Tres décadas de democracia

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    Ningún aniversario, por feliz y exaltada que sea su celebración, y la del próximo 30 de octubre lo será, debería eximirnos de evaluarlo en su más profunda significación.  Ese día se festejará los treinta primeros años de la recuperación de la democracia, un hecho trascendente para la vida institucional del país y digno de despertar la alegría de la ciudadanía. Desde 1930 del siglo XX, década en que se inició el ciclo nefasto de golpes de Estados que envileció a la nación toda, que la sociedad argentina no vivía un período tan prolongado de estabilidad constitucional y libertad política como el que se comenzó a partir de 1983.


   Ese regreso a la democracia, y sin perjuicio de las imperfecciones que ella mostrara en su funcionamiento durante las tres décadas que siguieron a esa fecha, fue un logro formidable, sobre todo para un país que salía del oprobio de una dictadura sangrienta que asesinó e hizo desaparecer a miles de argentinos. Celebrar el advenimiento de las elecciones de 1983 como símbolo de una nueva etapa en la república no puede hacerse entonces sin reparar en qué nos había pasado en esos años previos. Solo la memoria del pasado ayuda a mejorar lo que fuimos y lo que somos, a tomar conciencia de la necesidad de no volver a repetir los mismos errores. La peor amenaza contra la continuidad de cualquier conquista lograda por un pueblo es olvidar que alguna vez no se tuvo lo que hoy se posee como derecho adquirido.


   Actuamos a menudo, así por lo menos lo hacen muchos seres humanos, como si lo que hoy disfrutamos fuera un hecho incorporado desde siempre, naturalmente, a nuestras vidas y que ya no desaparecerá jamás. Eso sucede no solo con la democracia sino con infinidad de otros logros obtenidos en el plano político, social o económico. Y la verdad  es que no existe en el mundo nada que se nos dé que no se nos pueda sacar, que tenga la garantía de lo eterno, ni siquiera lo que nos ha sido reconocido o hemos obtenido con estricta justicia, como ocurre con una multitud de derechos hoy en vigencia. Solo permanece aquello que sabemos defender y cuidar de la codicia de los poderosos, indiferentes a cualquier concepto de equidad. 


    El planeta ha acumulado un polo monstruoso de opulencia y lujo a costa de la miseria de millones de personas. En los últimos años, el uno por ciento más rico de la población mundial aumentó en forma exponencial su poder económico, como lo revelan a diario las informaciones de los especialistas. Y no es que se conforman con lo que ya se han apropiado, quieren  seguir ganando más, aún a expensas de millones de nuevas víctimas. El trágico episodio de Lampedusa, donde murieron cientos de inmigrantes africanos que huían del hambre y querían ingresar a Italia (y que no es un hecho que sucede por primera vez), es el testimonio más revelador de lo que es la naturaleza de un capitalismo sin límites. En los territorios donde él domina sin ley ni control, la rapiña, el despojo, la inequidad, el hambre y la expulsión son la realidad de cada día. Por eso, lo que se logra peleando, pujando, exigiendo, como han hecho los gobiernos y los pueblos más progresistas de América Latina, hay que defenderlo y cuidarlo, también peleando, profundizando los mecanismos más avanzados de la democracia.


    ¿Cómo es eso? Hay una visión política que relaciona a la democracia con un único y exclusivo hecho: el acto (como sucede en el caso argentino) de ir a votar cada dos años la renovación de las autoridades legislativas y cada cuatro al nuevo presidente. Conforme a esta concepción, el ciudadano ejerce su poder de decisión eligiendo a qué dirigentes elige para conducir el país y a quiénes castiga por no haber hecho lo que debían hacer. Esa es toda su función: asistir al cuarto oscuro cuando se lo convoca.


    Existe, en cambio, un tipo de democracia más profunda, que es la democracia participativa y social, que es aquella en la que el atributo de los ciudadanos no se limita a la mera acción de emitir un voto, sino que pretende otras cosas. En principio que los ciudadanos participan, intervengan cada vez más en los distintos ámbitos donde su presencia pueda mejorar el desarrollo de la gestión pública. Es, por ejemplo, lo que plantea el cooperativismo cuando dice que, en los ferrocarriles, la gestión del Estado podría ser fortalecida por la participación de comisiones de trabajadores y usuarios con el fin de contribuir a la defensa de sus propios intereses y los del bien general, a la vez que a la transparencia en el manejo y funcionamiento de la actividad. Este criterio se podría proyectar a muchas áreas de la economía e incluso de la seguridad y la justicia, aunque en cada caso haya que estudiar los resortes específicos que se deben aplicar. Pero de lo que no hay duda es que en estos ámbitos los desafíos democratizadores ante los que se enfrentan son muchos y necesarios de ser encarados.


   El “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, tal como se define a la democracia, solo puede volverse eficaz y consistente a través de ese modelo social y participativo al que aludíamos. Es verdad, que en ese camino, como lo demuestra la experiencia de nuestro país, cada pueblo debe madurar su propia experiencia, que, aunque distinta a las que se producen en algunas naciones hermanas, es similar en el número de dificultades que encuentra para seguir avanzado. Por eso es bueno aprovechar este aniversario de octubre para reflexionar sobre lo bueno que es estar en democracia, pero también lo difícil que es mejorar, ahondar su calidad. Esa es una tarea que no termina nunca y para la cual hay que estar dispuesto a asumir responsabilidades. En democracia nada se regala, se consigue con disposición activa a actuar