Crítica de teatro: El cuidador



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El cuidador. De Harold Pinter. Traducción: Federico Tombetti. Dirección. Agustín Alezzo. Diseño de iluminación: Félix “Chango” Monti. Diseño de escenografía: Marcelo Salvioli. Vestuario: Agustín Alezzo y Andrea Lamberti. Elenco: José María López, Santiago Caamaño y Federico Tombetti. Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.  Duración: 1 hora, 25 minutos. Sábados 22 horas, domingo a las 20.

Estrenada en 1960 y escrita un año antes, El cuidador fue la primera de las obras de Harold Pinter en obtener éxito. Hasta ese entonces ya se habían conocido cuatro o cinco obras de él, comenzando por La habitación, en 1957, que no contaron con la adhesión del público. Algunos críticos avezados expresaron, a pesar de ese rechazo de los espectadores, que Pinter llegaría a ser lo que fue: el autor inglés más importante de la segunda mitad del siglo XX y uno de los más grandes del mundo. El cuidador cuenta una historia sencilla: un joven, que está siendo sometido a un tratamiento psiquiátrico, Aston, invita a un vagabundo que ha sido echado de un bar, Davies, a que se aloje un tiempo en su casa, por lo menos hasta que solucione sus problemas. El lugar pertenece a un hermano de Aston llamado Mike, quien en un momento propondrá a Davies ser el cuidado de esa propiedad, pero luego se arrepentirá. Davies es, con toda evidencia, un individuo racista, quejumbroso y sin espíritu de sacrificio, que intenta aprovecharse de las diferencias entre los hermanos para quedarse con el sitio donde habita. Pero sin resultados. Las obras iniciales de Pinter fueron denominadas “comedias de amenaza” y tal vez El cuidador podría ubicarse dentro de ellas. La situación, desde que empieza hasta que termina, se desliza por un hilo de suspenso y ambigüedad que despierta una tensión expectante en el público, aunque en este caso ninguna de los pasajes de conflicto o agresividad lleguen a la violencia extrema. Más que nada se ve la confrontación de espíritus totalmente egoístas e incapaces de comprender al otro, solo aptos para sacar provecho del semejante a cualquier precio, aún el de las mayores bajezas.     

     Agustín Alezzo, uno de los grandes directores de este país, ha tomado las riendas de este montaje imponiéndole un carácter conceptual claro. En principio es fiel a la idea de que las obras de Pinter transcurren en ambientes enrarecidos, sombríos. La escenografía de Salvioli, acompañada de una muy sugestiva iluminación de Monti, habla desde el comienzo de la sordidez del lugar donde se acumulan como en un depósito decenas de objetos, algunos sin uso alguno y otros colocados allí con un criterio de acumulación obsesivo y para vaya a saber qué trabajo de remodelación. Es un mundo abyecto, mezquino donde se debaten pasiones de la misma naturaleza. El peligro de la intrusión externa que siempre desvelan a Pinter, esa alerta contra el avasallamiento en la vida de los otros, no necesita grandes esplendores para exponer sus fueros. Se mueve también en el barro o en los lugares de poca monta con la misma facilidad que en las zonas en que reina la riqueza.

     Para el papel de Davies, Alezzo contó con la espléndida participación de José María López, que acapara con su calidad el mayor interés del público. Sus oscilaciones en el ritmo, sus cambios de ánimo, pintan de cuerpo entero a su desangelada criatura. Santiago Caamaño, por su parte, sostiene bien a su silencioso y extraño Aston, tal vez por la ausencia de textos largos a su cargo. Federico Tombetti, en cambio, es al que más sufre las dificultades para encontrar un perfil algo más ominoso a su personaje.  

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