Crítica de teatro: Almas ardientes



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Almas ardientes. Autor: Santiago Loza. Dirección: Alejandro Tantanian. Música original y diseño sonoro: Diego Penelas. Iluminación: Jorge Pastorino. Escenografía y vestuario: Oria Puppo. Elenco: Santiago Gamardo, María Onetto, María Inés Sancerni, Gaby Ferrero, Analía Couceyro, Stella Galazzi, Maricel Alvarez, Eugenia Alonso, Paula Kohan y Mirta Busnelli. Sala Casacuberta, Teatro San Martín.

Nueve mujeres que se reúnen con cierta regularidad en un improvisado taller literario protagonizan en sus encuentros rencillas recurrentes y banales, sin encontrar en esta actividad un sentido que les haga más dichosas sus vidas. Egoísmos, rivalidades, competencias minúsculas contribuyen a que sus relaciones, lejos de fertilizarse, pierdan profundidad. Eso a pesar de los lazos que esas citas desarrollan entre algunas de ellas. Hará falta un episodio catastrófico para que, consecuencia del temor que provoca, todas tomen conciencia de la existencia real de las otras y los otros y lo efímero e insustancial de sus peleas. Ese episodio es el que se constituye en diciembre de 2001, cuando la Argentina estuvo casi al borde de su disolución.

   La idea, como promesa y sobre todo con un conjunto de actrices tan destacadas, un “seleccionado poderoso”, como lo describe el autor Santiago Loza en la presentación del programa de mano, era interesante. Y, por supuesto, la elección del marco histórico. Pero el desarrollo de la obra no satisface las expectativas. En principio porque la concentración en un equipo de los jugadores “notables” no siempre da el mejor equipo. Hay que desarrollar con coherencia el ensamblado dramático y saber qué se quiere como estrategia de texto. Aquí el aglutinamiento de varias mujeres, que parecerían querer comunicarse entre ellas y no pueden, y al no poder hacerlo se precipitan en su propio silencio, se asemeja más a un pegote de situaciones que a una obra y se ve casi como un pretexto, demasiado a la vista, para contar su soledad y su relación causal con un mundo que ha desconectada los lazos solidarios y de comprensión entre los seres y, por esa razón, está cada día más cerca del precipicio.

    Esa idea, contada casi coralmente, aunque cada una de las criaturas tenga una suerte de identidad propia, se torna tediosa y hasta repetida, circunstancia que además es acentuada por el hecho de que son nueve actrices y ninguna de ellas, y tampoco el público, vería justo que no se le diera a cada cual su porción de lucimiento, que es más o menos el mismo para cumplir con una deseable democracia en la distribución de las duraciones de cada papel. Lo otro es que el autor, Santiago Loza, tan poderosamente efectivo e intenso en los textos volcados al monólogo  (y sino no hay más que recurrir a sus excelentes trabajos en Nada del amor me produce envidia, Todo verde o La puerca) se debilita notablemente cuando se lanza a las tramas más colectivas, de varios actores. Algo de eso le pasó en su incursión en las historias de esas mujeres algo místicas que mostró en un ciclo de Canal 7. Aquí también hay algo de ese misticismo, marcado sobre todo en una suerte de terror ante el advenimiento de cierto Apocalipsis.

     No hay razón para dudar que ese terror existió en mucha gente (la crisis de 2001 provocó realmente en la sociedad argentina una verdadera sensación de quiebre), pero lo que se ve acá es una reacción de las mujeres hacia el lado contrario por el cual venían deslizándose que no tiene casi matices, que es muy parecido en todos los casos y que Loza no ha podido resolver con dibujos más a fondo y sustanciosos de cada criatura. Quedan para rescatar algunos momentos de buen humor y el enorme esfuerzo de Alejandro Tantanián para encauzar ese texto y hacerlo digerible y entretenido al público, objetivo que solo se pone logra en parte a pesar de los múltiples movimientos escénicos y la configuración de agradables cuadros visuales, la intervención de un grupo musical y el diseño sonoro de Diego Penelas, que son estupendos, y el concurso de las nueve actrices, realmente buenas, pero a las que se las extraña en roles más contundentes, más propicios para el despliegue de su talento histriónico o dramático.

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