Entrevista a Pompeyo Audivert

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Director, actor y docente de larga y muy rica trayectoria, Pompeyo Audivert es uno de los creadores más atractivos que ha dado la escena argentina en los últimos 25 años. Desde su conversión en una figura familiar en el medio, a finales de la década de los ochenta, sus múltiples trabajos, combinando la actividad de intérprete con la de puestista, han sido siempre garantía de calidad en un proyecto teatral. En esta ocasión, el artista conversó con esta revista sobre su montaje de la obra Muñeca, de Armando Discépolo, y las distintas formas de encarar un clásico. Un diálogo imperdible. 

    Coherente con una poética que viene experimentando a lo largo de un trabajo de muchos años, audaz y riguroso en sus planteos escénicos, pero sensible también a las desgarraduras, injusticias y alienaciones que sufre el hombre en su paso por el mundo, Pompeyo Audivert ha instalado, como director teatral, actor y docente, un sello estético en el medio que es propio e inconfundible. Gran parte de esos rasgos artísticos se expresan como en una pequeña exposición condensada en su actual puesta de Muñeca, un clásico de Armando Discépolo que en estos días se representa en el Centro Cultural de la Cooperación. Elogiada por la crítica y muy aplaudida por el público, el montaje de esta obra, en una versión libre elaborada por él mismo y dirigida en colaboración con Andrés Mangone, provoca en el espectador un verdadero regocijo por su calidad y por los variados y profundos sentidos que el trabajo pone en movimiento.

    Además de seguir con las funciones de esta versión de Muñeca en la sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación, Audivert estrenará en breve otro espectáculo: El Urdaestallido, una suerte de varieté que tiene como base distintos textos de Alejandro Urdapilleta. Se verá en el Centro Cultural Paco Urondo. Pero no terminan allí sus trabajos de estos meses: otras dos obras dirigidas por él se ofrecen en Buenos Aires: Las mulitas, en el Camarín de las Musas, y El cadáver detrás de la pantalla, en su propio estudio. Para conversar sobre la puesta de Muñeca en especial, pero también de diversos temas conexos con el teatro, Revista Cabal lo entrevistó días pasados en su estudio porteño de la calle Santiago del Estero. Lo que sigue es una síntesis del diálogo mantenido en esa ocasión. 

¿Por qué deseabas tanto, como dijiste, hacer la obra teatral Muñeca, de Armando Discépolo?
Hace 20 años, cuando era más joven, me gustaba mucho el personaje desde el punto de vista de la actuación. El personaje de Anselmo es sumamente interesante. Es, hablando desde lo físico, un monstruo, una persona que ha nacido horrible de cuerpo y de cara; y también un terrateniente poderoso que vive en una casa que es como un microcosmos del país, rodeado de una corte de parásitos y aduladores. Este personaje está al mismo tiempo perdidamente enamorado de una jovencita que le han entregado y que lo rechaza, por lo cual su situación es totalmente trágica. Se trata pues de una criatura dramática muy atrayente para cualquier intérprete. Y por el tipo de actor que soy siempre me gustó. Pero en esa época no tenía la edad para hacerla.

Hoy sí la tenés.
Sí, pero ahora no me interesa tanto el personaje, que igual me sigue resultando extraordinario, como las cuestiones teatrales, poéticas y metafísicas que el material permite poner a funcionar. Hace muchos años que desarrollo en la escuela teatral que dirijo una investigación sobre la teatralidad como suerte de máquina escrutadora de los temas metafísicos vinculados a la identidad profunda del ser individual y colectivo. Eso, junto al estudio de distintos procedimientos escénicos que me gustan mucho y que expresan la teatralidad tal como la concibo. Muñeca es, en ese sentido, una pieza que se ajusta a la perfección a estos objetivos y permite poner en juego todos esos mecanismos e ideas que tengo sobre el teatro.

¿Y cómo sintetizarías el asunto por el cual hoy elegís la obra?
Me parece que es por la posibilidad que ofrece la obra de mostrar la frontera entre la identidad sagrada y la identidad histórica. El teatro hace esa jugada, es el mecanismo o la máquina por excelencia de investigación o intensificación respecto de las preguntas existenciales básicas: quiénes somos, dónde estamos, qué estamos haciendo, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Y, básicamente, el cuerpo del actor es una especie de máscara que media entre esas dos identidades del ser individual y colectivo. La que uno dice ser en los aspectos históricos a través de su cuerpo físico y la que uno intuye ser, internamente, como un extraño viajero del tiempo en las reencarnaciones que asume lo humano en distintas circunstancias históricas. Esa es la identidad sagrada, la del alma o el espíritu. Y pienso que en Muñeca ese es un tema que está muy a la mano. Anselmo tiene incluso textos frente al espejo donde dice no sentirse esa figura que el espejo le devuelve. “¿Quién es ese?”, se pregunta. “No, yo no soy ese, soy otro.” Y esa situación lo condena a un tormento infernal, a no reconocerse. Es un tema muy atractivo y humano. Cuantas veces nos miramos frente a un espejo y nos sentimos extraños ante la imagen que se refleja. Uno siente que es mucho más que eso, pero a la vez ese es el borde de la identidad histórica, la que nos provee lo físico.

Pero ese tema de lo monstruoso excede en tu puesta la idea de la tragedia personal, ¿no es así? 
Sí, la obra reverbera o permite referir cuestiones ligadas a la tragedia nacional. La casa donde trascurre la historia que cuenta esta pieza es una especie de micropaís, como dije. Y Anselmo una especie de Frankestein histórico que representa a todos los líderes del país, a los buenos y los malos (ahí entran Yrigoyen, Perón, Falcón, Uriburu y hasta Videla). Entran todos en ese cuerpo monstruoso que no los puede contener y que está ahí sosteniendo el poder y a esos parásitos que lo rodean y lo adulan, mientras quiere poseer a una chica joven que nunca podrá tener. Es toda una metáfora sobre el país y su historia. Con una idea en la puesta que alude a un ciclo que se reinicia una y otra vez. Empecé la obra donde termina. Es como si todo volviera a empezar de nuevo. Al iniciarse la representación, Perla, el personaje que hace Mosquito Sancineto, dice: “Sonamos, ahora empieza todo otra vez”. Y Chiquilín le contesta: “Pero qué problema hay Perla, seguimos acá. ¿Tiene algo mejor que hacer?” Como si no se tuvieran algo mejor que hacer que seguir representando cíclicamente esa tragedia.

Vos definís a este trabajo como una versión libre de la obra de Discéplo. ¿Hasta dónde es posible intervenir un texto clásico, si es que hay una medida?
Con estos autores tan potentes y atractivos como Discépolo, que forman parte de una identidad mitológica de lo teatral, hay que proceder con mucho cuidado. Creo que lo primero por hacer es diferenciar lo que es una parasitación del material del que se parte  de lo que yo llamaría su mestizaje. Parasitar una obra significa que el adaptador, el director o quien sea se vale de su cuerpo textual para hacer con él lo que quiere, extinguiendo así su estructura y sus asuntos poéticos de base. Nosotros hicimos un mestizaje, que un procedimiento distinto, es una forma en la que el material tratado sigue irradiando su vitalidad y su sentido poético. Y en este caso lo que hice fue respetar mucho la estructura e insertarle a su favor ciertos textos y mecanismos de puesta que permitieran a la obra desbordar hacia asuntos de esta época y hacia otros confines que para mí laten en su estructura y no han sido puestos de manifiesto.

¿Por ejemplo?
La voz de Muñeca. Decidimos ponerle a ese personaje una voz que hable, no como en el texto original donde apenas dice algunas palabras y es más que nada una víctima de un mundo misógino. Acá pusimos en su boca unas palabras de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio, que dan cuenta de una naturaleza sobrenatural de Muñeca. Ya la misma palabra “muñeca” dice algo: es un mecanismo, una mezcla de mujer y de máquina, pero a la vez ligada a la naturaleza. A través de los textos de Marosa se la ve venir como de un paisaje desbordado y bien originario de lo natural. Es como una especie de diosa. Eso me parecía que había que hacerlo para ponerla a salvo del peligro de ser vista solo como un objeto, que es la imagen que está planteada en la obra original. Ella tiene en sus textos una dimensión que es muy superior a la que tienen los otros personajes. 

¿Y los textos que se incluyen relacionados con el contexto político de la época?
En ese caso insertamos textos relacionados con la época en las conversaciones políticas mantenidas por los personajes en la obra original. De una manera muy cuidadosa. Cualquiera que ve la obra no se da cuenta de que está cruzada por textos nuevos, que hay inserciones. La estructura es tal cual, pero hemos introducido fragmentos, cruces que no contradicen en nada el sentido que puso a funcionar allí Discépolo. Los textos de Anselmo y de Chiquilin son los mismos del libro original. Los textos de Nicolás han sido en gran parte agregados para dar cuenta de una locura más desbordada. Nos hemos animado a todo eso a sabiendas de que era posible. Por eso hablo de mestizaje. Con un material como éste sentía que era lo que correspondía hacer.

¿Y qué nos podés decir respecto a cómo pensaste la puesta?
Yo investigo mucho en mi escuela en términos de puesta en escena, de composición de lo que llamaría el cuadro escénico. También respecto de la composición físico-expresiva de los cuerpos en sí mismos. De modo que tengo una serie de procedimientos relevados o que son de mi interés estético, que siempre pongo en movimiento. Me importan la composición de los colores y la de los cuerpos en el cuadro y en el desarrollo espacial. También me interesan las dinámicas de movimiento del cuadro, porque éste va adquiriendo una mecánica de despliegue a través del avance del texto. Todos esos mecanismos los tengo en pie y los pongo en juego en mi investigación. Y esta obra me ha interesado en especial porque es familiar a esos mecanismos. Esos procedimientos escénicos son parte de un lenguaje formal que está en desarrollo en mi estudio, en mi cocina, que es donde investigo, e integran una gramática que me pertenece, que manejo.
Y los usé sin dañar la obra, sino, por el contrario, poniéndolos a favor de sentidos que ya contiene y que son pasibles de ser desatados como condiciones existenciales-poéticas del material.

¿Por qué también las llamas poéticas a esas condiciones?
Porque el espectador ve una escena o la obra y las asociaciones que se le despiertan no son solamente unilaterales o de un solo nivel, sino que son de muchos niveles a la vez y que no compiten entre sí. El espectador observa a los actores y puede decir: estos son personajes que están actuando para pasar el tiempo y para sostener una realidad que se viene abajo. Y que con esa farra permanente mantienen a Anselmo distraído, como si fuera el diario que le escribían a Yrigoyen. Pero también pensar: es un grupo de actores que hace esto todas las noches para no morir. Y también que esa casa de los años veinte del siglo pasado es ese microcosmos del que hablamos. Y todos esos sentidos se van sumando, ninguno anula al otro, sino que, en esa especie de coexistencia, de trenzarse entre sí, desatan eso que llamamos la visión poética, un plano de multisignificación simultáneo visto desde un punto.

¿Por qué hablas de multisignificación?
Claro, porque la obra no es representativa, en forma estricta, del corte histórico que le dio origen. Y no habla tampoco de un solo nivel, no es que quiere ser una sola cosa. Lo que quiere es dejar grietas abiertas por donde se filtren otras identidades y pertenencias de los seres que están ahí y que no son solo lo que dicen ser, sino también unos actores, unos fantasmas. Y eso debido a que hay también una identidad fantasmagórica que todos los seres tenemos. Cuando se va al teatro, más allá del escándalo que produce el fenómeno teatral en sí mismo, lo que se mira es un cuerpo que se está haciendo pasar por otro. Ese hecho implica una reencarnación. Y ese es el verdadero y gran escándalo. Detrás de Hamlet, Antígona, Muñeca, lo que está es esa máquina de los actores que están haciéndose pasar por otros, donde el espectador ve algo que siente familiar, siente también él haber sido otro y experimentado que el cuerpo es una suerte de identidad sustituta o provisoria. Una identidad que no es definitiva ni anula a las otras, que también pueden vibrar en uno. La idea de la otredad. Es como la gran intuición. Por eso el teatro es el arte que más se acerca a esa intuición y el arte más metafísico.

Vos utilizas una expresión que es la de “piedrazo en el espejo”. ¿A qué te referís con eso?
Es un concepto que manejo y que desarrollo en un libro que estoy escribiendo. Y que ilustra lo que quiere expresar mi poética teatral. En general el teatro suele ser mostrado como un espejo, algo que refleja igual lo que sucedería en la realidad. Y lo que está faltando hoy es un piedrazo en el espejo, no para extinguir la idea del reflejo, sino para trizar la estabilidad con la que generalmente se nos presenta. Porque el problema del teatro a veces es que se confía en hacer solamente un espejo lineal, mimético de la realidad. Y entonces los personajes creen ser la máscara y no hay ninguna duda acerca de la realidad que se representa. No se hace la operación más significativa de lo teatral que es usar la máscara, el espejo, como superficie de inscripción de una rasgadura que fragmente eso, que lo rompa, pero que no lo pierda y permita ver que detrás de eso hay otra cosa. El concepto de “piedrazo en el espejo” es una forma sintética de hablar del fenómeno de la teatralidad poetizante, aquella que no se solaza ni se conforma con el espejismo histórico, sino que va más allá, quiere calar más hondo.

¿Qué es ir más allá?
Realizar aquello a lo que debe aspirar una verdadera poética teatral: señalar a la máscara y el espejo como una falsedad, como algo que oculta finalmente otra cosa. Eso es lo que me llama la atención hoy. La gente vive una gran excitación que la lleva al teatro, pero éste reduce su operación a plantear un espejismo, a poner la realidad tal cual es. Los actores actúan siempre de acuerdo con lo histórico, todos igual, salvo que se los vista distinto por aludirse a otra época. Se mueven igual, hablan igual, todo igual. Entonces ¿para qué estaría el teatro? De ese modo se pone al servicio del poder, de cierto inmovilismo. Creo que hay que devolver al teatro algo que le es propio y es ese sentido profundo de averiguación existencial ligado a la identidad y a la pertenencia. ¿Quiénes somos, dónde estamos, qué estamos haciendo? Utilizar esa máquina maravillosa de la comunidad que es el teatro para no atacar el nivel de alienación de la realidad que se vive hoy es como homenajear lo que existe y nos devora. Es dejar que la apariencia de las cosas clausure esa gran operación metafísica que permite el teatro: ver que hay detrás de cada máscara.

                                                                                            Alberto Catena