Entrevista con Alfredo Martín

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En un diálogo mantenido en su domicilio particular, el talentoso y prolífico director, actor y dramaturgo Alfredo Martín le explicó a Revista Cabal algunos aspectos de sus últimos trabajos en teatro, de los cuales el más reciente –estrenado hace días- es Abandonemos toda esperanza, una versión de En familia de Florencio Sánchez. Especializado en llevar a escena obras de importantes autores de la literatura, Martín tampoco le saca el cuerpo a algunos clásicos del teatro como Chejov, de quien hizo El jardín de los cerezos, o Shakespeare, del que montó La tempestad en una temporada que duró desde el año pasado hasta julio último y que lo hizo acreedor a la candidatura a varios premios.

       En el sótano de su casa próxima al Parque Centenario, un espacio que funciona como lugar de ensayo pero parece más una pequeña sala teatral, el actor, director y dramaturgo Alfredo Martín se presta sin inconvenientes para que le tomen las fotos que servirán de ilustración a esta nota. Los dos tragaluces ubicados en la parte superior de la pared que da a la calle, y por donde se ve las reducidas siluetas de algunas piernas que transitan por la vereda, ofrecen una claridad suficiente para que el trabajo del fotógrafo pueda hacerse sin dificultades. Las otras tomas se harán en el patio central la planta baja, iluminado a giorno por la luz que procede de un techo construido todo de vidrio. A un costado de ese patio, Alfredo, que es también médico psiquiatra y psicoanalista, tiene el consultorio dedicado a atender a sus pacientes. Frente a él, en otro cálido espacio que es como la prolongación de la cocina, los invitados o los anfitriones pueden sentarse a una mesa a disfrutar de alguna infusión y ponerse a charlar. Allí finalmente se realiza la entrevista con Cabal.

       En esta casa, que es como el centro primordial de operaciones de nuestro entrevistado, se realizaron muchos de los ensayos de la última obra que Alfredo llevó a escena: Abandonemos toda esperanza, una versión de la conocida pieza teatral En familia, de Florencio Sánchez, que desde hace menos de un mes se representa en el Andamio 90. El nuevo título de la obra está inspirado en la famosa frase: “Lasciate ogni speranza, voi ch´entrate” (“los que aquí entráis, abandonad toda esperanza”, podría ser la traducción), de La Divina Comedia, que según su autor, Dante Alighieri, era la que estaba colgada en las puertas del Infierno. Tomada de lo que expresa un personaje de En familia, Alfredo Martín la utilizó para darle otro nombre a su versión. Antes de montar este trabajo, el dramaturgo y director había llevado al escenario el año pasado y hasta julio de éste una versión de La tempestad de William Shakespeare, que fue muy festejada y nominada a varios premios de la Asociación de Cronistas del Espectáculo (ACE). Y del propio Sánchez había hecho una puesta en 2016, también en el Andamio 90, de Los derechos de la salud, también muy bien recibida por la crítica.

       Con una carrera en teatro que lleva bastante más de 20 años y que ha pasado por varios de los roles que allí se pueden encarnar (actor, director y dramaturgo), Martín se ha especializado en los últimos años a recrear en las tablas obras y aspectos de la vida de grandes narradores de la literatura universal, sin dejar por ello de acudir a importantes clásicos del teatro. La cantidad de piezas en las que participó como actor y luego como director o dramaturgo es realmente difícil de citar sin olvidar alguna. Nacido en Corrientes, donde completó la carrera de médico en siete años, que luego fueron complementados por otros cinco más para recibirse de psiquiatra con especialización en psicoanálisis, Martín empezó en simultáneo, y sin abandonar su primera profesión, una intensa actividad, ya en Buenos Aires, dedicada al teatro, una pasión que ya había tenido sus expresiones iniciales en su provincia.

Alfredo Martín

       Estudió actuación con Alberto Ure, Raúl Serrano, Ricardo Bartís y otros profesores e hizo la carrera de dirección y dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático, que dirigían Mauricio Kartun y Roberto Perinelli, formación que amplió en cursos con otros autores. En 1994 ya estaba actuando en Remanente de invierno, la primera obra de Rafael Spregelburd, con quien trabajó también en 1998 en Raspando la cruz. Ese mismo intervino en Nocturno hindú, una adaptación de Gabriela Izcovich de la novela del italiano Antonio Tabbuchi, muy premiada por ese entonces y que se reestrenó en 2016. Y un poco antes, en 1997, en Líquido táctil de Daniel Veronese.

 

En 1999 fue el turno de El montaplatos, de Harold Pinter; en 2002 en Blancos posando, de Luis Cano; en 2002, en Glamour indio, de su propia autoría; en 2003 en Bizarra, de Spregelburd; en 2004, en el ciclo Biodrama y dirigido por Mariano Pensotti y Beatriz Catani, Los ocho de julio; y en 2005, en Terapia, de David Lodge, dirigida por Gabriela Izcovich.  Con Pensotti y Catani actuó también en el protagonista de Los muertos (2006/2007), una obra de teatro experimental inspirado en cuento de Dublineses, de James Joyce, que John Houston llevó al cine como su última película con el nombre de El muerto, terminada por su asistente pues el realizador falleció antes de terminar el rodaje.

        Sobre finales de la última década del nuevo siglo, y sin abandonar la actuación, comenzó también a dirigir y a escribir como dramaturgo las versiones de los textos que abordaba. Sin pretensión de ser exhaustivo en la enumeración, se pueden citar entre sus trabajos más sobresalientes: El otro señor G (2007/2008), basado en El doble, de Fiodor Dostoievski; El prestamista que citaba a Goethe, inspirado en La mansa, del mismo autor ruso; El paraíso (2010), sobre el cuento La virginidad de Witold Gombrowicz; Cyrano, un caballero en las sombras (2012), adaptado de Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand; El jardín de los cerezos o la fugacidad del tiempo (2012), sobre textos de Anton Chéjov; Lo que se llevó la ausencia (2012), lírica evocación de la vida de Haroldo Conti; Como si fuera un crimen (2014), sobre textos de Roberto Arlt; Díptico kafkiano (2014); Pessoa escrito en su nombre (2015), una ficción acerca de los últimos días del gran escritor portugués visitado por sus heterónimos); y luego todas las piezas citadas en el comienzo de la nota, de las cuales está ahora en cartelera Abandonemos toda esperanza. Sobre ésta y las últimas puestas gira, en lo fundamental, la entrevista que publicamos más abajo.

 

Tuviste una larga etapa en la actuación muy exitosa y con varios premios, pero en una etapa te pareció que debías dirigir. ¿Por qué?

Me  di cuenta que era un actor muy hinchapelotas, que me fijaba mucho en por qué algo funcionaba bien y otra no. Y que solía proponer al director: y si esto, en vez de hacerlo así, lo hacemos de esta otra manera. Pero luego pensé: no me tengo que meter tanto, porque no soy director. Y entonces decidí ir a estudiar dramaturgia a la EMAD, que dirigían Kartun y Perinelli. Ahí se me abrió el universo de la escritura teatral que ya no largué más, porque dirección y dramaturgia vinieron de la mano. Por esa época, estaba muy influenciado por un estilo que tenía que ver con artistas como Bartís, Veronese, Spregelburd o Tantanián, para quienes escribir y dirigir era casi lo mismo, una continuidad. Y ahí empecé. El primer espectáculo que escribí y dirigí fue Glamour indio, que tuvo un premio nacional, pero también unas críticas horribles. Después dirigí El montaplatos y Un leve dolor, ambas de Pinter.

¿La tempestad, una versión que ha sido nominada a varios premios de ACE, fue tu primer Shakespeare?

Nunca había dirigido nada de Shakespeare y me interesó de la obra el tema del perdón, que es un valor no tiene un estatuto calificado en nuestra cultura. Ese valor lo transmite en La tempestad alguien, que es Próspero, que puede vengarse de sus enemigos y eliminarlos, pero, inspirándose en el amor de su hija por el hijo de su archienemigo, es capaz de cuestionarse éticamente su conducta y barajar y dar de vuelta, otorgándole al otro un perdón, pero concediéndose al mismo tiempo a sí mismo una nueva posibilidad. Hasta no leer el texto de La tempestad no había reflexionado en profundidad sobre el verdadero significado del perdón. Y el otro punto clave en la obra es el tópico es la otredad, del tema del aborigen, encarnado en Calibán, que constituía un ser  extraño a los ojos del colonizador y que Europa no estaba preparada para darle un estatuto de otro diferente. O lo sometía o lo eliminaba, como sucede en el caso de Calibán. Ese otro con sus propias costumbres, no es alguien ni bueno ni malo, es  simplemente distinto y no merece ser sancionado. En todo caso, de lo que se trataba era de ver cómo se podía convivir con él. Por otra parte, me parece interesante lo que sucede en la última parte de La tempestad donde todos son escrachados son los de clase baja, entre ellos, Calibán. Entretanto, a los de clase alta, los nobles, se les perdona y silencia su accionar. Como ocurre hoy mismo. Y Shakespeare describe con absoluta inteligencia este criterio de clase.

El rechazo de la venganza como forma de dirimir los enfrentamientos humanos es lo que da lugar al actual concepto de justicia, que puede aplicar el castigo de la ley, pero nunca utilizar los métodos crueles que los vencedores utilizaban sobre los vencidos, sus víctimas. Eso fue un avance en la humanización de las relaciones entre los individuos.

En ese sentido, Próspero, dueño de la isla, de sus poderes, y pudiendo con su varita decidir entre la vida y la muerte de ellos, puede reflexionar y compadecerse. Nos parecía interesante porque también en La tempestad, el personaje de Ariel, le dice: “Señor, si pudieras verlos realmente, te sucedería lo que a mí, que fui invadido por una terrible compasión.” Y Próspero le contesta: “Pero si eso te ocurre a vos que sos solo aire, cómo no va a sucederme a mí, que soy un humano.” Si un espíritu como Ariel, puro aire, experimenta compasión frente a todos los tormentos a que someten a los derrotados, cómo no va a conmoverse del mismo modo Próspero. Shakespeare tenía esas delicadezas, esos detalles, esas profundidades que hablaban de su hondo humanismo.

¿Cuál es, en general, tu método de trabajo en la puesta?

Me sucede que cuanto tengo una idea de un material, al provocarme asociaciones, se me articula a una estructura de puesta. Y he incorporado esta forma a mi trabajo como una búsqueda que trato de perfeccionar cada vez más. Te doy un ejemplo: en el caso de Abandonemos toda esperanza, el texto describe una hipocresía y un cinismo en los personajes que hablan de una doble moral. ¿Cómo articular escénicamente ese comportamiento de modo que su visión resulte más potente? En este caso, hago que los actores estén hablando entre ellos y, de pronto, uno de ellos se vuelve al público para decirle algo directamente. Y luego regresa a su situación. Todas las energías del conflicto se concentran en las palabras dirigidas al espectador. “Se me formó un callo, no puedo renunciar a mi condición de vividor profesional”, le dice uno al público y éste recibe ese impacto sin mediaciones.

¿Qué te llevó a abordar el texto de En familia?

Al hacer Los derechos de la salud me quedé muy enganchado con algunos aspectos de la dramaturgia de Florencio Sánchez, sobre todo con ese cruce tan interesante de discursos que él hace en su dramaturgia: el discurso científico, el psicológico, el sociológico y de denuncia social. Y en esta obra me apareció el tema de la doble moral, que tal vez sea una de las conductas contemporáneas más extendidas y execrables. Allí el tema de la decadencia de la familia es un reflejo de la que sufre la sociedad. Y se me ocurrió que podíamos llevar la historia a 1930 (fue escrita en 1905), donde era muy evidente este asunto de la crisis a raíz del golpe de Estado, el fraude electoral, la prensa alzada contra el gobierno. Esa época se señala como un punto de inflexión para el país. Era también una época muy glamorosa desde el punto de vista de las costumbres. Me atraía mucho ubicar la peripecia en esa época y radicalizar todo lo que tuviera que ver con el mundo de las apariencias, de las miserias que se esconden. Desde ese lugar hice una relectura y agregué algunas cuestiones formales, como dos personajes que no estaban en el texto original. Uno es el de la sirvienta, que estaba esbozado en el discurso de Mercedes, la madre. A esa pobre mujer los personajes le quitan sus ahorros. Me pareció que introducir a ese personaje era una buena oportunidad para mostrar un testigo de lo que alí ocurría y que, al mismo tiempo, era una criatura explotada y esquilmada por todos los miembros de esa familia, por lo menos hasta el momento en que decide abandonar la casa.

¿Y el otro personaje del que hablas?

Es un cafishio, una suerte de secretario de un diputado a través del cual puedo introducir el afuera en la historia. Su relación es con una de las hijas, que elige para su vida una salida prostibularia. En el “sálvese quien pueda” de ese período, cada miembro de esa familia opta por una salida distinta. Y en ese momento la prostitución de clase estaba muy en boga. El ingreso a la obra de ese personaje me permitía desarrollar mejor un tema que en la pieza queda solo sugerido. Por otro lado, desde mi doble condición de dramaturgo y psicoanalista-psiquiatra, cada personaje me representaba un ejemplo de patología de distinta índole. Era muy tentador meterme con eso. Eduardo, por ejemplo, es estigmatizado por su neurastenia, un concepto gnoseológico prefreudiano. Se denominaba así a una especie de falta de voluntad para el trabajo, que no llegaba a ser una depresión. Imaginate hoy un personaje así, en la época en que el capitalismo exige máxima productividad.

¿Y en cuanto al lenguaje de actuación?

Pensé que si radicalizaba los procedimientos podía correr el lenguaje hacia una comedia dramática. Esa fue un poco la operación. Extremar los conflictos de tal manera que el registro del lenguaje de actuación virara hacia una comedia, provocando una risa desde la parodia, desde ese tipo de hilaridad que provoca el humor negro, que mientras te hace reír, al mismo tiempo, te hace preguntarte de qué estás realmente riéndote. Esto sacaba a la obra de cierto costumbrismo y le daba una atmósfera más contemporánea.

¿Y por qué utilizaste la frase del Dante en el título?

Porque esa frase, que la dice uno de los personajes, Jorge, es clave y demuestra que la familia está tomando un camino infernal. Toda la puesta obedece a esa idea. Respecto de la esperanza como valor, Nietzsche afirma que Pandora dejó escapar de su “vaso de la dicha” a todos los males, salvo el de la esperanza, que termina convirtiéndose en el peor vicio, en la más dura de las infelicidades pues prolonga ad infinitum el tormento de los hombres. Afirma eso porque piensa que, si se alberga una esperanza que traiga una solución desde el afuera, eso puede conducir a la inacción, desactiva los resortes internos como motor de los cambios. Ese camino hacia el infierno, mientras se espera una solución mágica, lleva siempre a situaciones límite, donde todo está permitido. Ese es el código ético que habilita el actual individualismo que propone la sociedad global.

¿Qué explica en tu trabajo esa constante recurrencia a la literatura no teatral?

Supongo, antes que nada, la explica mi gusto por la literatura. Empecé a leer a los 13 años, por un gesto mimético. Mi hermana mayor leía y yo empecé a husmear sus libros, porque me parecía que ese era un hábito de adultos. Vivía en una zona bastante rural donde no había muchas actividades recreativas y leer me abrió un mundo fascinante, me permitió volar, desplegar mis fantasías, como me sigue pasando hoy mismo. Cuando leí por primera vez Crimen y castigo de Dostoievski me deslumbró. Fue como un viaje a Rusia y esas imágenes pululaban sin parar en mi cabeza. El estudio de medicina me cortó un poco esas lecturas, de modo que hacer teatro me permitió volver a ese mundo literario, pero desde la escena y con mucha libertad. Esa relación con la literatura es siempre una zona de encuentro con el texto, donde algo especial que me llama la atención me permite imaginar también otras cosas. Uno lee un texto y la imaginación y la experiencia personal hacen un trabajo de selección y expansión inevitables. Y es como si escribiera en los puntos suspensivos, en las escansiones o los blancos que deja el autor. En esos huecos, el que recrea pone su propia imaginación e inventa otra cosa, una nueva variante de la historia, otro camino posible, una reflexión sobre lo que quedó sin respuesta y nos interpela. En esa metamorfosis está el propio aporte.     

                                                                                                                                          A.C.

Fotos: Sub.coop