Entrevista a Marcela Ferradas

Entrevistas

En un cálido encuentro realizado en el departamento que comparte con su pareja, el actor Horacio Peña, la excelente actriz Marcela Ferradas dialogó con Revista Cabal sobre distintos aspectos de su vida y su carrera artística (sus lazos familiares, el barrio, su formación intelectual, sus maestros, su paso por el elenco del San Martín y otros temas) y también de su presente, en el que se incluye su intervención en dos roles protagónicos en teatro y la idea de un proyecto que acaricia desde hace tiempo pero que todavía está madurando. 

         En el pasaje Cabot y avenida Garay, barrio de Boedo, todos los 24 y 29 de junio de cada año, los chicos  de ese lugar, como los de otros enclaves de la ciudad, festejaban las famosas fogatas de San Juan, primero, y San Pedro y San Pablo después. Era un ritual que venía de antiguas costumbres cristianas, pero que los padres e hijos, algunos sin siquiera conocer el origen de ese hábito, celebraban como un buen pretexto para que los vecinos practicaran las buenas formas de la convivencia y del acercamiento. Lo mismo ocurría en ese pasaje, y en otros puntos de Buenos Aires, los fines del año. En primera mañana del año que inauguraba su nacimiento en el calendario, las familias abrían sus casas para que los vecinos ingresaran a sus interiores para disfrutar de los manjares que no se habían terminado de consumir en la fiesta de la noche anterior. Y de ese modo, de ese modo sencillo pero eficaz, se confraternizaba, se aprendía a sentar las buenas reglas de la existencia en común.

       La que recuerda esos encuentros entre la gente que vivía en los barrios populares de la ciudad es la excelente actriz Marcela Ferradas, quien nació y se crio en su infancia en Boedo y, en especial, en el pasaje mencionado, de una sola cuadra, que, como muchos de ellos, tenía el aspecto de mundo propio, de pequeño universo encerrado en sí mismo, en sus estrechas y misteriosas dimensiones, pero al mismo tiempo abierto a las experiencias con el otro. “Era otra sociedad”, como dice nuestra entrevistada. Y no es que haya transcurrido tanto tiempo de aquellas celebraciones ni que los pasajes se evaporaran. Tampoco que la referencia pertenezca al período colonial o algo próximo a él. Era, simplemente, una sociedad con más luz en el espíritu y las relaciones de las personas, con menos sospechas. Marcela, que está todavía en la quinta década de su existencia, lo evoca con claridad. El que escribe estas líneas tiene muchos más años que ella e igual se acuerda perfectamente de esos hechos. Pero el planeta y el país han cambiado en forma rotunda y lo han hecho en pocas décadas. Y no precisamente para bien, al menos en esta zona de los vínculos sociales.

     Hoy la desconfianza, si bien no ha ganado todas las batallas en el corazón de las personas, ha avanzado en los nexos que desarrollan entre ellas. Y no porque éstas lo hayan querido, sino porque han empeorado de modo notable las condiciones en que el sistema social y político las hace vivir. Y lo que antes constituían normas de vida indiscutible, como entre otras lo era cultivar una relación armoniosa con quienes compartíamos espacios ineludibles de vida en común, en la época de la flamante posverdad, la indeterminación de los valores, la falta de referencia al pasado y la mentira convertida en nueva “ética” del comportamiento cotidiano, esas normas han comenzado a señalarse como roídas antiguallas.  Lo que sirve, según el credo imperante en estas horas, es el egoísmo a ultranza, la convicción de que la existencia es competencia pura y dura para destruirse y no territorio donde se construye la convivencia. Y, si bien, muchos resisten todavía ese dogma y no quieren dejarse envolverse en su monstruosa y deshumanizadora telaraña, no es poco el daño que ese modo de mirar el mundo ha causado ya entre la gente. Todo ésta disquisición viene a cuento porque, junto con la reflexión sobre los valores e incluso derechos que formaron a tantos argentinos y que hoy son negados, fue parte de la conversación que mantuvimos con Marcela, quien, además de una actriz talentosa, es una mujer muy formada e informada, atenta a los pulsos vitales que desarrolla la sociedad de estos días. Y que, además, tiene opinión sobre ellos.

     “Soy integrante de una familia de anarquistas y socialistas, gente de laburo, clase media media, pero muy amante del teatro, la música y la literatura –se describe a sí misma Marcela-. Mi abuelo anarquista hacía teatro, mis padres eran grandes consumidores de literatura. Todos mis valores formativos proceden de esas referencias esenciales. Desde muy chiquita tuve la suerte de disfrutar de esas cosas inolvidables que son las manifestaciones populares, esos encuentros que los habitantes de los barrios generaban como forma de reconocerse y unirse en la alegría compartida. En esos años fui mascota de ‘Los cometas de Boedo’, que era una murga muy conocida en la zona y con la que me divertía a morir en los carnavales. El corso de Boedo se hacía frente al cine Nilo. Y fui muy feliz en ese barrio donde jugaba en la calle a la rayuela, a la mancha, a las escondidas. Soy tercera generación de argentinos. Mis padres y abuelos, salvo una abuela española, eran nacidos aquí. Pero, en el barrio, se escuchaba todavía hablar a los inmigrantes italianos, españoles o turcos, como en el teatro de Armando Discépolo. Y existían los vendedores ambulantes. El lechero pasaba con sus dos vacas por la puerta de mi casa –yo era muy, muy chiquitita- y las ordeñaba allí para vender la leche. Después la municipalidad le prohibió que sacara a las vacas a la calle. Y luego del corralón donde las tenía. Y el tipo las mató y se murió de tristeza. Y ya siendo mujer tuve la fortuna de criar a mi hijo en el barrio Catalinas Sur. Y ese lugar tenía algo maravilloso que le faltaba a otros sitios de la ciudad: al ser un barrio peatonal, levantado entre jardines y plazas, los chicos podían estar afuera y jugar sin peligro. Mi hijo, que hoy tiene 34 y me ha dado un nieto que pronto cumplirá 15, se crio haciendo casitas en los árboles y andando en bicicleta. Hoy no podes dejar a los pibes en la calle.”

         Le consultamos a Marcela cuándo se le reveló la vocación artística. “Mi madre, de una forma en absoluto espontánea, me estimuló desde muy chica el gusto por el arte –dice.- Frecuenté muchas exposiciones porque mi padre era un enamorado de la pintura y me llevaba seguido a ellas. Y ya de chica tenía un repertorio de poemas sabidos que, al parecer, les causaban bastante gracia a los vecinos, que me pedían recitarlos en las fiestas. Y en la primaria fui la bailarina del colegio. Las escuelas eran mixtas hasta cuarto grado y después de ese nivel echaban a los varones. Así que a mí me llamaban de las escuelas de varones para bailar folklore porque lo hacía bien. Y siempre fui una gran lectora, hasta tal punto que tengo una formación en Letras. Hice el profesorado de castellano, literatura y latín. E ingresé en él porque la facultad en 1977, año siguiente al de la instauración de la dictadura, estaba intervenida y el ambiente que se vivía allí era muy feo. Por otra parte, yo me tuve que ir del Colegio Nacional de Buenos Aires a fin de quinto año porque las cosas estaban complicadas. Pasé un año muy bravo en 1976 y no quise volver a estar en ningún lugar intervenido. También desde pequeña escribí y pensé primero que sería escritora y luego, consecuente con esa idea, hice varios  talleres literarios con Roger Plá y otros escritores y estudié Historia del Arte.”

       Entre tantas estimulaciones generadas por sus padres y por ella misma, en algún momento le llegó el turno al teatro. Y fue así que a los 16 años realizó un primer curso en esa disciplina con Alberto Ure. Y luego siguió con otros maestros en la escuela de Raúl Serrano y con Laura Yusem. Hizo seminarios con Juan Carlos Gené y con Dominique De Fazio, un maestro con quien tuvo una experiencia pedagógica que califica de impresionante y de la cual aún hoy tiene resonancias que le son útiles para la actuación. “Él te decía: actuar no es hacer, es sobre todo escuchar –comenta-. Y con los años entendí lo difícil que es la escucha en el teatro. Lo difícil y lo necesario que es. De Fazio fue un gran maestro. ¿Y sabes con quién aprendí mucho el oficio? Con los grandes actores que tuve la fortuna de conocer y compartir con ellos los escenarios del Teatro San Martín, algunos de los cuales se transformaron en mis amigos entrañables. Más allá de la distancia de edad que había con varios de ellos, aprendí mucho observándolos y oyéndolos. Hablar con Elena Tasisto, que fue una actriz inmensa, era siempre un aprendizaje. Lo mismo con Alicia Berdaxagar, con quien todavía me veo y me hablo, con Graciela Araujo, con Walter Santa Ana, con Albertito Segado, con José María Gutiérrez, quien miraba lo que yo hacía desde el costado del escenario y me señalaba lo que estaba bien y lo que le parecía que no. Todos ellos me aconsejaban, me enseñaban. Esos grandes maestros me enseñaron cómo cruzar el escenario de la sala Martín Coronado, cómo había que pararse allí. Te juro que la primera vez que me paré en ese lugar las patitas me temblaban.”