Versos proletarios

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Freestyle en el conurbano. En locales alquilados, plazas o estaciones de tren, jóvenes raperos entablan «duelos» de rimas que son seguidos con fervor por miles de adolescentes. Un fenómeno cultural masivo que crece a espaldas de los circuitos comerciales y los grandes medios.

Es Ramos Mejía pero pudo haber sido San Martín, Isidro Casanova, Rafael Calzada o José C. Paz. Afuera todavía es la tarde de un domingo. Adentro nadie se entera: unos 100 adolescentes, con gorras y pantalones anchos, provocan el fervor de las madrugadas. En el escenario, un flaco desgarbado, micrófono en mano, dice de manera atropellada: «Es verdad los negros mueren primero. Los blancos corren para cuidar sus propios agujeros».
El jurado no lo resiste y lo declara vencedor del duelo. El contrincante, que un minuto antes le auguró un cáncer fatal, acepta el fallo sin rencor. El público celebra estar viviéndolo. La combinación precisa, fluida, a tiempo de las palabras es algo que nadie cuestiona.
Así, improvisando rimas en un local alquilado, plaza o estación de tren, el freestyle, esa forma lúdica y competitiva del rap, se convirtió en el movimiento cultural más importante del Conurbano. Sin industria ni grandes sponsors (o con presencia mínima en comparación con otros géneros musicales) y con un circuito comercial (radio y sobre todo televisión abierta) que concede, apenas, un espacio marginal, los jóvenes de la periferia se convirtieron en su propia usina: graban sus discos, organizan las batallas y difunden todo a través de las redes sociales para alcanzar nuevos fanáticos, es decir, futuros consumidores de los mismos productos y eventos. El fenómeno, además de ser proletario, es autogestivo.

 

La cofradía de Halabalusa
«Cualquiera puede hacer rap. Si podés rimar, si tenés algo para decir, alcanza con tener lápiz y papel. En el rock, por ejemplo, necesitas comprar un instrumento o aprender a cantar. Los que inventaron este género no tenían medios y esa es para mí la mayor fuerza que tiene la movida: nadie puede decirte que no rapees», dice Pablo, 24 años, apodado Poly, organizador de Coliseo Freestyle, una de muchas competencias del género que logró enquistarse en territorio bonaerense.
La historia de Poly es la misma que cuenta cualquier freestyler. Se crió en Morón, en una época en que el rap era una rareza importada, un gusto demasiado refinado frente al sometimiento de la cumbia. Pero la voluntad era fuerte, y comenzó a juntarse con otros que tenían las mismas inquietudes. «Hasta 2009, el único lugar en Morón donde había eventos de rap era un centro cultural. Al año siguiente empezaron las competencias en la Plaza San Martín. De a poco comenzó una cofradía de freestylers. Al mismo tiempo en zona sur se organizada el Halabalusa».
La reputación de Halabalusa (una suerte de homenaje en clave criolla a Hullabalooza, un festival estadounidense que mezcla distintos géneros) dentro de la escena nacional es legendaria. Cuentan que no más de diez se juntaban en un garaje a improvisar rimas hasta que la voz se corrió y el lugar les comenzó a quedar chico. Entonces se mudaron a la arboleda de la estación Claypole del ferrocarril Roca y uno tuvo una idea que cambiaría la magnitud del evento: filmar las batallas y subirlas a YouTube.
Desde entonces, domingo de por medio, unas 300 personas se juntan a calibrar el talento (varios de los «consagrados» surgieron de esta competencia) y un video on line, por ejemplo, puede superar por mucho el millón de visitas.
«En el rap la gente se autogestiona. Organiza sus eventos, fabrica sus remeras, y convoca a los artistas. La plata que paga alguien para ver una batalla es la misma plata que se lleva el que se rompió para grabar su música. Gracias a que está de moda uno puede intentar vivir de esto pero lo malo es que se está volviendo más comercial y el rap, en realidad, es protesta. Nació en las cárceles y calles. Es la expresión de los que vienen de abajo», explica Klan, con apenas 22 años un referente de la zona sur que sin pudor confiesa que pertenecer le salvó la vida.
«Yo crecí en Longchamps, donde había muchos problemas, y estaba destinado a quedarme para siempre allá. Pero con la música pude salir y conocí otras provincias y personas, me lo tomé como una misión. Yo, como el 99% de los que estamos en esta movida, vengo de un barrio y estoy acostumbrado a la realidad cruda, por eso hablo el lenguaje de la calle».
En el freestyle la rapidez y el ingenio en la improvisación no lo es todo. En una batalla el jurado tiene en cuenta el flow, que es la manera en que fluye lo que se está diciendo: es tan importante la rima con cadencia y sentido como el silencio impuesto en el momento exacto.

 

Palabras en guerra
Lo que queda es saber retomar la palabra para propinar el punch line, que es el remate o tiro de gracia que busca, en apenas una frase, humillar al rival y conquistar al público. En su afán por lograrlo, el freestyler embestirá sin piedad: insultará, se mofará de un defecto físico, buscará instalar en el otro un trauma o complejo.
Para muchos, esa carga violenta impide que la disciplina cruce nuevas fronteras. Incluso, dentro del ambiente algunos raperos y raperas iniciaron campañas para desterrar de las improvisaciones los ataques al género.
«La escena está dominada por los hombres. De cada 20, hay una mujer. Lamentablemente seguimos teniendo roles implantados en la sociedad y las mujeres tenemos que demostrar que podemos hacer lo mismo que los hombres en el trabajo, en el estudio y también en el freestyle», se queja Luyara, una morocha de 23 años que prefirió soportar y replicar los embates verbales antes que abandonar lo que le gusta. «Al principio –dice– no te toman en serio. Te oprimen, te dicen que no podés rapear, así que tenés que dar el doble. No alcanza con atacarlos por ser hombres. Tenés que elevarte por encima del género y demostrar que rapeás mejor».
La mayoría de los freestylers cree que poner restricciones dentro de un género que nació como medio de expresión y libertad es un contrasentido. Sostienen que ninguna rima, por maliciosa que sea, se compara con una piña o un disparo.
«Es una canalización de la ira del mundo –reflexiona Klan–, una curda de unos segundos en donde podés decir lo que quieras. Lo considero un aprendizaje que te ayuda a ser más fuerte. Por eso creo que el freestyle es un modo de ser: entrás y te la bancás o decís esto no es para mí y te volvés a tu casa».

Gallos y escalones. Puntos de encuentro

El fenómeno de las «batallas» de freestyle nació en los barrios del primer cordón y en los del Conurbano bonaerense más profundo y se fue extendiendo a algunos de los principales centros urbanos del país, como Mar del Plata, Rosario o Córdoba. En la Ciudad de Buenos Aires la comunidad rapper tiene su punto de encuentro en el Parque Rivadavia, donde domingo de por medio ocurre El Quinto Escalón, la competencia de duelos que más creció en el último tiempo (sus videos tienen, en promedio, más de 500.000 reproducciones).
La Meca de los freestylers locales es la Red Bull Batalla de los Gallos, la competencia más importante de habla hispana en la que solo dos argentinos lograron consagrarse (Frescolate en 2005 y Dtoke en 2013) a lo largo de sus once ediciones.
Además del par de campeones, en los últimos años surgieron en el país grandes exponentes de la disciplina como Sony, Tata, Kodigo o Papo MC, entre otros.

Gastón Rodríguez

Nota reproducción de Acción Digital – Edición Nº 1210