La tempestad

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La tempestad. De William Shakespeare. Traducción de Marcelo Cohen y Gabriela Speranza. Dirección: Penny Cherns. Director asistente: James Murray. Movimiento en escena y colaboración artística: Abigail Kessel. Música original: Rony Keselman. Iluminación: Eli Sirlin. Vestuario: Mini Zuccheri. Escenografía: Jorge Ferrari. Elenco: Osqui Guzmán, Malena Solda, Martín Slipak, Gustavo Pardi, Ivan Moschner y Marcelo Xicarts. Sala Casacuberta, Teatro San Martín. Duración: 120 minutos.

“Hay miles de formas que emergieron de ese cofre del tesoro llamado Shakespeare”, afirma el director inglés Peter Brook en su libro La calidad de la misericordia, dedicado en particular a contar anécdotas y reflexionar sobre varias de sus puestas del repertorio del extraordinario dramaturgo de Stratford upon Avon. Y agrega: “La excepcionalidad de Shakespeare radica en que, si bien cada producción se ve obligada a buscar sus propias formas y figuras, las palabras escritas no forman parte del pasado. Son fundamentos que siempre pueden crear y habitar nuevas formas. No hay límites a lo que podemos hallar en Shakespeare.” El artista que interpreta y ejecuta alguna de las obras del gran poeta debe observar y explorar solo cómo aquello que está soterrado en el texto al surgir se encuentra con algo que viene de afuera y entre ambas corrientes se convierten en una forma. En una forma que el artista debe ayudar a que alcance una necesaria e imprescindible calidad, indica Brook en otro pasaje.

La tempestad es la última obra plenamente shakespeariana. Se escribió en 1611, cuando el poeta se retiró a Stratford y después de ella solo escribió tres piezas más en colaboración con John Fletchner en las que ya no se nota el poderío de su genio. Por eso suele considerársela como la obra de despedida del teatro de Shakespeare. La tempestad es la tercera obra que escribió con un argumento original, además de Un sueño de la noche de San Juan y Las alegres casadas de Windsor. El poeta y ensayista británico W.H.Auden, uno de los mayores especialistas en Shakespeare, la define en Trabajo de amor dispersos como un drama. Peter Brook, por su parte, dice que es una comedia romántica. Como él mismo afirma: no hay límites en lo que se puede hallar en Shakespeare y es verdad que ambos géneros están presentes en el texto y que una versión vaya en una u otra dirección depende de los aspectos que el director subraye.

En el programa de mano de esta versión que dio a conocer el San Martín, los traductores de la obra sostienen que se ha leído la pieza como “una meditación sobre el carácter irremediable de la codicia, o la imposibilidad de las sociedades; también como fábula lúgubre sobre la diferencia cultural, como tributo a la búsqueda de una religión sin iglesias, como anuncio de una utopía dudosa y, por supuesto, como el paradigma de comedia amarga que acuñó Shakespeare.” Todos esos caminos posibles están abiertos a la hora en que un director aborde el texto. Penny Cherns, la actual directora del Programa de Actuación Clásica para el Teatro Profesional en la London Academy of Music and Dramatic Art (Lamda) y responsable de la versión que se estrenó en mayo en el San Martín, la ha inclinado más hacia una vertiente que podría asimilarse en su estilo a lo que Brook señalaba como comedia romántica. Hacia un lugar de tratamiento donde el espectador, en un trabajo de reflexión y contraste entre lo que ve en el escenario y lo que pasa en el mundo actual, pueda pensar si es posible o no mejorar nuestra existencia. Penny Cherns lo formula con estas preguntas: ¿Es posible que Miranda de Milán y Fernando de Nápoles, los dos enamorados de la obra, puedan crear el maravilloso mundo nuevo? ¿Un mundo que, además, tenga futuro?

Cherns pretende, sobre todo, que el público tenga un entorno visual atractivo en el que todos los temas que el texto desarrolla puedan ser valorizados con detenimiento por el público. Para eso toda la puesta y el registro de interpretación están planteados en una línea de absoluta libertad para obtener estos objetivos estéticos. El montaje, gracias la escenografía de Jorge Ferrari –una superficie blanca irregular y de formas geométricas que forman un piso desnivelado como el de una montaña y luego se convierte en un muro en el que dos aperturas dejan ver espejos y espacios por donde se escurren los actores-, permite una forma abstracta que facilita el trabajo de la imaginación, ayudada por los buenos efectos sonoros y de luz, como los que se producen durante la tormenta. En ese sentido, la iluminación de Eli Sirlin es perfecta pues acompaña con distintas ilustraciones cromáticas las escenas y colabora a que el espectador valorice y distinga, a partir de ellas, las horas del día, los lugares u otras decisiones significativas de la puesta. El muy preciso y colorido vestuario de Mini Zuccheri que, además de permitir rápidos cambios en la caracterización de los actores que componen dos personajes y no uno solo, están concebidos con cierta capacidad de desplazamiento aéreo para subrayar la mágica desenvoltura con que actúan, sobre todo en el caso de Próspero y Ariel. Todo exuda vitalidad en esta puesta. Los actores han trabajado sus papeles con un meticuloso diseño de acciones corporales, que le dan al movimiento una configuración casi coreográfica y un ritmo coherente y continuo a las escenas, universo plástico acompañado por la atmósfera musical envolvente que produce durante toda la versión el violonchelo y la percusión de Belén Echeveste y la partitura de Rony Keselman.

Para eso, la elección ha caído en lo fundamental en actores jóvenes y, si bien ese detalle podría atentar contra cierta credibilidad (Osqui Guzmán parece un Próspero muy joven en relación a lo que se ve habitualmente), la calidad del trabajo hace olvidar rápido el asunto, porque en teatro lo primero que debe aceptar el espectador son las convenciones. La interpretación de este actor –a tono con sus conocidas habilidades histriónicas- responde a la concepción estética general de la directora de la versión y es consecuente con ella en todo momento. Podrá gustar más o menos esa elección o se podrá pensar que es más conveniente un Próspero de más edad –este cronista lo piensa-, pero no hay nada que objetar en cuanto a la bondad del resultado obtenido. También son excelentes las creaciones escénicas de Malena Solda como Ariel y de Gustavo Pardi como Calibán, unidas con gran equilibrio al resto del equipo, que realiza una labor muy elaborada y feliz.

                                                                                                     Alberto Catena

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