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Uno de los libros recomendados de este mes es Cartas de John Cheever publicado por Literatura Random House

Considerado uno de los narradores más talentosos del siglo XX en los Estados Unidos, algunos estudiosos han reservado también para John Cheever (1912-1982) la distinción de nombrarlo como “el Chejov norteamericano” por la calidad de unos escritos que, entre la melancolía y el desencanto, no dejaron nunca de retratar el fracaso del sueño americano, un espejismo que alardeó de la posibilidad de crear un país libre y de idénticas oportunidades para todos de alcanzar la felicidad y terminó siendo una de las sociedades más egoístas, injustas y desiguales de la tierra. A diferencia de Chejov, Cheever no fue una personalidad apacible. Estaba lejos de serlo. Marcado por una adicción al alcohol que nunca dejó de torturarlo y una bisexualidad reprimida, que practicaba pero sin reconocer ante los demás, fue a menudo para muchos de sus seres cercanos un individuo extraño, complicado y en ocasiones hasta indescifrable, alguien ante quien se rendían casi todos por su vitalidad, talento y momentos de intensa alegría y humor, pero al que le sospechaban una zona oscura del espíritu que lo tornaba totalmente frágil y difícil de comprender.

Cheever escribió una gran cantidad de relatos que están reunidos en sus Cuentos Completos y de hecho esta actividad, que comenzó alrededor de 1932 en el The New Yorker y le generó una fama inmediata, le procuró sustento durante una parte importante de su vida. Pero, además, el escritor (Premio Pulitzer de 1979 y Medalla Nacional de Literatura de Estados Unidos en 1982, antes de morirse) fue autor de una sólida obra novelística, empezando por La crónica de los Wapshot, a la que siguieron El escándalo de los Wapshot, Bullet Park, Falconer y ¡Oh, esto parece el paraíso!, todas narraciones que tienen traducción al español. También han sido publicados sus Diarios y no hace mucho sus Cartas, a la que acá nos referimos. Esas cartas, en una edición a cargo de su hijo mayor Benjamín H. Cheever, que en muchos casos las comenta con especificaciones y aclaraciones muy útiles, constituyen un lacerante testimonio, no querido obviamente por Cheever, de la fragilidad de ese mundo espiritual poblado de demonios que en general –salvo casos especiales- no mostraba al mundo y a sus seres más cercanos menos. Cartas que son, en ese sentido, un documento muy revelador de él, además de contener una gran riqueza literaria porque, salvo las primeras que fueron confeccionadas con cierta desprolijidad, están escritas con ese estilo creativo inconfundible de su autor.

Cheever escribió a lo largo de su vida cientos y cientos de cartas. Como dice su hijo, no hubo episodio significativo de su existencia que pasara por alto en sus cartas. Y llegó a escribir entre diez y treinta a la semana, que iban dirigidas a escritores y personas de su amistad, a su mujer, a sus hijos, editores, amantes, etc. Las escribió cuando estaba en su casa sin una tarea a la vista, pero también desde Roma, desde camas del hospital o celdas para borrachos; desde un campamento del ejército en Georgia o desde Beverly Wilshire. La mayor parte de su correspondencia se ha perdido. No guardaba copias y destruía la mayor parte de las cartas que recibía. Y, además, aconsejaba a sus destinatarios romperlas luego de leerlas. Por fortuna, una importante cantidad de ellas no sufrieron el destino que él les había deseado y se mantuvieron en los archivos de mucha gente a la que se dirigió en forma epistolar. Gracias a eso, y a la formidable y valiente investigación de su hijo, quien, sin abandonar el cariño y la admiración intensos que sentía por su padre se arriesgó a descubrir aspectos de su personalidad que desconocía o a veces solo intuía, hoy el lector tiene este verdadero fresco personal de luces y sombras de ese creador genial, nutrido por su propia pluma.