Entrevista a Lucía Laragione

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Autora de Cocinando con Elisa y otras obras teatrales y de varios relatos para niños y jóvenes muy bellos, Lucía Laragione se ha ido construyendo a través de los años y sin estridencia un lugar de merecido y firme reconocimiento en el mundo de la literatura argentina. En la recién publicada novela Vidas opacas, un conmovedor retrato familiar que combina la ficción con el testimonio histórico, reitera su indiscutible calidad de narradora. Una historia escrita con las vísceras pero sin concesiones. Esta nota da cuenta de algunos aspectos de su gestación contados por la autora.      

   La literatura suele ser, sobre todo en su impulso inicial, una búsqueda de respuestas a los interrogantes que suscita alguna circunstancia de la vida: ¿cómo sucedieron ciertas cosas del pasado que nos fascinan u obsesionan o qué hicieron frente a esos episodios determinadas personas, incluidas las del escritor y sus seres queridos cuando el relato incorpora un rasgo autobiográfico? Se escribe para saber, para calmar o desentrañar una inquietud que desasosiega el alma. Y se lo hace a partir de los materiales que hemos memorizado en la mente gracias a nuestras experiencias y lecturas y que desplegamos y recreamos en virtud de la capacidad de asociar o fantasear que aprendimos a desarrollar.


   Surge una imagen y en ese instante comienza la persecución que emprende el escritor para descubrir hacia dónde lo lleva esa visión, ese fantasma que le habla aunque no sepa bien todavía de qué. No importa si los hechos con que la imaginación construye su trabajo luego se parecen poco o mucho a los que tuvieron lugar en otro tiempo o si los enigmas del inicio quedaron resueltos. Lo cierto es que la obra constituye esa respuesta que el escritor buscaba, solo que se trata de una respuesta artística, distinta a la de los sucesos reales, pero a menudo más profunda o reveladora.  


   Un universo sobre el que los escritores se vuelcan con frecuencia para recuperar sus recuerdos, y averiguar qué pasó en sus propias vidas, es el de los padres. Y muy en especial el del padre, esa figura cuyo afecto o protección constituye en cierta etapa, dice Freud, la necesidad más importante de la existencia. Quien haya leído la conmovedora carta en que Raymond Carver evoca la dura vida de su padre puede tener una dimensión de lo decisiva presencia que puede tener esa figura. Aunque por razones totalmente contrapuestas, que son las que hacen referencia a un padre tiránico, la correspondencia que  Kafka dirigió a su progenitor es igualmente estremecedora.


   ¿Y qué pasa cuando el escritor es parte de una familia donde el padre o la madre han sido también escritores? Alejandro Dumas hijo escribió a pesar del enorme peso que significó tener un padre famoso en la literatura. Y no le fue mal. Jorge Onetti luchó hasta el final de su vida contra la sombra de un nombre, el de Juan Carlos Onetti, que virtualmente se lo devoró. Pero no dejó de escribir. Algunos superan desde su primera obra a los progenitores. Es el caso de Jorge Luis Borges. Otros compiten  duramente con su memoria, como el británico Martín Amis. Cada uno da o hace lo que puede. El desafío es no dejarse paralizar por el temor reverencial.


   Muchos de estos cruces de amor intenso y también de desencuentros entre un padre y una hija están contenidos en una hermosa y breve novela titulada Vida opacas, de Lucía Laragione. En parte autobiográfica, en parte ficción, como la propia autora reconoce, esta obra describe la relación, aunque no solo eso, de la narradora con quien fuera su padre, Raúl Larra (1913-2001), un hombre también dedicado a las letras y hoy un poco olvidado en la literatura del país. Larra es el seudónimo de Raúl Laragione, autor de ensayos, biografías, novelas y cuentos de mucha repercusión en su época y todavía muy rescatables, editor destacado, periodista y militante comunista de la cultura. Entre sus libros se pueden mencionar, sin agotar su amplia bibliografía: Mosconi, general del petróleo; Roberto Arlt, el torturado, Payró, el  novelista de la democracia; Lisandro de la Torre, el solitario de Pinas; Sin tregua, Yo soy Andresito Artigas, Le decían el Rulo y El casamiento de Laucha.  


    Lucía, por su parte, es una estupenda autora teatral. Escribió Cocinando con Elisa, una obra multipremiada y estrenada en muchos lugares del mundo; Criaturas de aire, El reino de las imágenes nítidas, Las asesinas de Gardel, en colaboración, y varias obras más breves. Sin embargo, lo primero que publicó fue poesía y escribió también, con bastante suceso y éxito de ventas, varios libros de narrativa infantil y juvenil, entre ellos una deliciosa novela denominada El loco de Praga, que el gobierno de la ciudad eligió el año pasado, dentro del plan de lectura, para distribuirlo entre más de veinte mil alumnos de primer año. También es autora de lo que ya constituye como un clásico en cuentos infantiles de amor y terror, Amores que matan, publicado aquí, en Chile, Perú y Ecuador. “Mantícora” o el relato que da nombre al libro son dos historias llenas de encanto y escalofrío. Y publicó en estos días Diario de un amor a destiempo, escrito en colaboración con Ana María Shua y continuación de Diario de un amor imposible.  


    “En mi comienzo en la literatura infantil tuvo mucho que ver, estoy segura, Alvaro Yunque, un personaje entrañable y amado por mí, al que frecuentaba mucho porque era amigo de mi padre. Lo llamaba tío, igual que a Leónidas Barletta. A éste lo veía mucho en mis visitas al Teatro del Pueblo para ver teatro. Además, en la escuela secundaria tuve como compañera a Elsa Bornemann, de la que fui muy amiga en la adolescencia. Ella tuvo bastante que ver con mi decisión de dedicarme al género y en la publicación de mi primer libro: La bicicleta voladora, que todavía está vigente y se vende. Porque los libros infantiles permanecen, no pasa como con los libros para adultos. El infantil es un género considerado menor y sin embargo hay grandes escritores que se dedican a él, pero es un mercado que se mueve alrededor de las escuelas. Con la narrativa pues tengo una historia bastante larga, no es reciente.”


    Vidas opacas es una novela que, además de hablar del padre, se interna en la historia familiar más general. Con una carga de emoción muy verdadera, donde nunca abandona la actitud de amor y admiración por su padre, la narradora se introduce también con mucha valentía en los aspectos menos rescatables de esa figura, dibujando un personaje de vívido espesor humano, con sus grandes virtudes en el compromiso social pero al mismo tiempo con sus debilidades y egoísmos. Junto con los padecimientos del acoso policial, las privaciones económicas, las angustias y otras secuelas duras que provocaba la militancia, había también períodos de ausencia, desatenciones o abandonos que no  siempre podían achacarse al trabajo político. En cuanto a las persecuciones hay que decir que Larra fue detenido varias por su condición de escritor comunista, o sea por razones ideológicas, y obligado a sufrir varias condenas en distintos presidios del país.   


    Como contraparte de esto, surge la descripción de otro personaje, la madre, cuyos comienzos muy promisorios en la actividad literaria se van poco a poco esfumando tras la dedicación al hombre con el que se había unido en matrimonio. Una decisión que en los momentos en que el marido era golpeado por la persecución la convertía en una suerte de leona indomable en su defensa y que, en cambio, en los períodos de mayor “normalidad”, cuando él no estaba preso, la inclinaba hacia una actitud cada vez más cerrada en sí misma, menos comunicativa. Es gracias a este juego de luces y sombras, de  revelaciones que no pretenden nunca edulcorar la realidad, que la historia deja en todo instante una profunda sensación de verdad. Más allá de la advertencia hecha por la propia autora de que no en todos los casos los hechos pasaron “exactamente” de la manera en que están narrados. Hay que añadir a eso, que el libro está muy bien escrito, con una prosa que nunca se desborda y que alcanza siempre sus climas de mayor interés sin apelar a ningún artificio.


    Consultada sobre cuál es la visión que tiene hoy de esos hombres como su padre, contesta: “Eran hombres de una honestidad a toda prueba y que llevaban una vida sacrificada para vivir de acuerdo con su pensamiento, ponían el cuerpo para ser fieles a su ideal. Claro que también cometían errores. No digo solo políticos, también en el área de los afectos. Por eso no fue una tarea fácil llegar a tener una mirada que no fuera solo la de la pura admiración, poder correrse de cierto lugar y observar los hechos de otro modo. Y eso sin dejar de querer. Para mí ese fue como un trabajo de toda la vida, en especial a partir del momento en que empecé a crecer. Por otra parte, no dejo de tener en cuenta que en ese tiempo se vivía una cultura que permitía conductas que hoy no aceptamos o reprobamos. Por algo hemos cambiado muchos nuestros patrones de vida.”


     La novela de Lucía Laragione se suma a una serie de trabajos narrativos que tienen como personajes centrales a militantes o simpatizantes comunistas. Uno de los mejores es El camarada Carlos, de Alicia Dujovne Ortiz, que describe la vida de un fervoroso activista del comunismo –padre de la autora-, al que su rechazo a los métodos del estalinismo lo hacen alejar de partido y lo dejan en plena soledad. “Conocí a Alicia en un viaje que hice a París y en el que le entregué unos papeles que papá me dio para ella –cuenta Lucía-. Fue un encuentro muy agradable. Mi padre conocía a Carlos Dujovne y como explica en el libro Etcétera se decidió a crear la editorial Futuro un poco por consejo de él. Al terminar de escribir la novela se la di a leer a Alicia, a quien la historia le resonó especialmente. Y al darse la posibilidad de la publicación tuvo la amabilidad de escribirme unas líneas para la contratapa del libro.” Otra novela más reciente en el estilo es la de Claudia Piñeiro: Un comunista en calzoncillos, de la que Lucía celebra su factura y también su título. A pesar del tema en común, la obra de Laragione no se parece en nada a las otras dos, bucea caminos distintos.


     Otra pregunta a la que la autora responde es qué la decidió a escribir esta historia.
“La verdad es que estas cosas debían estar dándome vueltas pora mi cabeza –dice-. De alguna manera no planeé la novela, sino que había como un deseo de escribir sobre esos temas que me rondaban. Y al empezar a escribir empezó a surgir la historia. A veces se escribe para saber, otras se tienen los objetivos más claros desde el principio, depende de qué se trate. En este caso fui dándome cuenta de lo que quería en el proceso de escribir. Y desde un comienzo se me presentó como una novela, a pesar de que Mauricio Kartun dice que el personaje merecería una obra de teatro.”


     En cuanto a si la figura de su padre obturó su deseo de abrazar la profesión, confiesa:
“De chica siempre escribí, pero una cosa es hacerlo de vez en cuando y otra es tomar la decisión de ser un escritor. Esa decisión me costó más y con seguridad ese hecho está relacionado con el hecho de que mi viejo se dedicaba a la literatura. Yo empecé con la poesía. Siempre busqué géneros que no entraran en el campo de mi padre: la poesía, la literatura infantil, el teatro, que siempre me gustó mucho. Me llevaban mucho al Teatro del Pueblo. Barletta me dejaba ver el teatro desde bambalinas y los títeres desde adentro. Cuando Cocinando con Elisa, mi primera obra teatral, se estrenó en el Teatro del Pueblo fue como cerrar un círculo. Claro que, a pesar del deseo intenso de escribir teatro, recién pude hacerlo cuando llegué al taller de Mauricio Kartun, que ha sido el partero de tantos autores de teatro. Es un tipo de una generosidad enorme y una gran eficacia como maestro.”


    Como lo afirmó antes, Lucía coincide en que muchas veces se escribe para saber. Sobre si escribir esta novela le aclaró cosas, afirma: “Algunas. El de mi padre era un partido secreto. Cuando menos se hablaba y se pedía explicaciones mejor. Eso era así. De todas maneras hubo muchas preguntas que tal vez debí hacer y no hice y hoy son enigmas para mí. Ni a mi padre ni a mi madre. Y a menudo pienso en eso. Es verdad que no se termina nunca de conocer a los seres humanos, ni siquiera a los más cercanos. Pero eso no nos libera de la responsabilidad de tener que conocer más a los otros. Hoy preguntaría mucho más.”
                                                                                                           Alberto Catena