Copenhague

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Copenhague. Una obra de Michael Frayn. Dirección: Mariano Dossena. Elenco: Patricio Contreras, Alejandra Darin y Sergio Griffo. Música original: Rony Keselman. Escenografía: Nicolás Nanni. Realización escenográfica: Bea Blackhall. Vestuario. Vanesa Abramovich. Iluminación: Horacio Novelle. Centro Cultural de la Cooperación.

Extraordinario suceso en el teatro San Martín a partir de 1998 -duró cuatro años en cartelera-, la obra del inglés Michael Frayn ya había tenido dos años de plateas llenas en Londres y una muy buena acogida en Nueva York cuando se dio aquí. Escritor y periodista con muchos éxitos en el terreno de la comedia y el humor, Frayn dio por esa época un giro inesperado con Copenhague y se internó en un tema de profundo interés humano, como es el uso de la energía nuclear para la fabricación de armas letales y su empleo como factor de sometimiento y disuasión militar. Obviamente no para su utilización pacífica, que es lo que puede beneficiar a las sociedades modernas. Para eso, junta a dos científicos mundialmente famosos en su tiempo, el danés Nils Bohr y el alemán Werner Heisenberg, que fue su discípulo, en una cita en la casa del primero en 1941, luego de que el ejército nazi invadiera a Dinamarca, y los hace dialogar. La cita realmente existió pero poco se sabe de ella, de modo que lo que Frayn escribe es más bien conjetura.
        
Según se sabe, la única testigo de este encuentro fue la mujer de Bohr, Margarita, pero tanto ella como los dos protagonistas de ese diálogo, murieron sin revelar datos de él. El hijo de Bohr, sin embargo, cuenta que su padre le relató en parte el contenido de la conversación, que al parecer duró muy poco tiempo. Según parece, y ante la información de Heisenberg, de que Alemania avanzaba hacia la fabricación de una bomba atómica, Bohr le contestó que en su opinión no estaban en condiciones de llegar a ese objetivo antes del final de la guerra que, como es conocido, terminó con la derrota del nazismo pocos años después. Heisenberg le habría comentado que tal vez eso no fuera tan así y que había caminos para llegar a ese objetivo de manera rápida. Pero que su preocupación frente al tema no era una duda acerca de los tiempos que tardaría en concretarse ese paso, sino de carácter ético: si podía un científico (él fue quien sentó los principios fundamentales de la mecánica cuántica y descubrió el principio de incertidumbre, ambos claves para el desarrollo de la física moderna) avalar con su trabajo la construcción de un artefacto de destrucción masiva de la civilización. Al parecer, Bohr estaba convencido de que un científico debe siempre trabajar para el gobierno de su país. Heisenberg, en cambio, dudaba.
      
Tomando estas ideas, que en parte tienen su germen en el libro La guerra de Heisenberg, del periodista Thomas Power, el dramaturgo inglés se interna en un formidable ensayo sobre las distintas posiciones que se pueden dar dentro de la cabeza de un científico ante ese tema, un dilema que se debate desde hace mucho en el mundo y hoy continúa, pero que sin duda todavía no se ha resuelto porque las armas de destrucción masiva se sigue construyendo con el aporte de la ciencia, si bien ningún artefacto nuclear volvió a ser arrojado sobre una población del planeta después de Hiroshima y Nagasaki. Pero los temores y alarmas de que tal vez podrían en algún momento usarse no han cesado. Por otra parte, diferentes conductas de la sociedad actual, como es el descuido del medio ambiente que ha llevado a una situación por demás peligrosa para su equilibrio, siguen demostrando que la capacidad de respuesta para evitar que estas políticas dañinas para el ser humano y su hábitat no ha sido hasta ahora lo suficientemente fuerte como para detenerlas. ¿Podrán las sociedades en los años próximos, y ante la inminencia de alguno de estos riesgos letales para la civilización, reaccionar a tiempo para evitarlos? Esto sigue en pleno debate y la obra de Frayn aporta lo suyo para reflexionar sobre ello.
      
Lo hace a través de una estructura de diálogo que, sin perder riqueza ideológica, consigue darle a las reflexiones que sobre distintos temas aborda la obra un alto nivel de fluidez teatral. Frente al suceso merecido de aquella versión de Copenhague en el Teatro San Martín, dirigida por Carlos Gandolfo y la participación de tres grandes actores como Juan Carlos Gené, Alberto Segado y Alicia Berdaxagar, intentar de nuevo otra puesta era un desafío difícil, porque si bien han pasado más de diez años de la última representación de aquella versión, hay mucho público en actividad aún que la vio y podía hacer lo que es siempre inevitable: comparar. Hay que decir, sin embargo, que el nuevo montaje del texto consigue una factura en lo actoral y visual convincente, que no deja malparado el propósito de exhumarla. Patricio Contreras, compone un Bohr aplomado y sólido, que confirma sus indiscutidos antecedentes, Alejandra Darin se mueve con soltura y comodidad en el papel de la esposa del científico danés, y Sergio Griffo, que era el que más interrogantes suscitaba, aborda con mucho acierto y seguridad al dubitativo alemán de la ficción. Acaso, pero esto puede no ser más que una impresión subjetiva, la cuidada puesta de Mariano Dossena desarrolla una fluidez teatral más morosa que la anterior versión.

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