Entrevista a Osmar Nuñez

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Intérprete multipremiado por sus excelentes trabajos en teatro y cine, Osmar Nuñez es ya reconocido en el ambiente artístico del país como uno de los actores más talentosos de su generación. Dúctil y cambiante sobre un escenario, en la vida real es un individuo de una gran calidez y amigo del bajo perfil y la sencillez, consciente de su pasión por las tablas, pero vacunado contra la fama o el ruido fatuo del ambiente. En esta nota nos habla de su más reciente trabajo en dos obras que se representan en estos días en el Teatro San Martín y de los palpitantes temas con que se enfrenta el autor. 
 

Hay creadores de teatro que los actores casi siempre quieren hacer. No solo por los personajes que ofrecen -como son los que han inmortalizado los grandes clásicos-, sino también por las historias que abordan, los temas humanos que despliegan en sus obras. Ese deseo incluye, desde luego, a muchos dramaturgos contemporáneos. Osmar Nuñez, sin discusión uno de los mejores actores que ha dado nuestro país en las más recientes décadas, quedó prendado hace varios años del dramaturgo Ronald Hardwood y el texto de El vestidor al ver la memorable versión que de esa obra se plasmó en cine con Albert Finney y Tom Courtenay en los papeles principales, sensación que volvió a experimentar al ver más tarde  Cuarteto, una nostálgica mirada sobre el ocaso de unos cantantes de ópera que viven en un asilo de ancianos, en una puesta escénica que presenció en Londres. 
    
Sudafricano de origen, pero formado y proyectado en su carrera en Inglaterra, Hardwood es un hombre de letras prolífico, que escribió unas veinticinco de teatro, cerca de veinte guiones fílmicos -muchos de ellos adaptaciones de sus propias piezas literarias- y una treintena de libros, entre novelas y trabajos de no ficción. Varias de sus historias giran en torno a la vida fascinante, aunque no exenta de dolor y olvido, de distintos artistas (músicos, actores, ejecutantes) y también alrededor de las conductas que muchos de ellos tuvieron durante la Segunda Guerra Mundial y en especial en el nazismo. Sus guiones más celebrados en cine fueron los de El pianista, historia del músico polaco Wladyslaw Szpilman, que logró sobrevivir escondido a la invasión alemana a su país; La versión Browning, adaptado de la obra teatral de Terence Rattingan, Oliver Twist, basado en la novela de Charles Dickens; Conociendo a Julia, dirigida por István Szabó; y La escafandra y la mariposa. Por El pianista recibió el Oscar al mejor guion adaptado.
    
Y como les suele suceder a veces a las personas, no siempre, claro, el deseo de hacer una obra de Hardwood se concretó para Osmar Nuñez, quien recibió hace un tiempo la propuesta de trabajar en dos textos dramáticos de él programadas en el teatro San Martín para 2019 y que se representarían juntas: Colaboración, de 2008, y Tomar partido, de 1995, sobre la que hay una versión cinematográfica también de István Szabó. En la primera de ellas, Osmar debía encarnar al famoso músico alemán Richard Strauss, y en la segunda al también muy conocido director y compositor de ese país, Wilhelm Furtwängler. Le mandaron el libro de ambas y después de leerlo, según cuenta a Revista Cabal el actor, no dudó un instante. “Son dos piezas muy potentes, que me sedujeron de inmediato y era la posibilidad de hacerlas en un teatro oficial, que siempre tiene asegurada una buena repercusión, una audiencia importante.”
     
En la primera obra, el autor sudafricano refleja la situación por la que atravesó el autor de  La metamorfosis, uno de los dos grandes representantes del romanticismo tardío en la música junto a Gustav Mahler. Strauss (1864-1949) fue durante el nazismo titular de la Cámara de Música del Tercer Reich y a la vez un hombre que mantuvo diferencias y peleas con el régimen. Se enfrentó de diversas maneras a él. Se atrevió a colaborar con el novelista Stefan Zweig, que era judío, solicitándole el libreto de su ópera La mujer silenciosa, lo cual le generó diversas reprimendas de los jerarcas alemanes, en especial de Joseph Goebbels. También utilizó su contacto con las altas esferas del nazismo para proteger a la nuera de Zweig, que era judía, y a sus nietos, a fin de que pudieran irse del país. En sus últimos años, ya vencido el hitlerismo, fustigó duramente las atrocidades del hitlerismo. Por su parte, Furtwängler fue un músico que construyó su carrera de director en Alemania y tuvo especial figuración en la Filarmónica de Berlín durante la existencia del Estado fascista. Tomar partido lo muestra al conductor de orquesta luego de la derrota de los nazis mientras es interrogado por un desaprensivo oficial norteamericano que quiere convertirlo en un símbolo del escarmiento que se le quiere dar a quienes colaboraron con el Tercer Reich.
       
Lo interesante de la obra de Hardwood es que retoma el antiguo tópico del compromiso de los artistas e intelectuales desde todos los ángulos posibles y lo somete a la reflexión del espectador en toda su riqueza y variedad de posiciones, todo eso sin juzgar, dejando que esa función, sobre todo la de sacar conclusiones, la desarrolle quien ve la obra. “A mí me encanta este autor por cómo introduce en sus obras la relación del arte con la política -dice Osmar-. Es una de sus grandes obsesiones y en todos sus libros para la escena, el arte tiene casi siempre un gran protagonismo. Él expone ese eterno dilema del artista y su compromiso, cómo se mueve y reacciona él frente a la idea de comprometerse, si debe, quiere o necesita asumir una posición que lo involucre o desiste de  hacerlo. Es muy interesante lo que plantea. Y su visión tiene una humanidad muy fuerte y profunda, que toca, para mí, un núcleo duro de esa problemática y la desarrolla en todos sus matices y con gran inteligencia. Un autor así incentiva, despierta la imaginación y los sentidos para  componer personajes como Richard Strauss o Fürtwangler, que por un lado pueden ser opuestos a uno, pero por el otro, tienen cosas muy parecidas. Porque eran dos músicos que amaban profundamente lo que hacían.”
      
Le comentamos a nuestro entrevistado que muchas personas que los admiraban como músicos hubieran deseado que ellos no colaboraran con el régimen o que se hubieran ido de su país. “Es verdad -dice Osmar-. Pero no siempre los artistas tienen el valor de tomar esas decisiones. Por eso, la obra es interesante, porque se interroga y reflexiona sobre las distintas actitudes que generan en el ser humano las situaciones límites, las injusticias, la violencia, esas situaciones donde el altruismo y la solidaridad no son gestos que aparezcan con facilidad. Pero la responsabilidad entre quienes matan y los que no reaccionan o permanecen callados ante esos crímenes es diferente. Acá, durante la dictadura, hubo mucha gente que sabía y otra que desconocía la verdad de lo que pasaba en los centros clandestinos, que no tenía ni idea. Y hay gente que trabajó en las estructuras administrativas del llamado Proceso sin haber comulgado con su ideología. Por eso, la justicia ha condenado a los que estuvieron implicados en la represión, tortura, muerte y desaparición de miles de personas o el robo de bebes, no a los que callaron o no quisieron saber.”
     
“Por otra parte la obra -continúa nuestro actor-, y creo que sin defender a sus personajes desde lo ideológico por lo menos, pone el acento en otros aspectos que es necesario tener en cuenta. Como en todas las épocas y sociedades, los chivos expiatorios sirvieron también en la posguerra a algunos sectores. Con Furtwängler, y más allá de que se pudiera no compartir su actitud frente al régimen nazi, lo que hicieron los norteamericanos con él fue una forma de decirle al mundo: ‘Miren que importante este pez gordo que agarramos’. Una actitud que no tuvieron con otros personajes, que sí estaba más comprometidos con las tropelías nazis. Los jerarcas o individuos útiles en materia científica, económica o de otra naturaleza fueron protegidos e incluso trasladados a los Estados Unidos. A ellos no los condenaban. Usaban una vara distinta según fueran o no útiles. Y como dice Tamara Sachs, el personaje que encarna Lucila Gandolfo, esos juicios de desnazificación fueron en algunos casos brutales.” 
      
Le preguntamos a Osmar si la apatía frente a los hechos de represión o violencia puede ser considerada similar a la de entonces. “Creo que han pasado muchos años -afirma-. En la actualidad hay más formas de informarse, existe la posibilidad de ser más consciente y responsable que en aquellos tiempos. El que no se entera de lo que pasa es porque no quiere. De todos modos, sigue habiendo gente que acepta todo sin pestañear. Las derechas en el mundo han hecho un trabajo de hormiguitas para poder vaciar primero y anular después las cabezas de los ciudadanos, a fin de que, el que se informa, vaya condicionándose y no reaccione, quede inerme. La gente te dice muchas veces: ‘Yo ya no quiero saber nada”, que es lo que ellos, los de la derecha, quieren. Es tremendo y muy doloroso. Porque la política no es una mala palabra, es la actividad que hacen los hombres para ordenar una sociedad y para que funcione de la mejor manera posible. Pero es indudable que, cada vez, las cosas se degeneran un poco más. Por eso  lo importante es hablar, que la gente diga lo que le pasa, que piense en lo que necesita la sociedad. Lo contrario es poner la cabeza para que te la demuelan y que venga lo que venga. Y no, no debe ser así. Yo, en ese sentido, no coincido ni comparto la posición que muchas personas asumían en ese tiempo, pero me parece que en estos días vivimos, aún con la ofensiva de la derecha en el globo, otra situación. El que no se entera de las cosas es porque no tiene voluntad de hacerlo o porque está muy condicionado por sus prejuicios o por inquinas irrazonables”.
       
La charla con el hombre que ha interpretado a Strauss y Furtwängler y es uno de los actores más premiados en el país, se desarrolla en el hall de la sala Casacuberta, en el segundo piso del teatro San Martín. De pronto, desde la planta baja del edificio, sube el fuerte sonido que una orquesta -la que ofrece conciertos al público en el hall de entrada- en los comienzos de lo que parece una prueba o ensayo. Por el vigor del arranque merecería ser alguna de las exuberantes oberturas sinfónicas de Richard Strauss (tal vez Así habló Zaratustra o Don Juan) pero no. No es ni siquiera alguna obra completa de cualquier otro músico. Son unos pocos aprontes sonoros y luego adviene otra vez el silencio. El entrevistador aprovecha, la falta de sonidos para reiniciar el curso de las preguntas. Lo consultamos qué actor elegiría si tuviera que optar por alguno de los muchos que han actuado en las obras de Hardwood, sean películas u obras teatrales, y no hesita en contestar: “Albert Finney, al que vi en El vestidor y tantos otros trabajos. Es mi actor preferido. El día que me enteré de su muerte lloré. Uno siente que estos artistas son ya parte de la vida de uno, son ciertos modelos que hemos seguido. A menudo descubro papeles que pienso hubiera debido hacerlos él.”
      
Osmar Nuñez comenzó a estudiar teatro desde muy joven. Tenía 16 años y ya estaba cursando en el Teatro Municipal de Morón. “Yo pertenezco al grupo de actores que han descubierto temprano su vocación -cuenta-. Recuerdo que ya de chico ponía dos moscas en vasos distintos y las hacía dialogar a cada una con su voz, e inventando los diálogos. Iba al cine seguido con mis padres y me gustaba mucho ver a los actores. Así que muy pronto les hinché la paciencia a mis viejos y me llevaron al teatro a inscribirme. Vivía por entonces con ellos en Isidro Casanovas. Y aunque tenían dudas acerca de si podría vivir de esa profesión, entendieron cuál era mi vocación y me apoyaron. En ese sentido me considero un privilegiado porque no todo el mundo puede desarrollar desde tan joven su pasión por algo. Era por el año 1974. También estudié con Carlos Gandolfo, cuando tenía su taller en la calle Sarandí, poco antes de Independencia. Después se pasó a lo que es hoy en Actors Studio Teatro, en la avenida Díaz Vélez. Él me marcó mucho, un gran maestro y una gran persona. Lo recuerdo con mucho cariño. Yo venía de otras corrientes actorales y me sirvió mucho estudiar con él. Era un docente excelente. Pero soy además de los que creen que la formación del actor no termina nunca, que se va construyendo con los propios directores. Yo tuve muy buenas experiencias con directores como Luis Cano (Socavón), Daniel Veronese (Un hombre se ahoga), Luciano Suardi (El pan de la locura) y otros, que han demostrado mucho compromiso con el actor. Uno encuentra a un director como ellos y es una delicia trabajar. Y en estos meses trabajar en las obras de Ronald Hardwood con Marcelo Lombardero, un hombre que viene con un fuerte pasado como cantante y regisseur de ópera, y ahora prueba con el teatro dramático, fue también un encuentro muy provechoso, lo mismo que estar junto a un equipo de actores de primera.”
       
La carrera teatral de Osmar desde que se inició como actor no paró nunca, según lo confiesa él mismo, ha tenido una gran continuidad. También hizo mucho cine. Si alguien quisiera contar la cantidad de producciones en las que ha estado -en el sitio de Alternativa Teatral hay una larga lista- le llevaría tiempo. La cantidad impresiona. En cine terminó hace poco más de un año Punto muerto, un thriller con algunos condimentos fantásticos de Daniel de la Vega, que se estrenará en estos meses. “Fue un trabajo hermoso -define-. Daniel de la Vega es un director muy talentoso. Y se acaba de estrenar Rapto, otra película que hice en Perú, que dirigió Frank Pérez-Garland, también un policial que me gustó mucho hacer.” En televisión, sus apariciones son más esporádicas. En estos días estuvo haciendo una tira para Telefe, Pequeña Victoria (se iba a llamar Victoria Small y luego cambió), que no sabe todavía cuándo saldrá al aire. “Allí hago un transexual, un personaje hermoso y con una enorme humanidad. Me siento feliz con ese trabajo, porque no siempre te toca encarar estos personajes en la televisión. Pero no soy de esos actores a los que se identifica mucho con ese medio y sí más con el cine, donde hice más de veinte películas, y con el teatro, donde el número de obras es todavía mayor.” Entre las películas en las que le da orgullo haber estado cita a La mirada invisible de Diego Lerman; Juan y Eva, de Paula Luque (en el rol del general Perón), o La corporación, de  Julián Forte. “Son films intensos, realizados con grandes profesionales y que me marcaron a fuego.”, agrega.  
     
Cuando lo interrogamos sobre personajes preferidos en teatro, duda un poco, porque en verdad son varios los que lo han hecho lucir y mucho. Pero al señalarle el Tennessee Williams que encarnó en Noches Romanas, de Franco D’Alessandro, con Virginia Innocenti como Ana Magnani, no vacila en aceptar que fue uno de los más entrañables. “Un personaje como Williams es un personaje soñado. Yo no había hecho todavía ninguna obra de ese autor, al que sin embargo conocía bastante, porque sus textos son material de estudio en los talleres actorales. Y me provocaba como una voracidad difícil de controlar el encarnarlo. Son esos artistas que se desea contarlos, porque de alguna manera haciéndolos, creo, también se cuenta uno. Él fue un escritor excepcional, una de esas figuras extraordinarias que suele dar el teatro cada tanto. Su biografía no es una biografía más. Está escrita por un enorme escritor y te devora”, afirma. 
        
Sobre la fama, Osmar sostiene: “Yo nunca la busqué, lo digo sinceramente. Lo que busqué siempre es crecer como actor y que la gente me reconociera no por el nombre sino por lo que hago sobre el escenario. Que me reconozcan por el nombre está bien, no tengo nada en contra de eso, pero lo que más me importa es que la gente te diga en la puerta del teatro que una función la emocionó o que alguien te pare en la calle y te diga que nunca olvidó un personaje en el que te vio. Porque eso es imprimir en los demás un encuentro verdadero.” Respecto a la dirección teatral asevera, redondeando la nota, que ha montado obras pero no muchas: “Lo que a mí me gusta mucho es estar en el teatro. Si, por ahí, alguien me dice que haga una asistencia y la hago. Me gusta todo lo relacionado con la escena y en ocasiones me he animado incluso a hacer escenografías, de puro chanta, porque no tengo formación para eso, pero ante determinadas circunstancias que a veces obligan, he abordado la escenografía. Yo puedo ir a un ensayo de teatro y quedarme largo rato escuchando a un actor, al apuntador, a lo que le dice el director como indicación para un intérprete. Eso me fascina, nunca me aburre. Por eso he sido docente durante un tiempo. Y todo me ha servido mucho en la vida. La actuación me ha ayudado a comprender más a mis semejantes y a tener una mirada más profunda hacia los demás. Por eso, no puedo vivir sin actuar. Richard Strauss decía que sin hacer música le faltaba el oxígeno, no le circulaba la sangre. A mí me ocurre lo mismo con la actuación. Si no estoy regularmente arriba de un escenario es como si me faltara una pierna, un brazo, como si me fuera escapando la vida.”
                                                                                                                           Alberto Catena