Gonzalo Higuaín: el goleador que necesita la albiceleste

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Se lo conoce por su bajo perfil aunque su nombre es sinónimo de gol. Futbolista precoz que rompió redes en River y Real Madrid y actualmente lo hace, nada más y nada menos, que en el mismísimo Nápoli donde alguna vez brilló Diego Maradona. Con cuatro gritos sagrados en su primer Mundial igualó la que fue la marca de Gabriel Batistuta en su primera aparición en USA ’94 y tendrá en Brasil 2014 la chance de superar al propio emperador. Gonzalo Higuaín: los primeros pasos de un goleador de raza.

“Reconozco que estoy sorprendido por su decisión. Es francés, y como cualquier jugador francés, debe responder cuando se lo convoca”, decía Raymond Domenech, entrenador del seleccionado de fútbol de Francia allá por el año 2006. “Es una falta de respeto”, agregaba quien no podía comprender como un futbolista se negaba a vestir la camiseta de su país. El encargado de exacerbar a Domenech fue Gonzalo Higuaín, con partida de nacimiento en el país galo, pero el corazón en Argentina. Pipita, apodo con el que se lo conoce al hijo del ex jugador Jorge Higuaín, históricamente llamado Pipa,  nació en Brest, Finisterre, el 10 de diciembre de 1987. En aquel entonces, su padre, argentino nacionalizado francés, defendía los colores del Stade Brestois 29, un club situado en la península de Bretaña que actualmente milita en la Ligue 2 del fútbol de aquel país,  y pasaron 10 meses luego de su nacimiento para que regresara a la Argentina.


Gonzalo se alimentó del fútbol aún antes de darse a conocer al mundo. Nancy, su madre, iba al club Palermo para seguir las actuaciones de Nicolás y Federico, sus hermanos mayores, con él en la panza. Luego llegó el viaje a Europa para seguir la carrera de papá y su posterior nacimiento, siempre rodeado de pelotas y botines. A su regreso, el escenario no cambió demasiado porque la familia siguió vinculada al fútbol y era inevitable que él también ingresara en ese mundo. A los 4 años tomó el legado familiar y empezó su camino en el ya mencionado Club Palermo. Allí comenzó a demostrar sus condiciones, pero principalmente su deseo de superación. “Uno se daba cuenta que iba a llegar porque en aquel entonces   quería aprender a patear. Agarraba la pelota y se ponía solo contra la pared y le pegaba con la derecha, le pegaba con la izquierda, para arriba y para abajo hasta que se fue perfeccionando”, reveló Pety Muñóz, un amigo de la familia.


A las prácticas desarrolladas en el club con la pelota colgando de un hilo para aprender a saltar y cabecear, se le sumaban las salidas al parque para jugar con su papá y sus hermanos. En esos ásperos amistosos familiares, Gonzalo sintió en más de una oportunidad la pierna fuerte de su progenitor, situación que le sirvió para empezar a moldear su carácter como futbolista profesional. El propio Chano, apodo con el que lo llamaba su mamá cuando era pequeño, se encargó de confirmarlo años más tarde: “Mi papá fue muy importante a lo largo de mi vida. El me enseño muchas cosas que ya había vivido dentro del mundo del fútbol y eso, sin dudas, fue una gran ventaja”.  Esa experiencia transmitida, conjuntamente con sus condiciones naturales, hizo que se destacara rápidamente. “Era distinto y se notaba. Estaba tocado por la varita, como se dice habitualmente. Cuando los partidos eran cerrados o estábamos empatados aparecía Gonzalo para hacer los goles y se terminaba la historia”, rememora Mario Makarz, su primer entrenador.


Vivió hasta los 5 años en Palermo y luego se trasladó a Saavedra, un barrio tranquilo, humilde y familiar. Allí se instalaron en una casa con fondo grande que también ocupó un papel importante en su relación con la pelota. “Se crio jugando en el fondo de la casa”, cuenta mamá Nancy, quien cansada de los interminables pelotazos que hacían retumbar las paredes decidió instalar una pileta que limitó considerablemente el espacio en el que Gonzalo y sus hermanos se divertían. “Nos clausuraron el estadio”, recordó alguna vez Federico, aunque esta decisión no fue suficiente para que cambiaran la pelota por los flotadores. Obligados a reinventarse para seguir disfrutando de ese espacio de la casa, encontraron la manera de incorporar la pileta a los juegos diarios y así lo cuenta Makarz: “Agarraban la pelota y se ponían a pasarla de un lado al otro de la pileta, pero de rabona. Además, no lo hacían a lo ancho, lo hacían a lo largo. Era una locura verlos”.


A los 10 años era tanta la diferencia que marcaba con sus compañeros y con sus rivales en los torneos barriales que fue observado por reclutadores de River, quienes lo tentaron para seguir desarrollándose en el club donde su papá se había consagrado campeón en más de una oportunidad. El propio Jorge intercedió en la decisión final al exigir, para dejarlo ir, que lo trataran igual que al resto de los chicos que ya estaban en las inferiores y, por el contrario, no le dieran ningún privilegio por ser su hijo. Así las cosas, Gonzalo debió ganarse su lugar a fuerza de trabajo, aunque un factor externo casi lo aleja definitivamente de las canchas. Estando en séptimo grado, las exigencias del entrenamiento le restaban tiempo al estudio y esa dificultad para cumplir con el colegio lo llevó a plantearse la posibilidad de abandonar el fútbol. “Mirá si será responsable que quiso largar el fútbol en séptimo porque no le quedaba tiempo para hacer la tarea del colegio de River. El técnico le decía que fuera a practicar al menos una vez por semana, pero él no quería descuidar el colegio. Así que casi larga”, recordó su mamá en una entrevista con el diario deportivo Olé.


Nancy fue una influencia muy importante para el actual goleador del Napoli, quien de no haber sido futbolista seguramente hubiese terminado ligado al arte o la cultura gracias a ella. “De mí heredó la habilidad”, dice la pintora que firma sus cuadros como Zacarías en honor al apellido de su padre, Santos Zacarías, una leyenda de magnitudes en el mundo del boxeo. También de ella adoptó el hábito de estar mucho tiempo en casa, con la familia y los amigos, sin la necesidad de exhibirse en público más allá de alguna salida ocasional. Siempre fue un convencido de que el único lugar en el que debía hablar era en la cancha y con goles. “Jugando es donde valora la gente”, dice a su círculo íntimo el atacante, aunque su condición de figura lo obliga a mantener contactos con la prensa, momentos en los que siempre se muestra amable y cordial.


Pipa Higuaín, su papá, también le dejó enseñanzas fundamentales para ser cada día mejor. De él aprendió cada uno de los defectos que suelen tener los defensores y con esa herramienta invaluable fue trabajando sobre sus movimientos con el objetivo de explotar las debilidades de los defensores adversarios. “Me enseñó los déficits que puede tener un defensa y que es lo peor que le puede hacer un delantero”, contó Pipita en un programa de televisión. Con todas estas armas llegó a la primera división del Millonario en el 2005 y después de un año en el que dejó su huella a fuerza de goles, incluidos los que le hizo a Boca en un Superclásico, fue transferido al Real Madrid, uno de los clubes más grandes del mundo. Se sentó en el vestuario junto a los mejores y con sacrificio se ganó un lugar como titular. Celebró seis títulos en total con la camiseta merengue y partió rumbo a San Paolo, donde ahora son los italianos, que alguna vez se deleitaron con Maradona, los que festejan sus conquistas.


Hoy, 9 años después de su debut en la primera división de River, está consolidado como una figura de primer nivel y junto con Leo Messi, Sergio Agüero y Ángel Di María conforma el cuadrado mágico que alimenta la ilusión del seleccionado argentino para el mundial que comenzará dentro de poco en Brasil. Alguna vez Gabriel Batistuta, goleador histórico del combinado albiceleste, lo elogió remarcando su capacidad goleadora, la misma con la que durante su infancia arrasó con todas las macetas y vidrios de la casa, y que ahora utiliza para batir a todos los arqueros que se interponen con su única meta: el gol.