Para teatro, el de Buenos Aires

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Pocas actividades hay en Buenos Aires más atractivas y ricas en calidad y diversidad que la teatral. El hecho es conocido mundialmente y provoca los más amplios elogios. Roberto Perinelli analiza las causas del fenómeno.

 

Uno de los fenómenos culturales más fuertes de este país, no siempre debidamente apreciado por sus autoridades, es el del teatro en Buenos Aires. Esta ciudad genera  espectáculos en una cantidad que no produce Nueva York, París, Madrid o Londres, capitales históricamente emblemáticas en esta disciplina. Pero, no es sólo el número de obras que se ofrecen en su cartelera, es también la calidad de muchísimos de esos trabajos, que le dan a la metrópoli un brillo, un prestigio –dicho sin ningún chovinismo- que es muy valorado en distintos países, tanto de Europa como de América Latina.

 

Esta reputación ha contribuido además para que autores y directores argentinos gocen de mucha consideración en esas latitudes y permanentemente sean invitados para poner en escena sus realizaciones. 

 

Habría que decir que en las provincias argentinas, y en especial en ciudades de gran importancia como Córdoba, Mendoza, Santa Fe, Rosario y otros lugares se viene elaborando cada vez más un teatro muy innovador y digno de competir con las mejores obras que se dan en la Capital. Esto, sobre todo, a partir del impulso que significó para la actividad la creación del Instituto Nacional de Teatro, cuyos programas anuales de subsidios han estimulado las energías creadoras de distintos grupos. En lo específico de Buenos Aires, hay que señalar, sin embargo, que las políticas públicas de apoyo al teatro generadas por el gobierno de la ciudad han sido “insuficientes y en algunos casos erráticas”, tal como las definieron los dirigentes de la Asociación Argentina del Teatro Independiente (ARTEI) en una reciente declaración, circunstancia que valoriza aún más las virtudes de esa fertilidad que inunda su actividad teatral.

 

En esta nota hablaremos solo del fenómeno de Buenos Aires por ser el que más al alcance de nuestra percepción está, pero sin dejar de considerar que muchos de las características que asume este suceso en la Capital –y sin desconocer las circunstancias específicas que deben reconocerse para el interior- se repiten en algunos casos en todo el país. Para conversar del tema, Cabal Digital convocó a Roberto “Bocha” Perinelli, un dramaturgo que añade a esta condición el mérito de ser un investigador y docente de larga trayectoria en teatro. No sólo por haber trabajado como director y docente durante décadas de la Escuela Municipal de Arte Dramático –por la que pasó en tránsito de formación la mayor parte de los creadores de los últimos treinta años-, haber escrito diversos estudios sobre la especialidad o integrar los jurados más diversos destinados a premiar o evaluar la actividad escénica en todos sus rubros, sino por ostentar un título que ya nadie le discute: el que lo consagra como integrante de la informada e ilustre elite de personas que más van al teatro en la Argentina.

 

“No sé la cantidad exacta de espectáculos que veo, no los cuento, pero teniendo en cuenta la frecuencia con la que concurro multiplicada por el número de semanas que tiene el año, presencio aproximadamente unos 150. Es bastante, casi la mitad o un poco menos de los títulos que se ven al año. Debo asistir con mucha asiduidad porque me gusta pero también porque soy jurado en algunos premios y para cumplir bien mi función tengo que saber lo que se está dando en la ciudad”, comenta Perinelli, quien recientemente estrenó en el Teatro Anfitrión Un hombre amable entró a orinar, un texto excelente y muy bien interpretado, que disfruta de un merecido éxito de público. Nuestro entrevistado es además autor de cerca de 20 títulos teatrales más, entre ellos Coronación, Miembro del jurado, La cena, Landrú asesino de mujeres y Hombre de confianza, entre otros. Es, por otra parte, uno de los impulsores de la Fundación Carlos Somigliana, creada en 1990, con el fin de defender y promover la obra de los dramaturgos argentinos. 

 

¿Qué elementos supone han contribuido a este florecimiento del teatro en la Argentina y en Buenos Aires en particular?

 

Es un fenómeno en el que han confluido varios elementos. Las apariciones del Instituto Nacional de Teatro y de Proteatro en la ciudad de Buenos Aires constituyeron dos fuentes regulares de estímulos y ayudas para desarrollar esa actividad, aunque esas ayudas son a veces tan modestas que podríamos preguntarnos hasta qué punto pueden ser llamadas así. Pero, a pesar de esa limitación, los grupos presentan sus proyectos y saben que en algún momento, si se aprueba lo que proponen, cobrarán un dinero. Lo cobrarán tarde, porque el Estado siempre se hace esperar en sus pagos, pero a la postre esa suma les servirá para algo. Pero hay otro aspecto que influyó de manera notable en este esplendor. Y voy a tratar de ser cuidadoso en lo que digo porque las palabras son traicioneras. Lo que uno nota hoy es una total falta de respeto al teatro en el mejor sentido que se puede extraer de ese término. Falta de respeto que debe entenderse como el permiso para intentar la aventura escénica, desde  luego que partiendo de un piso de formación e identidad.

 

Mi generación viene de un teatro independiente que, a pesar de todos sus méritos, fue muy fundamentalista, dogmático. La idea era que nada de lo que un integrante del grupo hacía en su vida podía superar en importancia al teatro. Ese era un principio sagrado. Para suspender una función tenía que morirse alguien. Como si la actividad no fuera un emprendimiento de seres humanos, sino de penitentes condenados a una misión irrenunciable. Por el teatro había que dejar todo. Te atropellaba un automóvil e igual ibas y hacías la función. Hoy se sigue amando el teatro y se lo hace con responsabilidad, pero de una manera más laxa, se sabe que el mundo no va a dejar de funcionar si una obra no se puede dar.

 

¿Esa falta de respeto incluyó a la figura del director?

 

Sin duda, cierta forma reverencial de tratar a la figura del director también se perdió en la historia. El director de escena era el individuo que daba el okey sobre lo que se podía dar o no dar. El decidía qué se estrenaba o no. Eso cuando te leían las obras, porque a veces los autores se las entregaban y nunca les contestaban. Por esa época, los autores escribíamos nuestros textos en seis copias a máquina, la primera con papel común y las otras con “manifol”, que era un papel de seda muy finito. No existían las fotocopias de modo que para tener varias versiones había que apelar a ese método. Después se  entregaba una de esas copias a un director y había que perseguirlo para ver si nos hacían una devolución, que de concretarse era por lo general fructífera, provechosa. Pero, muchas veces ni leían el texto.

 

¿Cuándo comenzó a decaer la figura del director?

 

Con la democracia. Con la democracia se democratizó el teatro. Todo empezó con ese teatro que hacían actores como Batato Barea y que era más show que teatro. Lo lamentable es que junto con la figura del director se cayó también la del autor. El autor padeció como diez años de exilio interior. La Fundación Somigliana nació precisamente para el estimular la actividad de esa figura tan importante del teatro, que estuvo durante muchos años acorralado, desacreditado y desvalorizado. A nadie le interesaba leer sus obras. Antes, por lo menos, te las recibían, después ni siquiera eso. Situación que en la actualidad se ha superado. Hoy eso no ocurre. Si se mira la cartelera del diario La Nación –que es la que más espectáculos publica- se comprueba que el 80 por ciento del teatro alternativo lleva la firma de dramaturgos argentinos. No creo en la crisis del autor teatral, hay dificultades para estrenar del mismo modo que los actores tienen problemas a veces para integrar un elenco o trabajar. O es difícil conseguir salas, porque en el teatro alternativo hay como 200 salas, pero los proyectos superan largamente esa cifra. Pero, las complicaciones se reducen a eso.

 

Hay muchas salas porque hoy se hace teatro en cualquier lugar, ¿no es así?

 

Es otro de los factores que ha ayudado a esta explosión. Todos los lugares pueden ser hoy día teatralizados. Nosotros, cuando pensábamos en un teatro, imaginábamos un edificio determinado, con ciertas condiciones, un poco más grande o más chico, pero donde el límite inferior podía ser una sala como la del antiguo Payró. Y, de pronto, comenzaron a abrirse lugares muy extraños, diferentes, en algunos casos muy antiteatrales si se los piensa desde una visión clásica. La creatividad, sin embargo, les ha dado a esos lugares una función teatral, algunos tienen escenario, otros no, unos tienen vestíbulo, otros carecen de él, a ciertos  espacios hay que llegar por largas escaleras. Además, antes casi nadie pensaba –solo por excepción se hacía- que estuviera fuera del circuito del centro. ¿A quien se le iba ocurrir hacer una sala en una casa o en un galpón de la calle Humahuaca? Esa falta de solemnidad teatralizó todo. Hay otra cosa que es el trabajo que han hecho las escuelas de teatro, los talleres en general, que consiguieron darle confianza al alumno. Porque conozco casos de gente a la que se le dijo que el teatro era una actividad tan sagrada e importante, y por ese peso, nunca se animó a dar un paso hacia el escenario. Con esa prédica se levantaba frente a ciertas personas una suerte de muro inaccesible, que inmovilizaba, cuando el teatro lo que necesita es atrevimiento. Y esa beneficiosa actitud es la que comenzaron a inculcar casi todos los talleres y escuelas que se dedican a la formación teatral.

 

Cuando habla de falta de respeto se refiere a ese atrevimiento.

 

Tal cual, pero ese atrevimiento no significa casi nunca tomar las cosas a la ligera. Por la experiencia que tengo de mis viajes al exterior puedo decir que las personas que hacen teatro en la Argentina toman muy seriamente su actividad. Si se repasa la lista de las cientos de personas que suben a un escenario se podrá comprobar que difícilmente no hayan hecho en alguna oportunidad un taller o pasado por una escuela. Se le da mucha importancia a la formación. Subirse a un escenario implica un compromiso serio, pero no inaccesible, que hay que tomarlo con responsabilidad, que cuando se acuerda ensayar a determinada hora se cumple, lo mismo que cualquier otra obligación que se contraiga al aceptar el trabajo. Se ha constituido una cultura que, por supuesto, es tributaria de la pasión del teatro independiente, pero más laxa, y limada también por las circunstancias de la vida actual, que por supuesto son muy distintas. 

 

¿A qué se refiere cuando dice eso?

 

En la actualidad, la gente necesita a veces dos o tres laburos para sobrevivir. Aceptemos que el teatro independiente nació en una época donde las personas podían vivir de un solo trabajo. Mi viejo, que jamás tuvo que ver con el teatro, tenía un solo laburo y de eso vivía toda la familia. Y te diría que bien. El teatro independiente surge en un momento en que tener un trabajo en Buenos Aires significaba tener un sueldo con el cual se podía sobrevivir. Ahora, sobre todo los actores, que trabajan con su única herramienta, su cuerpo, tienen que tener dos o tres changas, publicidad, películas, en fin. O trabajos en oficinas, como en la época independiente, con la diferencia de que hoy existe la expectativa de  profesionalizarse, que resulta totalmente legítima, al revés de lo que ocurría en aquella época donde la profesionalización se veía casi como un delito. Hoy son profesionales, lo cual significa que profesan y algunos aun pueden en una obra de teatro alternativo sacarse un sueldito para darse algún gusto. Y punto. No son muchos los que viven plenamente de la profesión. Lo que se afirma para el actor vale también para el director. Y un poco menos para el autor, porque éste tiene más libertad, puede escribir si quiere a las tres de la mañana, que como se entiende no es una hora adecuada para hacer un ensayo.

 

¿La idea de la creatividad tiene relación con aquella habilidad que se les adjudica a los argentinos de solucionar todo con un alambrecito?

 

Si, tiene que ver con eso. Yo leí alguna vez que a Ionesco le habían estrenado varios de sus títulos en teatro marginal de París, donde aún se puede ver La cantante calva y otras obras. Me imaginé un galponcito armado como teatro. Hace poco tiempo viajé a París y fui a visitar ese lugar. Y es un teatro con todos los atributos tradicionales, solo que pequeño, chiquito, no es ninguna casa o depósito forzado a ser teatro.

 

¿Qué tiene que ver el espectador con este fenómeno?

 

Yo admiro realmente al espectador de Buenos Aires, no sólo al de teatro. Es un espectador fiel que va al teatro, a la ópera, a los conciertos de música, a los conciertos de rock donde hay 50.000 personas. No ocurre en muchos lados, por lo menos en esta proporción. Es un espectador apasionado. Por ejemplo, un pibe al que le gusta el rock tiene sus categorías y cuando viene “su” grupo se mata por ir a verlo. Por ahí se gasta la mitad o más del sueldo para asistir a un recital. Uno se pregunta: ¿por qué un tipo que va al San Martín y se sienta en una butaca cómoda y ve su espectáculo con calefacción o refrigeración, después va a un teatro donde se sienta mal, se muere de frío de calor, y va? Es la misma persona, o casi la misma. Me parece que ese enamoramiento que se produce con el espectador, entre otros rasgos, se debe a que estamos haciendo un gran teatro. Y esto lo digo con entera convicción y lo he firmado en algún artículo. Esto no quiere decir que todo lo que se hace es bueno, pero estamos haciendo un gran teatro, estamos haciendo un teatro de mucha calidad. Esa calidad se nota muy especialmente en las actuaciones. Es  muy raro encontrar una mala actuación entre tantos espectáculos. Se pueden encontrar actuaciones de seis o siete puntos, no tan buenas, pero difícilmente se verá una actuación de tres puntos. Con actores que a veces no tienen ninguna repercusión mediática, los conoce nada más que la madre y la tía.

 

¿Este florecimiento corre algún peligro?

 

Sí, creo que corre el peligro de la saturación. Yo no sé si el mercado –y uso esta palabra a pesar de saber que está desacreditada- puede aguantar tanto, porque las salas siguen creciendo. En Buenos Aires, solo en el circuito alternativo (no hablo ya del comercial ni del oficial) debe haber unas 200 salas. Y están creciendo de una manera exponencial.

 

¿No hay riesgo de que con tanta cantidad se comience a producir cierta repetición?

 

Sostener una carrera es muy difícil. Siempre se corre el riesgo de repetirse, de aburrir, de paralizarse. Admiro mucho a la gente –y no voy a nombrar a nadie porque no quisiera nombrar a alguien y olvidarme injustamente de otro- que abandonaron lo que habían estado hecho bien para introducirse en una aventura distinta. En algunos casos les fue bien, en otros mal o regular, pero no trataron de quedarse en el terrenito que habían conquistado y que de alguna manera los tranquilizaba. Eso es muy meritorio. Me parece que una de las actitudes que debería tener un artista es esa: correr una cuota de riesgo.

 

Esa última actitud habla de un camino que se hace en forma permanente. ¿Usted como dramaturgo debe haber experimentado esa opción?

 

Desde luego, el camino se hace al andar y uno experimenta, descubre formas que incorpora y desecha otras. Yo cuando escribo una obra de teatro trato de que tenga algo diferente de lo que he hecho antes. A veces me sale bien, a veces no me sale tan bien. La última que estrené, Un hombre amable entró a orinar, quiso mostrar la historia de dos personajes, un hombre y una mujer, donde el sexo no juega como factor de relación, que suele ser lo más habitual. Quise trabajar con el costumbrismo, porque creo que el anatema que había crucificado al costumbrismo se está demoliendo. En los setenta había un estigma apriorístico sobre el costumbrismo, aunque lo que se hiciera estuviese bien. Te encasillaban en un lugar y para salir de allí era complejísimo. Oscar Viale, que hacía siempre un costumbrismo con una vueltita de tuerca más, fue una víctima de ese encasillamiento. Y ahí ejercía una acción malsana la crítica frente a un campo teatral muy débil todavía y que después se fue robusteciendo, pero sufrió el corte abrupto de la dictadura. Por eso digo: escribir es un desafío de vida donde uno se impone la tarea del creador que asume riesgos, sino seríamos todos dramaturgos, pintores, cantantes, etc.

 

¿Hay algún punto de llegada a esa continua experimentación?

 

Bueno, no hay una respuesta única para eso, depende de cada creador. En lo personal creo que cuando se llega a cierta edad –y yo ya he cumplido 71 años- ya se han asentado una serie de inseguridades, de comprensiones sobre las dificultades con las que se suele chocar. Y entonces, y con toda libertad, se empieza  hacer lo que suponemos nos resulta más agradable y nos representa mejor. Si se es un gran artista el margen para avanzar es mucho, si es  un hombre o una mujer talentosos, con una carrera interesante, tal vez lo que queda como esperanza es que dentro de algunos cientos de años merecer algunas líneas dentro de la historia del teatro argentino

 

Ahora, ¿qué difícil debe ser para el autor sorprender siempre, no?

 

En alguno de los muchos libros que leí en mi vida recuerdo dos frases que se me quedaron grabadas como axiomas. Una es: el problema no es la primera obra sino la segunda. Y la otra, que tiene que ver con la literatura, pero vale también para el teatro: escribir siempre está bien, lo que no indica que hay que publicar siempre. Se escribe, luego se ve que se publica o estrena. Con Mauricio Kartun (con quien durante años di clases de dramaturgia en la EMAD) tratábamos de inculcarles a los alumnos la necesidad de escribir con regularidad, establecer horarios aunque fueran inverosímiles y cumplirlos. Ese horario es sagrado para escribir y nada lo puede perturbar. Después se decide si lo escrito se muestra o se tira a la basura. 

 

¿Existe hoy más público que el que había en el teatro independiente?

 

Es difícil de comparar, se están midiendo 200 salas contra 10. Está bien que las 10 del teatro independiente daban funciones de jueves a domingo. Siempre doy un ejemplo que me parece válido. Toda mi vida he ido mucho al teatro. Hace muchos años atrás me  pasaba con cierta frecuencia de ir a un teatro y ser testigo de que se suspendía la función porque había pocas personas. Hoy voy a lugares, muchos de ellos insólitos, y nunca me vuelvo a mi casa porque la función no se hace. Bueno, tal vez algunas funciones se aseguren el público con la asistencia de los novios, las novias, los tíos, las sobrinas. Está bien, pero antes esa gente tampoco iba. Yo invitaba a mis amigos y me contestaban: está bien, te llamo. Y no llamaban jamás. Existen además  acontecimientos –será por esnobismo o lo que sea, no me importa- que el público no se quiere perder y  asiste a ellos aunque sea para decir después que no era para tanto.

 

El tema es el hábito. Si un individuo sale con su esposa y en la agenda tiene, entre diez de sus posibilidades, la de ir al teatro, ya es un triunfo. Que lo tenga como expectativa es lo que está bien. Después hay obras que son para los habituales, los teatreros que manejan cada vez más ciertos códigos. Se ve a mucha gente que está asimilando los códigos del teatro, como antes fue asimilando los del cine. Y se ve un teatro para muchos gustos, para los más exigentes pero también los más clásicos. Y ningún público en general es defraudado. En estos días, las salas comerciales, por ejemplo, exhiben un teatro fantástico. No experimentan, trabajan sobre lo que ya está probado y consolidado, pero lo hace tan bien que el público disfruta los  espectáculos desde que comienzan hasta que terminan.

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