Libro recomendado: Aisthesis de Jacques Rancière



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Uno de los libros recomendados de este mes es Aisthesis de Jacques Rancière publicado por Bordes Manantial

 ¿Qué significa “aisthesis” o dicho en español: estética? Jacques Rancière, filósofo francés, profesor de política y de estética en la Universidad de París VIII y autor de títulos tan conocidos como El maestro ignorante, El espectador emancipado o Momentos políticos, lo define de entrada en el prólogo al libro: es el nombre de la categoría que, desde hace dos siglos, designa en Occidente el tejido sensible y la forma de inteligibilidad de lo que llamamos arte. O sea que ya en el inicio Rancière plantea su particular punto de vista: que aun cuando las historias del arte comiencen su relato en las pinturas rupestres, el arte como noción que designa una forma de experiencia específica solo existe en Occidente desde fines del siglo XVIII, o sea desde hace dos siglos. ¿Qué existía antes? Toda clase de artes, de maneras de hacer, cuya existencia no obedecía a su excelencia artística ni a un supuesto concepto general de la belleza sino a su lugar en la distribución de las condiciones sociales.

     Es precisamente cuando esas condiciones sociales comienzan a vacilar, y surge una mutación de las formas de experiencia sensible y de las maneras de percibir y ser afectado, que adquiere relieve ese nuevo concepto al que alude Rancière. Concepto que alude a condiciones completamente materiales –lugares de representación y exposición, formas de reproducción y circulación-, pero también a modos de percepción y regímenes de emoción, categorías que las identifican, esquemas de pensamiento que las clasifican e interpretan. Uno de los objetos de este libro es, a tono con esto que se dice, mostrar cómo se constituye y se transforma un régimen de percepción, sensación e interpretación del arte al acoger las imágenes, los objetos y las prestaciones que parecían más opuestos a la idea del arte bello: figuras vulgares de los cuadros de género, exaltación de las actividades más prosaicas en versos liberados de la métrica, piruetas y payasadas de music hall, etc.

    Para esta demostración, Rancière toma catorce escenas que, a diferencia de lo que hace Eric Auerbach en Mímesis –donde se estudia las representaciones de la realidad en la literatura occidental de Homero a Virginia Woolf-, no proceden solo del arte de escribir sino también de las artes plásticas, las artes de la representación o las de la reproducción mecánica. Cada una de esas escenas presenta, por lo tanto, un acontecimiento singular y explora, en torno de texto emblemático, la red interpretativa que le da su significación. La primera escena parte de la lectura de un fragmento de la Historia del arte en la Antigüedad, de Johann J. Winckelmann, publicado en 1764, donde este ensayista reflexiona sobre el Torso de Hércules diciendo que, lejos de expresar la figura de un atleta vencedor, puede ser interpretado como el símbolo de un hombre reconcentrado en su pensamiento.

    Luego toma también un texto de las Lecciones de estética de Hegel, donde el filósofo alemán ve en un cuadro de Murillo sobre el abandono de unos pequeños mendigos sevillanos más que una situación de drama una especie de encarnación del ideal, porque no hacen nada. Del mismo modo, en un filme de Dziga Vertov observa, antes que el propósito de constituir las intrigas de antaño, el esfuerzo por relatar el vínculo viviente de las actividades constituyentes del tejido sensible del comunismo. Cuál es el objeto de trabajar sobre estas escenas. Rancière lo dice: concretar una suerte de contrahistoria de la “modernidad artística”, señalando para eso entre 1764 y 1941 la aparición de algunos desplazamientos –no todos- en la percepción de lo que quiere decir “arte”. Una categoría que, evitando encerrarse en una autonomía celestial, se ha atribuido desde entonces un nuevo tema, el pueblo, y un lugar, la historia. Como en muchos otros de sus trabajos Rancière propone al lector una lectura desafiante y creativa, que no siempre logra convencerlo de lo que dice, pero sí lo obliga a pensar –y esa es su gran virtud- seriamente sobre las ideas que expone para contrastarlas con las propias y a partir de ahí cambiar o afianzarse en lo que se piensa.

 

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