Entrevista a la periodista Natalia Zuazo

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La tecnología en nuestras vidas. Es más o menos aceptado que las luchas por la libertad y los derechos de la humanidad tendrán en los próximos años a Internet como uno de sus escenarios privilegiados. De ahí que cuánto más sepamos de lo que ocurre en la red y cuáles son los intereses que allí se mueven, en mejores condiciones estaremos de defender nuestras libertades y derechos. Hace poco tiempo apareció en el mercado un libro muy esclarecedor sobre el tema, Guerras de Internet, de la licenciada en Ciencia Políticas y periodista argentina Natalia Zuazo. Con ella conversó Revista Cabal para hablar sobre algunos aspectos de esa publicación y tratar de sintetizar solo en algunos temas la complejidad de un fenómeno que, como Internet, es cada vez más vasto e inquietante en cuanto a sus implicaciones en la vida de la gente.  

¿Qué motivos te llevaron a escribir Guerras de Internet?
Yo soy politóloga de formación y trabajo en periodismo, estrategia y contenidos digitales desde hace más de diez años, en una especialidad que cruza a la política con la tecnología. Cuando surgió la idea del libro desde la editorial me propusieron hacer un libro sobre los héroes de Internet, aquellas personas que se habían atrevido con valentía a patear el tablero respecto de los secretos on line, como Julián Assange, Edward Snowden y otros. Yo contesté que consideraba muy valioso el trabajo que esas personas habían hecho pero que un libro así lo podía escribir cualquier persona en el mundo porque era una historia internacional. Y que, para mí, lo que hacía falta, aunque iba a significar mayor trabajo, era explicar cómo funciona Internet desde la parte de infraestructura, la parte técnica, qué derechos toca –derechos humanos, políticos, etc.- y a partir de allí explicar algunas cuestiones en especial, la vigilancia, la privacidad, el uso de los datos, los derechos a la libertad de expresión y el acceso al conocimiento en Internet. Mi propósito era hacer eso a través de crónicas e historias, pero también de un libro de divulgación que sirviera a cualquier persona no experta en el tema. Y en ese aspecto el objetivo era salir del lugar en que algunas personas se ubican, o sea como meros consumidores o usuarios de las tecnologías e Internet específicamente, y también poder ver el lado que implican esos usos para nosotros como ciudadanos en términos de derechos, sean políticos, económicos, culturales o de otra clase.

¿Cuánto tiempo te llevó la investigación?
Unos dos años intensos, durante los cuales hice unas cincuenta entrevistas. Esfuerzo que creo  valió la pena, porque era un trabajo que no estaba hecho. En la Argentina en general el periodismo que se llama de tecnología está orientado al consumo, al objeto, al gadchet, y yo como periodista política quería contar otro lado de ese fenómeno. Para cumplir dicho objetivo tuve primero que explicarme ciertas cosas a través de técnicos y expertos en el tema, abogados y activistas, para poner luego eso en común y transformarlo en un libro que pudiera funcionar también de consulta.

Un valor evidente del libro es que pone las cosas sobre la realidad, radiografía cómo es en rigor el funcionamiento de Internet más allá de cualquier fantasía.
Es que me interesaba salir de la visión tecno-optimista, que supone que toda tecnología debe ser adoptada primero y preguntar luego por sus consecuencias. Es una posición que considera que siempre la tecnología es democratizadora, virtuosa y hace bien, etc., cosa con la que no estoy de acuerdo. Pero también quería salir del otro punto de vista extremo respecto de la tecnología, que es la paranoia y el miedo. Esa mirada asocia siempre tecnología con control. Y sí, tal vez lo sea, y probablemente  vayamos cada vez más a un sistema de control, pero esa perspectiva en su forma extrema también es una posición antipolítica, porque nos impide hacer algo al respecto. Nos impide cambiar algo, cuidarnos, empezar a tomar medidas o cuestionar a esos poderes, en Internet fundamentalmente a las grandes empresas de tecnología que muchas veces en cooperación con los Estados nos controlan. Mi punto de vista es que hay que salir pues de esos dos lugares, porque el lugar de la mera denuncia es poco constructivo. Creo que cuando solo se denuncia se cae en una visión radical, anarquista, una posición antipolítica que no me interesa.

Lo que a veces uno ve, respecto de la tecnología, es que produce en la gente como una suerte de adicción. Esa sensación, por ejemplo, de que si no se está relacionado todo el día con el celular se está perdido.
Pero ese no es un problema de la tecnología, sino de cómo se incita a usarla, sin reflexión alguna, casi como si fuera un reflejo automático. Los dispositivos móviles son tan vitales en nuestra vida que si nos olvidamos el celular al salir de casa enloquecemos. Tememos perderlos o que nos los roben, por temor a quedar desconectados. Vivir on line, conectados, es como una forma de estar en la sociedad, casi como lograr un estatus. Las empresas les exigen a los trabajadores la necesidad de estar permanentemente conectados. Esa es una cuestión psicopolítica. Ahí, como ciudadanos, nuestro derecho es desconectarnos. Ejercer los derechos en ese contexto significa desconectarnos cuando queremos. O ver como salimos de esa compulsión permanente a estar unidos a la red por la  razón que sea: cuestiones de exhibicionismo más personales, por una exigencia del trabajo que hoy encuentran en la variante de la flexibilidad un valor supremo, cuando en realidad la flexibilidad no es más que explotación. Son otras palabras destinadas a viejas formas que utiliza el capitalismo para meterse en nuestras vidas. Hay un filósofo coreano, Byung-Chul Han, quien nos dice que la opresión en estos días no está tan claramente a la vista, sino que se produce más bien a través de ciertos resquicios de nuestras vidas. Y estar atado compulsivamente a responder a esas demandas es tener que responder al sistema. Por eso el libro cuenta todo esto con cierta distancia para saber que de todo esto es una elección u otra imposición más.

En el último capítulo, al respecto, vos hablás especialmente de un tema como la privacidad que está en juego en estos días y sobre el que es necesario estar alerta.
Sí, hablo allí de la privacidad de los datos, de las aplicaciones que bajamos. Y digo que si el usuario está obligado a bajar ciertas aplicaciones para realizar algunas tareas es útil, por ejemplo, que reflexione sobre los términos y condiciones que implica utilizarlas, que lea y se informe acerca de qué derechos se le vulneran o que está cediendo al hacerlo. Hay que entender que en esas operaciones hacemos un intercambio. Y, en general, hacemos intercambios con la tecnología por comodidad, rapidez o eficiencia. Y eso es entendible porque la tecnología nos ayuda, pero la idea al explicarlo y contar distintas historias sobre ella en el libro es para estimular la toma de distancia, el poder de cuestionamiento  y la reflexión sobre esos usos y prácticas cotidianas. Y, en  base a eso, optar por bajar una aplicación y no otra, elegir un software en vez de otro, en definitiva elegir con libertad y conocimiento. Porque esas selecciones son como opciones más soberanas de uno.

El conocido periodista Ignacio Ramonet afirma en uno de sus últimos libros El imperio de la vigilancia de la necesidad de hacer campañas de concientización para estimular a las personas a que encripten ciertos datos que no tienen por qué estar en conocimiento de las agencias de espionaje.
Todavía hacen falta más campañas y más educación. Todo lo que sea encriptar las comunicaciones tiene muy buen marketing, pero la verdad es que todavía muy poca gente lo usa porque exige dedicación y tiempo. No es sencillo, se requiere ayuda de otra persona. Pero, por supuesto, tomar medidas al respecto significa encriptar. ¿Cuál es la cuestión muy importante de la encriptación? En un documento que escribió Julián Assange en 2006 decía que los gobiernos y las corporaciones son cada vez más oscuros y ocultan información y, en cambio, los ciudadanos somos cada vez más transparentes respecto de nuestra información y todo lo que cedemos a las corporaciones. Y ahí señalaba una falta de igualdad de derechos. Y lo que proponía era volver más transparentes a las corporaciones, lograr transparentar de una forma o de otra aquello que no conocemos –en el caso de Assange fue a través de las intervenciones en el flujo de estas informaciones o mediante revelaciones de documentos-, y que nosotros los ciudadanos nos tornáramos más oscuros. ¿Cómo logramos ser más oscuros u ocultarnos más? Por medio de la herramienta de la encriptación. No poner a disposición toda nuestra información para que otros la vean tan fácil. No hay ninguna herramienta que impida de forma absoluta la vigilancia on line, pero hay determinadas técnicas que nos permiten estar más seguros dentro de esa situación. Lo que él dice, como otros autores, y yo lo comparto, que ocultar información es un derecho muy importante en una época como la que estamos viviendo donde todo es muy transparente. Y ser más ciudadanos hoy es ocultar más que seguir ofreciendo a las grandes corporaciones nuestros datos.

Es que detrás de estos flujos de datos e información hay mucho negocio, mucho dinero.
Y por eso se desarrolla tanta presión, lobby, publicidad y marketing de parte de las empresas de tecnología. Lo hemos visto en estos días con la instalación de Uber. Las grandes empresas de tecnología, financiadas por capitales trasnacionales, por fondos de riesgo altísimo, que ofrecen mucho dinero en una cantidad de tiempo para instalarse en un país, invierten copiosas sumas en publicidad de los productos de tecnología, en lobby en la legislatura, con los presidentes, los funcionarios. Vienen a todas las cenas y los traen las embajadas. Y a través de eso nos convencen a todos de que la opción por la tecnología es positiva. Lo más normal es festejar que venga la tecnología. No es normal, todavía, ver qué implica eso. Qué ventajas ofrece y qué desventajas. Y cómo quedamos nosotros en ese contexto como país. Sino estamos viviendo un colonialismo tecnológico. Viene otra empresa de afuera, de Silicon Valley, California, supongamos, y ya descontamos que es buena porque tiene mucha publicidad y representa el slogan que la representa. En el caso de Uber era, por ejemplo, “Uber lover”. En realidad son empresas que se quedan, en ese caso, con el 30 por ciento del negocio. Y ellos la presentan como una economía colaborativa. Y no es así. La economía colaborativa es otra cosa. Estar atentos a estos hechos es relevante, porque si no se acepta o adopta todo.