La La Land

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La La Land. (Estados Unidos, 2016). Dirección y guion: Damien Chazelle. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurvitz. Montaje: Tom Cross. Intérpretes: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, J.K.Simonds.

Una de las producciones más nominadas a las candidaturas al Oscar de Hollywood (se anunció días atrás que obtuvo 14), La La Land, rebautizada aquí como Historia de amor, no es solo un producto en el que el mundo del espectáculo estadounidense se autocelebra en su pasado de esplendor, elemento siempre convincente y de infalible efecto en los organizadores de esa ceremonia a la hora de premiar, sino también una película que tiene buenas razones artísticas para aspirar a varias de las distinciones a las que fue candidateada por la Academia. Entre dichas razones está las de ofrecer al público un film musical de excelente factura cinematográfica que, sin ocultar su propósito de homenajear al género, lo hace  bajo una visión más contemporánea, apoyada en una historia de amor fuerte y sin tonos edulcorados, aunque, en cierto modo, evocativa de los sueños frustrados de cierto romanticismo imperante entre artistas de otras épocas y que el cine supo reflejar.

     Definida por algunos comentarios como tragicomedia musical, acaso el rótulo peque de  excesivo, porque tragicomedia en ese género es más bien Amor sin barreras (West Side Story, un formidable musical que readaptó Romeo y Julieta en los suburbios neoyorquinos, dirigida por Jerome Robbins y Robert Wise). Sin hacer demasiado hincapié en su calificación, por el simple hecho de que todas parecen hoy en continua revisión, habría que decir, sin embargo, que es una comedia musical de carácter “dramático”. Y eso debido a que el desenlace del film se condice más con este último término que con el de tragedia, que siempre hacen pensar más en un hecho externo cuya inevitabilidad no puede ser torcida por la voluntad humana. En este caso, y más allá de los factores en contra que operan sobre ellos, los personajes eligen con libertad lo que hacen de sus vidas, nada les impide tomar un rumbo distinto al que toman. Esto puede gustarnos o no, pero es su decisión.

     Los dos personajes centrales de La La Land son Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que se presenta regularmente a distintos castings, mientas atiende el mostrador de una cafetería de Los Ángeles; y Sebastián, un pianista de jazz al que se le hace muy difícil sobrevivir en esa ciudad con su profesión sin degradar sus convicciones de respetar un estilo más atado a lo tradicional. Fuera del conflicto más general que enfrentan Mia y Sebastián respecto de lo que deben hacer con sus existencias –verdadero núcleo dramático del film,-, el largometraje ofrece como un elemento de confrontación atractivo las discusiones entre Sebastián y el músico Keith sobre si el jazz debe conservar la pureza de sus orígenes o, consecuente con su espíritu revolucionario, avanzar continuamente hacia nuevas formas. El interés por estos puntos de vista en colisión –y dignos de reflexión- se vincula con una problemática que excede largamente la música y el arte.

     Se trata de la vieja relación entre pasado y presente y qué cosas hacer con ellos. ¿Vivir solo del pasado? ¿Aplastarlo y sujetarse a la fuerza cegadora del presente? ¿O abrir caminos de comunicación entre ellos aceptando que la existencia se forma con distintas y necesarias proporciones de ambos? Al joven director de la película, Damien Chazelle (32 años), este tema le es familiar y lo tiene entre sus obsesiones artísticas, como lo demostró en Whiplash, su largometraje anterior (2014) y el segundo de su carrera, donde enfrentaba al ambicioso baterista de jazz con su sádico maestro en una disputa similar en materia de música.

     Mia y Sebastián se conocen durante un enorme atascamiento de automóviles en una autopista de Los Ángeles, en circunstancias en que él le toca la bocina a ella para que le despeje el camino que está obstruyendo, y Mia, molesta por los bocinazos, le muestra el dedo medio de su mano derecha en actitud desafiante. Este colapso automovilístico sirve como lanzamiento de un gigantesco baile de pasajeros, que se bajan de sus automóviles y le ponen buena cara a este accidente urbano. Esta escena musical donde se mezclan canciones, danzas, pruebas acrobáticas, colores múltiples e intervención de distintos tipos étnicos y un trabajo de cámara que asegura una prodigiosa profundidad de campo, adelanta una primera muestra de lo que luego será una continua y atrayente espectacularidad visual del film.

     Luego de este primer incidente y otro que ocurre en el bar donde él toca, en un tercer encuentro Mia y Sebastián se unen en un vínculo de intensa afectividad amorosa. Sus miradas sobre el mundo y sus valores, a pesar del cariño que los une, son de algún modo contradictorios, pero mientras dure el dulce idilio de los primeros tiempos sus diferencias no se notarán demasiado. Esas miradas suponen puntos de vista diferentes frente a la existencia. Ambos luchan contra una sociedad que no les hace las cosas fáciles, pero los hechos provocan en ellos respuestas desiguales. Para algunos comentaristas esos dos universos simbolizan por un lado el romanticismo y por el otro pragmatismo, que en el primer caso, que es el de Sebastián, se expresa como una adhesión absoluta a algo que ha sido sustancial a su identidad; y en el segundo, el de Mia, se manifiesta como una actitud más laxa, de mayor predisposición a cambiar todo lo que sea necesario con tal de adaptarse a las nuevas circunstancias que le propone la realidad.  Quizás esta interpretación sea demasiado forzada, llevada a una polaridad extrema,  pero contiene una parte de verdad y en todo caso, evaluando la película en su totalidad, el espectador podrá sacar sus propias reflexiones y ver si concuerda o no con ella. Pero de todas maneras, si la presencia en el departamento de Mia de un enorme afiche de Ingrid Bergman propone inducir al espectador a alguna comparación con lo que ocurría en el final de Casablanca, la cita no parece la más feliz. Son resoluciones por parte de los protagonistas totalmente diferentes.

     En la propia elección que hace el director del film, entre el respeto al viejo musical y el aggiornamento que exige ese género, él llega a una fórmula intermedia: respeta lo clásico, pero añadiéndole un giro actualizado, que es que le otorgan los grandes efectos tecnológicos, la necesidad de adaptar su lenguaje a las modalidades contemporáneas y una historia que pretende romper el cerco de los viejos cuentos de hada en que los viejos musicales sumergen al espectador. Aquí, ese cuento, esa fábula se mezcla con el drama y muestra que la vida no siempre tiene un final feliz, ni el más racional. No obstante, la decisión del director de resolver mediante una solución conciliadora el dilema si hay que hacer jazz o musical a la vieja usanza o actualizados, no se puede extrapolar a la decisión final de los protagonistas. En esa decisión, por lo menos en una de las partes, no hay voluntad de encontrar un camino intermedio entre dos planteos radicales, no esfuerzo por pensar caminos creativos a la relación, que no siempre, desde luego, son sencillos de encontrar. Parecería como que el director aquí resolvió tomar un camino drástico para alejarse netamente del cuento de hadas. Era su derecho, aunque la determinación impresiona como demasiado rápida y rígida, sin alternativas, cosa que en la vida a veces pasa, pero otras no. No obstante ese epílogo tiene la virtud de dejar pensando al espectador, quien se queda reflexionando si lo que pasó debía pasar necesariamente así. Entre otras cualidades de esa película, además de las señaladas, hay que remarcar las dos muy buenas actuaciones de Emma Stone, cada vez más conmovedora en su oficio, y Ryan Gosling, muy sólidos en sus trabajos. 

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