La recuperación del nieto de Estela Carlotto



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María Eugenia Ludueña, la autora de Laura. Vida y militancia de Laura Carlotto y editora de Infojus –muy probablemente la periodista que más sabe del tema-, dialogó con Revista Cabal sobre el impacto social de la aparición de Ignacio Guido y su rol en la historia que sigue, el futuro de Estela, y los juicios por las causas de lesa humanidad que se inician el 22 de septiembre en Olavarría, la ciudad donde creció el nieto recuperado 114.

 

 

Desde que se confirmó, a través de un análisis de ADN, que Ignacio Hurban es en realidad Guido Montoya Carlotto, María Eugenia Ludueña, biógrafa de su madre, Laura –hija desaparecida de Estela- pasó sus días entre Buenos Aires, donde vive y trabaja, y Olavarría, la ciudad cementera en donde creció y fue criado este chico, que ya es un hombre.  Hasta Olavarría –una ciudad, que fue parte del circuito de la represión- trasladaron a Guido sus captores, desde La Plata, en el invierno de 1978.

En estas últimas semanas, Ludueña recorrió dos veces esa misma ruta maltrecha: es que es allí, en Olavarría, donde se encuentran las pistas sueltas de esta historia.  La aparición de Guido es el final de una búsqueda ardua, pero es también un nuevo comienzo: el de la investigación que permitirá identificar a los responsables de su robo y apropiación, en una cadena de complicidades.

Laura Carlotto, madre de Guido, pasó nueve meses en el campo clandestino de La Cacha, La Plata. Tras el nacimiento de su hijo, el 26 de junio de 1978, los militares le entregaron ropa limpia para el chico: “El ajuar, blanco, como vos querías”, le dijeron antes de robarle al bebé y mentir que lo habían entregado a su abuela, Estela. Laura fue asesinada en agosto de ese año y su cuerpo apareció el 25 de ese mes en Isidro Casanova, La Matanza. Para entonces, Guido ya estaba en manos de sus padres de crianza, Clemente y Juanita, dos puesteros del campo del productor agropecuario Carlos Francisco “Pancho” Aguilar –muy vinculado a la dictadura-, que, se presume, habría entregado el bebé al matrimonio. Allí creció, en las afueras de Colonia San Miguel -un paraje campestre, despoblado y polvoriento-, en una casa modesta y cercana a Olavarría, esa ciudad de casas bajas y calles simétricas, en donde reina el silencio a la hora de la siesta y todavía hay muchos secretos guardados. La misma ciudad en que funcionaba la cementera del matrimonio Fortabat, también vinculado a jerarcas militares, y donde el 22 de septiembre se iniciará, en la Facultad de Ciencias Sociales de Olavarría el juicio oral por los delitos de lesa humanidad cometidos en Monte Peloni (el sitio que fue un centro clandestino de detención durante la última dictadura y donde permanecieron en cautiverio y fueron torturados 21 jóvenes oriundos de la zona).

Allá por el 78’, Francisco “Pancho” Aguilar, que falleció en marzo de este año, habría pedido a quienes lo vieron llegar con el bebé que “nunca” le contaran al chico que era adoptado. Tras la muerte del ‘patrón’, en marzo, el secreto llegó a oídos de Ignacio Guido. Para julio de este año, él ya sabía que era adoptado, y los primeros días de agosto llegaba a la sede de las Abuelas de Plaza de Mayo, decidido a investigar sobre su origen.

El 5 de agosto pasado, Guido –músico y docente- supo que era hijo de Laura Carlotto y Oscar Walmir “Puño” Montoya. Ahora también sabe que Laura lo tuvo cinco horas en brazos, el día en que él nació. El nombre que eligió Laura para su hijo era el mismo que el de su padre: Guido.
“Mi mamá no se va a olvidar de lo que están haciendo y los va a perseguir”, les dijo Laura a sus compañeras de cautiverio, antes de subir al auto que la trasladaba hacia su supuesta libertad, que era la muerte. No se equivocó. Treinta y seis años después, a sus 83 años, Estela decía, tras la aparición de Guido: “Mi hija desde donde esté debe estar diciendo ‘mamá, ganaste una batalla larga, ganaste una batalla de todos.”
                                                                    
                                                                                   Entrevista y texto Verónica Abdala