The Square

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The Square. (Suecia/Alemania/Francia/Dinamarca, 2017). Guion y dirección: Ruben Östlund. Fotografía: Fredrik Wenzel. Intérpretes: Claes Bang, Elizabeth Moss, Dominic West, Terry Notary. Duración: 142 minutos.

         Desde hace ya algunos años, los espectadores aficionados al cine europeo, siguen la trayectoria de un realizador sueco, Ruben Östlund, que, por lo menos, desde el largometraje Involuntario (2008) –aunque antes ya había filmado otros-, viene los sorprendiendo con un cine muy provocador, pero a la vez de alta calidad y muy incisivo en la crítica de la moral occidental contemporánea. De alguna manera, The Square, una sátira ácida y muy inteligente, que despanzurra la impostura de los ciertos popes del arte contemporáneo y arremete contra la hipocresía de una sociedad políticamente correcta pero amputada de sensibilidad, confirma lo que ya había instalado como estilo cinematográfico propio en Fuerza mayor: la traición del instinto (2014), Play (2011) o Incident by a Bank (2009). Como Östlund dijo en una entrevista a una publicación española, su nueva película tiene un marcado aire surrealista, que responde a las claras a su confesada admiración por el cine de Luis Buñuel, a la vez muy reverenciado por quien fue su profesor, el otro director sueco Roy Andersoon (Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia). Según Östlund su película debió llamarse El discreto encanto de la burguesía, pero ese título, que habría sido perfecto, ya lo había registrado para su conocido film homónimo el mismísimo Buñuel.

        La historia central de esta película, que este año recibió en el Festival de Cannes la Palma de Oro (ya en 2008, en la sección paralela de esa misma muestra, el Certain Regard, había recibido el premio al mejor film por Involuntario), gira en torno al director de un museo de Estocolmo como eje de varias subtramas. El nombre de este es Christian (el danés Claes Bang), un artista moderno cuyo propósito, además de tener una buena vida y llevar adelante la programación y curaduría de ese museo, es hacer una instalación en ese edificio –una suerte de cuadrado ubicado en el suelo y delimitado claramente por líneas blancas e iluminado con luces de neón- en cuyo interior la gente puede ingresar para eliminar, presuntamente, todos los miedos y prejuicios respecto a lo que considera ajeno, extranjero. Es como un gesto altruista en lo artístico, que él siente apropiado para la consolidación de los valores de la convivencia dentro de su sociedad.

       Pero tanto humanismo teórico se desmorona rápidamente ante la primera dificultad que enfrenta este individuo al ser despojado de su celular y su billetera en un confuso incidente callejero. Frente a esta circunstancia, y por consejo de su asistente, rastrea a través de un dispositivo de búsqueda el lugar donde viven los supuestos saqueadores y envía cartas amenazantes a distintos vecinos pidiendo que le devuelvan sus pertenencias a quien haya sido el responsable de su atraco. Este conflicto lo enfrenta a un niño musulmán, que lo busca para increparlo y decirle que esa carta llegó a su casa y sus padres lo acusaron de actuar mal cuando él no hizo nada. En este conflicto, el director del museo muestra su faceta más racista y animal, el instinto de superioridad que le confiere el ser un hombre blanco y poderoso en esa sociedad donde todo puede ser muy civilizado, pero los límites de clase son los límites de clase. Östlund ha dicho que, en esta trama, él quiere demostrar hasta qué punto todos los valores políticos y éticos, que una sociedad promueve como correctos, suelen a menudo naufragar ante el menor peligro de los intereses personales de sus integrantes y el descontrol de sus instintos que eso suele provocar.

      No termina, sin embargo, allí el afán satírico del realizador. El día en que el museo agasaja a sus grandes sponsors y personalidades de la burguesía local ligada a la institución, Östlund juega una última escena que aparece, primero como un juego simpático y original, pero que se termina convirtiendo en una situación de feroz violencia, que muchos han considerado incluso un golpe bajo que podría haber evitado, pues ya estaba todo bastante claro en la película. Un actor, imitando a un mono, circula por las mesas provocando levemente a los asistentes que, aunque incómodos, al principio lo toleran, pero luego se acerca a una mujer y literalmente intenta violarla, lo que produce un descomunal y alboroto entre los presentes, escenas de terror y cobardía, y luego la agresión masiva al atacante. Mientras llega a este colofón, el realizador sueco dedica abundante tiempo del a divertirse con los entretelones de la vida institucional del museo, su background, que muestra algunos ejemplos de patente imbecilidad entre sus funcionarios y personajes contratados, entre ellos unos incompetentes especialistas de marketing que, para atraer al público al nuevo espacio que se quiere inaugurar, proyectan un video en el que se ve a una niña rubia mendiga explotando por el aire, hecho que produce la viralización del documento y una verdadera ola de repudio en las redes sociales.

         También Östlund se burla de la oscura retórica de algunos de los representantes del arte contemporáneo que ese museo, entrenados en la repetición de un discurso vacío y lleno de falsificaciones. La escena que más refleja esta situación es la entrevista que una periodista norteamericana (la estupenda Elizabeth Moss, al que el espectador habrá visto en las series televisivas como Mad Men o Top of the Lake) al propio Christian, a la que éste responde dos preguntas con unas salidas tan crípticas y huecas que nadie entiende. Desde luego, el mundo de ese tipo de museos, su frivolidad absoluta y su única finalidad de realizar buenos negocios económicos, no deja de ser una metáfora bastante nítida de la actual sociedad occidental, un mundo tan desconectado de los verdaderos problemas que sufren muchos de los seres que conviven a su lado en la vida real, que sus discursos irritan por el alto grado de cinismo que los caracteriza. El conjunto del film dura dos horas y veinte aproximadamente –la versión original tenía tres horas, que fueron reducidas para la proyección en Cannes-, de modo que el director se da toda clase de gustos y no se guarda nada de lo que quiere decir, aunque a veces sea demasiado explícito. Esta duración, en algunos pasajes, hace sobreabundante la historia y algunas secuencias demasiado lentas. Pero, bueno, ese es su estilo. Y más allá de eso no se puede negar la calidad general del trabajo y la vitriólica denuncia que golpea sobre las malas conciencias contemporáneas.

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