo, zanja. Pero hay muchísimos más que nombran al pene: abrelatas, aparato, banana, batata, berenjena, bicho, y el vesre, chobi; bizcocho, bomba, cabeza, cabezón, chorizo, flauta, ganso, goma, instrumento, machete, morcilla, Morgan, muñeco, nabo, nutria, palo, pedazo, pelado, pendorcho, pepino, tripa, trozo, tota, verga y bergamota. En esta lista hay una mezcla: palabras españolas usadas metafóricamente, como batata o banana, y palabras que aluden a la forma de otra cosa parecida. Algunas rarezas, como garcha, que es un derivado de garchar, y pendorcho, palabra inventada por el escritor cómico Aldo Cammarotta, que, en realidad, no se sabe bien qué es y que ahora está en desuso, pero que se usó en los 70, por pene».

Juegos

Barcia aporta otras expresiones relacionadas con lo sexual, que evitan mencionar lo que dicen, pero lo sugieren. «Por ejemplo, para hablar del coito: monstruo de cuatro patas, o sinónimos de pene, como el dedo sin uña. Son perífrasis de malas palabras, que hacen este rodeo. Y, entre las llamadas palabras tabú, “coger”, que fuera de un contexto sexual, causa incomodidad, entonces, la gente dice “agarrar”».

En su famoso discurso, Fontanarrosa decía que mientras más matices tiene una persona, más se puede defender para expresarse. «Hay palabras de las denominadas malas palabras que son irremplazables, por sonoridad, por fuerza, algunas incluso por “contextura física”… El secreto de la palabra pelotudo está en la letra “t”. No es lo mismo decir que una persona es tonta o es zonza, que decir que es un pelotudo». Conde señala que, como bien dijo Fontanarrosa en aquella defensa, «pelotudo» sigue siendo una palabra fuerte, en cambio, «boludo», se suavizó. «Hace 50 años era un insulto fuerte. Hoy se ha convertido en una forma de tratamiento, como flaco, loco. Ya no quiere decir “sos un tarado”».

Algo que define a las malas palabras en el lunfardo (compuesto, contrariamente a lo que se cree, por escasas voces delictivas y, en su mayoría, conformado por términos de dialectos de inmigrantes, como el genovés y el napolitano, a los que se suman vocablos del rock, la bailanta, el fútbol y las carreras) es que muchas son juegos lingüísticos. «Tienen valor lúdico, un tono risueño, causan mucha gracia. Cuando uno dice que un tipo es un chanta parece que lo está perdonando», grafica Conde. «En el campo del sexo, existen muchas locuciones. Muchas veces, si uno las separa, no hay ningún lunfardismo, pero unís eso y la expresión quiere decir algo particular. Si yo digo “ir a los bifes”, por ejemplo. Bife es un pedazo de carne; en lunfardo, el bife es una cachetada, pero ir a los bifes es no comer el primer plato, sino ir directamente al plato principal; o sea, tener sexo».

Hasta 1940, aproximadamente, las mujeres de clase media y alta trataban de no usar el lunfardo en público. Los hombres sí lo usaban. «Crearon palabras para hablar de la mujer y, con la misma saña, palabras para hablar de los homosexuales», indica Conde. «Trola, que quiere decir prostituta, viene de “troia”, en el argot de Roma, y trolo, de drole, o sea, raro, del argot francés».
En tiempos en que los pitidos en la TV por uso de malas palabras se escuchan cada dos por tres, Barcia menciona que hubo épocas en que los docentes eran castigados por usar palabras groseras en clases y que, en 1930 y 1940, se revisaban las letras de tango, porque contenían palabras como «bulín», y hasta se ensayó un decreto que no prosperó. «Ahora, cuando una locutora morocha putea todo el tiempo, se hace tan habitual la puteada, que no tiene efecto. La puteada es el soporte que tiene el hablante en los momentos de bronca, para la expresividad contundente. La palabra “expresión” significa soltar los presos, entonces, la puteada es abrir la puerta total para que se escapen todos». Lo dijo Fontanarrosa, antes de pedir amnistía para la mayoría de ellas: «Atendamos a la posibilidad terapéutica de las malas palabras… Integrémoslas al lenguaje, porque las vamos a necesitar».
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Francia Fernández

Reproducción de Acción Digital – Edición Nº 1173