Tita y Nené. Bombones para un entierro

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Tita y Nené. Bombones para un entierro. Obra teatral escrita y dirigida por Alberto Cattán. Elenco: Graciela Baduán, Paula Rubinsztein y Marcelo Bello. Escenografía e iluminación: Alejandro Arteta. Diseño sonoro: Miguel Ortiz. Asistente de dirección: Marcelo Risatti. En el teatro No Avestruz, Humboldt 1857, CABA, los domingos a las 20,30 horas.

 

En una vieja casona de Parque Patricios, dos hermanas que han pasado los cincuenta años, regresan del entierro de los restos de su madre. Es un mediodía del 16 de junio de 1955, día en que se produjo la masacre de Plaza de Mayo por el bombardeo de los escuadrones de la aviación naval que intentaban derrocar al gobierno de Juan Domingo Perón. La mayor de las hermanas, dos años más grande que la menor, es baja y un poco contraída por un jiba que le sobresale en la espalda desde nacimiento. Su nombre es Tita. La otra, una mujer alta y esbelta, Nené, es alguien que ya ha entrado en el ocaso de un antiguo esplendor, pero que mantiene aún vivos algunos fulgores de aquella belleza. Ambas solteras, y a esa altura de la vida condenada a “vestir santos”, son no obstante muy distintas, no solo en lo físico, sino en su pensamiento y en sus aspiraciones en la vida. 
      
Tita es más humilde y ha trabajado siempre en su casa. Solo estudió hasta cuarto grado y, según le recuerda a su hermana, la madre la escondía de los vecinos porque le daba vergüenza mostrarla. Durante el gobierno de Perón le han dado una pensión por discapacidad y ella le agradece al líder ese beneficio que le ha permitido vivir mejor, pero sin lujos. Nené es más instruida y cree, de acuerdo con lo que dice, en el socialismo, incluso citando a Gramsci, pero como una persona de clase media que aspira a ser más en la escala social y desprecia a la gente pobre, sostiene pensamientos que Tita define como “gorilas”. Toda la primera parte de la obra se despliega sobre un tejido de cruces entre las hermanas, que recuerdan los hechos del pasado de diferente forma. A Tita le gusta evocar sin pelos en la lengua lo que han sido las miserias y defectos de su propia familia, incluyendo en este balance a su hermana y a su madre. Nene, que ha tratado siempre de ocultar las cosas y de esconder sus defectos y debilidades, la acusa de fantasear.
      
Esta disparidad se acentúa más tarde cuando la discusión se torna política y allí entonces ninguna de las dos mezquina epítetos para calificar a la otra. Esta pulseada es solo interrumpida en dos ocasiones por la presencia de un húngaro que fue soldado en la última guerra y que en su segunda aparición tiene como una especie de ataque porque oye sonidos de los bombardeos en Plaza de Mayo, que le evocan a los que el atravesó cuando estaba en el frente. En el final, la obra, que recorre todo este camino en medio de verdades cortantes pero a cada paso atenuadas por el humor, en especial por las salidas urticantes pero graciosas de Tita, se precipita en una situación demasiado radical, tal vez algo inmisericorde para esas criaturas, como si el autor creyera que el grotesco, que oscila entre lo cómico y lo trágico, debiera siempre e inevitablemente terminar en este último polo. Su opción es legítima –y en lo social es indiscutible que el país iniciaba a partir de esa fecha un camino hacia lo trágico que todavía perdura-, pero, aun usado como metáfora, este epilogo en la obra suena un poco excesivo. 
      
Lo valioso de este espectáculo, montado por un director fogueado como Alfredo Cattán, de larga trayectoria en el medio y autor de otros textos como el de Pugliese y Darienzo, por ejemplo, es que nos habla de los estigmas de un pasado que la Argentina no ha logrado aún superar y que cada tanto repite con fórmulas y visiones que nos llevan una y otra vez a las mismas encrucijadas. Y de las que después cuesta un esfuerzo sobrehumano salir, sobre todo entre los que menos tienen, entre los más humildes. En ese sentido, los diálogos tienen mucha vida y actualidad y no pueden menos que hacer reflexionar a los espectadores acerca de lo que se dice. El director cuenta como apoyo inestimable para llevar adelante su trabajo con dos actrices de mucha enjundia, que saben dar perfecta forma a dos personajes muy diferentes y establecer un contrapunto entre ellas muy efectivo y uno de los puntos altos del texto. En el caso específico de la Tita de Paula Rubinsztein, la composición es, además, entrañable. En cuanto al húngaro de Marcelo Bello, su aparición en el momento en que sufre un fuerte shock al oír los sonidos de los bombardeos a Plaza de Mayo cumple con la función dramática de aclarar que ahora la guerra se ha instalado aquí, pero en las otras intervenciones su jerga se entiende poco y nada, obstáculo que en el libro se salva porque el escritor traduce lo que quiere decir. Pero en la escena hay pasajes que, aunque no tengan mucha importancia desde la óptica de la obra, quedan bastante oscuros. 
                                                                                                                                                   A.C.

 

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