Entrevista a Ricardo Forster

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   A pocos días de que salga a la venta su nuevo libro, La repetición argentina. Del kirchnerismo a la nueva derecha, el conocido ensayista e investigador de la Historia de las Ideas, Ricardo Forster, conversó con Revista Cabal.

Forster habló sobre su nuevo trabajo y explicó que es un intento de analizar la actual etapa de restauración neoliberal que vivimos los argentinos. Y de repensar que significó y dejó el kirchnerismo, además de descifrar qué cosas ocurrieron para que se produjera ese retorno. El texto examina también la particularidad del neoliberalismo: qué tipo de subjetividad genera, cómo es su despliegue y cómo se constituye su hegemonía. Y qué tramas profundamente ligadas al sentido común y a la captura de la conciencia social va tejiendo. Forster comentó además que el libro habla de repetición aludiendo a cierta estructura cíclica en la sociedad, que provoca un retorno de una derecha liberal con características propias y al mismo tiempo heredadas. Lo que sigue es una síntesis de la charla mantenida con él a principios de noviembre.

¿Cuál sería la diferencia, en tu opinión, entre la actual etapa del neoliberalismo y la de otras épocas históricas del capitalismo?
En términos históricos, durante gran parte del siglo XX, y en alguna medida desde la segunda mitad del siglo XlX, el capitalismo, en su propia expansión, se confrontó con un otro que surgía de sus propias entrañas, pero que le planteaba un más allá del capitalismo bajo ese gran mito de la modernidad que fue la revolución. Y, dentro del mito de la revolución, estaba la clase obrera, que surgía del propio capitalismo y era la encargada de derrocarlo. Entonces, durante prácticamente siglo y medio, la escena planetaria estuvo determinada por una confrontación donde una de las partes era expresada por tramas identitarias que perseguían un objetivo que era externo al capitalismo, se ubicaba afuera del capitalismo, bajo la forma de la revolución, fuera eso el socialismo o un más allá del capitalismo. Me parece que en los últimos treinta o cuarenta años, producto del derrumbe de la Unión Soviética, de la crisis de las izquierdas y de la expansión planetaria del neoliberalismo, que es una forma mucho más radical en términos de la expansión del propio capitalismo, se ha generado como una ruptura de esa dimensión del afuera para que todo quede adentro. Hay que pensar al capitalismo como siendo portador de una interioridad que ha sabido devorar a su propia crítica, a su propio opuesto.

Lo cual plantea, sin duda, una serie de nuevos problemas e interrogantes a resolver.
Plantea una serie de dificultades. No nos enfrentamos con un sistema que tiene un contrario sino, en todo caso, con un sistema que puede implosionar desde adentro. Pero, habrá que ver cómo se va a dar eso. A la vez, este capitalismo  ha desarrollado estrategias para imponer las formas de definición de los sujetos y las tramas que constituyen a las identidades. Vivimos en un tiempo donde lo fluido, lo evanescente, lo fugaz, son dominantes. La cristalización y el largo plazo parecen cuestiones. Todo eso nos ofrece otro tipo de época y de humanidad. Se ha producido una profunda transformación en la esfera del gusto, de la percepción de la realidad, en el ámbito de los discursos, en el terreno de la comunicación y los medios audiovisuales, que han experimentado una expansión impresionante. Estamos frente a una realidad distinta.

En estos días escribiste un artículo sobre el Palacio de Cristal construido en Gran Bretaña Europa en 1851 como expresión emblemática de la expansión del capitalismo – que luego se incendió- y lo relacionabas con sueños de ese sistema que aún perduran.
La figura del Palacio de Cristal puede llegar a ser una metáfora extraordinaria de este tiempo. Representa esta idea de la sociedad-invernadero. Una humanidad –una porción de ella, en verdad- que vive en un ambiente climatizado, donde el centro de su vida es el consumo, y dentro de esa lógica el futuro no es más que una expansión consumista del presente. Mientras que en la modernidad clásica, en esos tiempos de confrontación dentro de la sociedad burguesa, el futuro era imaginado como la tierra de realización de una promesa igualitaria. Eso ha quedado en gran medida, no definitivamente borrado o clausurado, pero sí puesto en cuestión.

En ese artículo se habla también de cierto regreso al sueño capitalista de la poshistoria, que plantaba Fukuyama no hace mucho.
El fantasma de la poshistoria habita al capitalismo casi desde sus orígenes. Está en Hegel. De alguna manera, aunque  bajo otra lógica, está en Marx. Cuando él piensa la revolución lo hace también como culminación de todo un período histórico y de entrada en otra escena de la vida humana y social. Obviamente, que de la profecía de Fukuyama del fin de la historia hemos salido  por el lado de un momento muy perverso de la sociedad contemporánea, hemos atravesado crisis de niveles extremamente complejos. Desde mediados de los ochenta, que es la época en que comienza la hegemonía del neoliberalismo, se producen cada determinada cantidad de años etapas de dificultad y de crisis. Es más: todavía estamos bajo la irradiación de la crisis del 2008. Pero lo cierto es que, al mismo tiempo, esa expansión viene acompañada por una reformulación de las relaciones sociales, de las formas de conciencia, de la estructura del lenguaje, del sentido común, de aquello que definíamos como la lengua política. Todo está siendo conmovido, atravesado y redefinido por la expansión neoliberal.

Todo eso, incluso, ha permitido un asentamiento a menudo prolongado de las mentiras.
Es que, además, se ha producido un maridaje entre la realidad y la ficción. La posibilidad de discernir entre la esfera de lo real y la esfera de la fabulación es muy difícil. Cada vez más, nuestra percepción del mundo está absolutamente mediatizada. Y en esa mediatización el afuera y el adentro, el lenguaje que viene del espectro audiovisual y la percepción propia de la realidad, se confunden. Entonces, el sentido común no es un otro respecto a ese dispositivo sino que se construye en el interior de ese dispositivo. De la misma manera que cuando hablamos de la opinión pública, en realidad hablamos de la fabricación de ella. Ahí está también un poco la dificultad. Y uno podría decir que eso está en el origen de la sociedad contemporánea, en la figura del fetichismo de Marx, cuando analiza que el problema de los productores es que le transfieren la vida a las cosas y terminan ellos cosificados. En un punto de la sociedad de consumo, el consumidor es el cosificado por la cosa y la mercancía es la que cobra vida, la que es rutilante y hermosa, la que provoca fascinación y seduce. Y los seducidos se convierten en pasivos.

Vos decías al principio que también el capitalismo ha tenido la capacidad de apropiarse de los recursos utilizados por sus críticos.
Es verdad. Y no es una capacidad menor. Ahí hay un rasgo nuevo también. Es el primer orden cultural y social que puede metabolizar a sus críticas. Los anteriores se cortaron en mil pedazos cuando se enfrentaron a críticas que supieron cortarlo por el medio. En cambio, el capitalismo ha sabido apropiarse de todo ese fenómeno que podemos definir como los movimientos contraculturales, incluso las críticas más radicales, las experiencias libertarias, los discursos de la horizontalidad, del antiautoritarismo, de la ruptura de las jerarquías, todo eso lo ha acumulado, lo ha procesado, lo ha reprocesado y lo convirtió en energía para su propia reproducción. Esa es una novedad terrible, porque es mefistofélica.

La consecuencia de esto es un debilitamiento de la reflexión crítica.
Para Kant si había una fuerza que definía al sujeto de la modernidad era su capacidad de entendimiento, de reflexión crítica, hoy totalmente vulnerada. Y hay algo notable. En una serie de que se llama Black mirrow. Es extraño, porque uno la ve y no discutiría que quienes la han hecho tienen una visión crítica de la sociedad contemporánea, del mundo informático, de los medios audiovisuales. Es clarísimo eso. Y, sin embargo, uno tiene, yo tengo por lo menos, una sensación cuando termino de ver un programa, que no hace más que reforzar la “certeza” de cierta inexorabilidad. La sensación de que vivimos una sociedad ya conquistada y contaminada, que no puede modificarse. Es como una inquietud acrítica. Por otro lado, la financia Netflix, que es un hipnótico extraordinario. Porque una de las características de la sociedad de consumo es que produce una hipnosis que parece no tener la función de dejarte paralizado, como si estuvieras en un nirvana de opio, sino que te hace creer que vos actúas con una visión crítica del mundo, cuando en verdad esa visión no tiene ni conduce a ninguna crítica real del mundo sino a cierta visión pasiva de aquello que no puede más que seguir aconteciendo y que cada vez será peor. En realidad, es como una anticipación de aquello que siendo futuro es ya presente. Uno de los capítulos de la tercera temporada tiene como principal personaje al celular. En esa historia los celulares dan puntos sobre tu personalidad. Es tremendo: el personaje es una mujer que está desesperada por pasar una barrera de puntos que le permitiría el acceso a vivir como la gente de glamour, a ingresar a un estado de vida fabuloso. Por supuesto, que todo ese camino termina en descomposición, tragedia, derrota, humillación. Lo impresionante es que la sensación que uno tiene al enfrentarse a esa experiencia no es la de estar recreando una crítica del mundo, sino la de la aceptación.

Ni siquiera es la figura de la catarsis griega.
No, porque la catarsis griega en realidad lo que buscaba era un equilibrio dentro de fuerzas que amenazaban la estabilidad de la comunidad. Y eso a pesar de que la serie tiene una calidad estética notable, guiones extremadamente inteligentes, un uso de la ironía y el humor, de la fatalidad, que es muy llamativo. Pero uno ante esa sensación se pregunta finalmente: ¿qué está pasando? Es lo que algunos llaman la emergencia de un capitalismo que ha absorbido lo que en cierto registro se llama la crítica artística. Hay una dimensión que es propia del arte que no puede sino construir una crítica de la sociedad, pero que, sin embargo, en esa misma construcción ya hay una materia prima que le es funcional al propio sistema para despegarse.

Es evidente que esta idea de la inexorabilidad es peligrosa porque lleva a la idea de que el lado horrible del mundo no puede ser cambiado y como producto de eso a la parálisis.
Me pare que hay un punto interesante incluso en relación al debate sobre el pesimismo. Por formación, por una cantidad de cosas, el pesimismo es para mí una posición críticamente indispensable para leer el mundo. Recordemos aquella frase famosa de Gramsci: “El pesimismo de la inteligencia, y el optimismo de la voluntad.” Pero también eso está en Benjamin, en Adorno. Sin embargo, hay que diferenciar lo que yo llamaría la dimensión crítica del pesimismo como una actitud vigilante, no resignada, capaz de poder desentrañar las miserias del sistema, de un pesimismo estructural y paralizante, un pesimismo que es simplemente la aceptación de que las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. Ahí hay una diferenciación. Una cosa es que uno tenga una lectura crítico-pesimista sobre la “condición humana” y que no piense en términos bucólicos los movimientos de la historia. Y que también pueda ver los límites de todo proyecto alternativo. Que pueda pensar la política no desde la forma de un absoluto, sino desde sus fallas, sus fisuras, sus límites. En este contexto, donde puede volver a emerger un gran desasosiego, una enorme angustia por lo que es esta repetición, ese modelo cuya crudeza hemos conocido en otro momento de la historia,  el peligro es también que se termine capturando la  posibilidad de poner en cuestión, de impugnar este modo de la dominación. Y es allí donde creo hay que tener mucho cuidado y también plantear algunas diferencias.

Hay algo que vos planteas y que me gustaría que lo desarrolles: que lo que ocurre hoy con el macrismo no tiene los mismos rasgos que lo ocurrido en la década de los noventa.
Sí. La década de los noventa es el producto, primero, de una enorme tragedia de la historia argentina, como fue la dictadura y el terrorismo de Estado. Y después de la crisis y el fracaso de la transición democrática. Las expectativas generadas por la democracia en Alfonsín y en otros proyectos latinoamericanos quedaron capturadas por una época de la economía mundial que tenía en el modelo del neoliberalismo su centro hegemónico. La década de los noventa se abre en el interior de sociedades diezmadas, en crisis, fragmentadas, desilusionadas, con tradiciones políticas también desarmadas. Lo que se veía en la izquierda, pero también en las tradiciones nacional-populares. Me parece que el contexto actual es diferente. Venimos de una larga experiencia, de un ciclo inédito en la historia latinoamericana, sobre todo en el sur del continente, donde se conjugaron una serie de experiencias políticas, sociales y culturales que, a contracorriente de la hegemonía. Algunas subsisten y las que no han dejado una marca significativa en núcleos importantes de la sociedad. Y eso también hay que valorarlo. El neoliberalismo tenía una habilitación cultural y simbólica enorme en la década de los noventa. Una parte muy importante de la sociedad estaba desarmada frente a la novedad que planteaba este camino. E incluso creía que el modelo de las privatizaciones y de desguazar al Estado era beneficioso. Que eso era parte de algo que había llegado de un modo necesario y venía a culminar un derrotero de la historia.

¿Eso no ocurre hoy?
Me parece que una parte de la sociedad conoce el daño del que es portador el neoliberalismo. Entonces, el neoliberalismo tiene que buscar hoy modos de imposición que no son los de la década de los noventa. Y por ese lado puede aparecer la dificultad, la fisura.
                                           Alberto Catena