Crítica de teatro: Dos de desamor



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Dos de desamor. Autor y director: Héctor Oliboni. Elenco: Melody Llarens  Mariela Pizzo. Escenografía y vestuario: Raúl Marego. Diseño sonoro: Sergio Klanfer. Diseño de luces: José Binetti. Teatro del Pueblo. Sábados a las 21 horas.

 Dos de desamor es un espectáculo que está constituido por dos historias: una de tono dramático, El color del día, y la otra en registro humorístico, La otra Dora. En la primera dos amigas se encuentran luego de un tiempo sin verse: una de ellas está en una silla de ruedas (ha sufrido un duro accidente que la privó de la posibilidad de caminar) y la que la visita llega casi sin avisar, un poco en tren de exploración. Hay, desde el primer momento, una tensión entre ambas evidente, que se expresa en frases cortas y tajantes, en alusiones a faltas supuestas o abandonos que se han producido, pero el secreto de ese rencor –sobre todo en la mujer que ha quedado lisiada- no se abre sino de manera lenta y creciente hasta el estallido. Hay un hombre que tiene que ver con la separación de estas amigas, cuya amistad y afecto ese personaje ausente ha roto. Ese estallido último tendrá, sin embargo, una vuelta más de tuerca, que por inesperada provoca un efecto sorpresivo –que no siempre, se sabe, es necesariamente bueno- y que tal vez hubiera requerido más desarrollo para justificarse. Esa secuencia aparece como el punto más débil de una trama que en el resto de su extensión está elaborada con mucho cuidado. En esta historia es realmente bueno el trabajo de Mariela Pizzo, como la mujer accidentada. En el restante episodio, jugado con ingenio y en una situación equívoca, cuenta cómo las dificultades en alcanzar el amor puede con los días ir transformando una actividad, nacida con determinado fin vocacional y académico, en otra que, con diferencia en el uso de las técnicas aplicadas, atiende también a una aspiración de sobrevivencia, aunque con menos prestigio social. La protagonista de este episodio es una supuesta psicóloga que, mientras espera a un paciente, dialoga con el retrato de Sigmund Freud y le explica de qué manera sus poco ortodoxos métodos de transferencia, a los que ha debido apelar un poco por necesidad económica y otro poco por instinto de autoprotección, la han convertido, más que en una especialista para tratar los conflictos de la psiquis, en una experta profesional en el arte de calmar el deseo primordial a que nos convoca la carne. Melody Llarens, bajo la dirección eficaz de Héctor Oliboni, compone con gracia a esta audaz cultivadora de las terapias cortas y con poco riesgo de compromiso emocional.  

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