Crítica de teatro: Sonata de otoño



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Sonata de otoño. De Ingmar Bergman. Traducción: Martín Morgenfeld. Versión y dirección: Daniel Veronese. Elenco: Cristina Banegas, María Onetto, Luis Ziembrowski y Natacha Córdoba. Diseño de escenografía: Diego Siliano. Diseño de iluminación: Marcelo Cuervo. Teatro Picadero.

Siempre hemos dicho en estas columnas que, por más que el teatro tenga legalidades y virtudes propias que lo hacen un ámbito totalmente distinto al del cine, en principio por la cercanía y contacto directo con el público, no hay que negar que cuando se ha visto una buena película, sobre todo de esas que no se desarrollan en exteriores, sino en espacios privados como suelen ser un living o el comedor de una casa, y allí los actores encarnan con gran nivel un conflicto de alta densidad, esa experiencia pesa en la memoria al asistir a ver la misma historia en un escenario.

    Si alguien vio antes la película Sonata de otoño, estrenada en 1978, es difícil que pueda evitar su recuerdo. Ingmar Bergman, con esa extraordinaria capacidad que tenía para introducirse en el alma de sus criaturas, proponía, en la película que encaró con guión propio, un conflicto entre una madre y una hija que lograba estremecer por su alto voltaje de amor y de odio, de cariño y al mismo tiempo rencor por viejas cuentas del pasado no saldadas. Las actuaciones de las dos actrices principales, Liv Ullman e Ingrid Bergman, junto a un elenco formidable como los que armaba el director, era de un virtuosismo deslumbrante.

    La trama argumental no es complicada: describe a una famosa pianista (Charlotte), que, al perder a su pareja, viaja a Noruega para visitar a su hija (Eva), que ha perdido un hijo pequeño hace poco y a la que no ve hace siete años. Al llegar a su casa, la artista sufre la primer sorpresa: resulta que en lo de Eva, además del marido de ésta, un pastor protestante (Viktor), vive otra hija de la mujer, gravemente discapacitada (Helena), a quien la madre creía internada en un sanatorio y, en cambio, está bajo el cuidado de su hermana. Esto la desorienta, sobre todo porque se percibe que tampoco ha prestado atención a esta hija y no pensaba encontrársela allí. Lo que sigue a eso, el breve plazo de unos días es el encuentro en distintos momentos de las dos mujeres, que protagonizan un feroz y catártico duelo de reproches que nunca antes se habían hecho en la vida y que desgarran sus almas.

    Lo magnífico de ir a ver esta versión que dirige Daniel Veronese es que, en ningún instante, el espectador siente déficit frente a imágenes que tenía del pasado. Ambas actrices, sobre todo, trazan sus personajes con recursos tan genuinos y propios y con tanta intensidad que lograr introducir a quien las ve en una experiencia totalmente autónoma, muy rica en sí misma, se haya o no visto la película. Y le ofrecen, hablamos de Cristina Banega como la madre y María Onetto como la hija, el retrato de un conflicto abrumador abordado con enorme sinceridad emocional y entrega. En papeles que no son tan hegemónicos, pero no menores en compromiso escénico, Luis Ziembrowski  y Natacha Córdoba –en una Helena conmovedora- también realizan un sustancioso aporte. Dentro de una escenografía sencilla, aunque bien pensada para las necesidades de la pieza, Veronese cumple con rigor el rito de llevar de la mano a sus criaturas y dejar que hagan su vía crucis creativo, garantizando que cada pasaje tenga el tono adecuado, preciso, apasionado y vehemente cuando es necesario, pero alejado siempre del efecto o el golpe bajo.   

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