Crítica de cine: César debe morir



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César debe morir. Italia, 2012. En el original: Cesare deve morire. Dirección: Paolo y Vittorio Taviani. Guión: Paolo y Vittorio Taviani y Pablo Cavalli. Fotografía: Simone Zampagni. Música: Giuliano Taviani y Carmelo Travia. Edición: Roberto Perpignani. Intérpretes: Cosimo Rega, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Darío Bonetti, Vittorio Parrella y otros

“Nunca digas no va más”, se le podría decir a algunos agoreros, sobre todo tratándose de grandes creadores. Sin estar inactivos –habían trabajado en los últimos años haciendo miniseries para la televisión sobre obras de León Tolstoi y Alejandro Dumas-, los muy talentosos hermanos Taviani, Vittorio 84 años y Paolo 82, filmaban cine desde hace unos seis años, cuando presentaron en 2007 La granja de las alondras. Algunos se  atrevieron a pensar entonces que se habían despedido de la pantalla grande para dedicarse solo al formato televisivo. Antes de 2007 habían filmado solo otra película, Tu ridi, de 1988. Bueno, para suerte del cine, y a pesar de tomarse su tiempo, los dos extraordinarios realizadores de trabajos como Padre padrone (Palma de Oro de Cannes de 1977), La noche de San Lorenzo (1982) o Kaos (1984), por citar algunas de las más emblemáticas, decidieron que todavía tenías cosas que decir. Y se largaron a rodar Cesar debe morir, un excelente largometraje que se alzó con el Oso de Oro de la Berlinale de 2012.

     Como en sus filmes más destacados, los hermanos Taviani se lanzaron al rescate de un sector de la Italia pobre que siempre han reflejado sus historias, tal vez el más olvidado y difícil de digerir: el de los presidiarios. Un par de años atrás, Paolo y Vittorio asistieron a una cárcel de máxima seguridad en los alrededores de Roma, la de Rebibbia, para ver una representación teatral de un fragmento de La divina comedia hecho por los propios presos. Sin muchas expectativas al principio, se asombraron, sin embargo, con la calidad de lo que les mostraron. Era la tragedia de Paolo y Francesca, en uno de los círculos del Infierno del Dante. Según dijeron: “En ese momento sentimos que esos versos, que habíamos escuchado muchas veces, recién ahora cobraban un verdadero sentido, pronunciados por una veintena de prisioneros, varios de ellos con condenas de por  vida. Ellos sabían lo que era el infierno, el infierno de la prisión.”

    Y así se decidieron a filmar dentro de la prisión el Julio César de Shakespeare. De hecho los actores del elenco de la cárcel había hecho ya antes un fragmento de La tempestad, así que no desconocían al poeta inglés. Se reunieron con el director del grupo teatral, Franco Cavalli, e hicieron las pruebas correspondientes para ver, sobre todo, a quienes correspondían los papeles principales: Julio Cesar, Marco Antonio, Bruto, Casio, Decio. Y una vez hecho esto armaron el guión de la película, que en gran parte refleja momentos de la representación de Julio Cesar, pero también el “detrás de la escena”, que incluye los períodos de ensayo y aspecto de la vida de los detenidos y de sus relaciones. El marco escenográfico es la propia cárcel, con sus pasadizos, sus pasajes, sus espacios. Gran parte de la película está filmada en blanco y negro para darle mayor profundidad al trabajo de los actores.
    Los directores han comentado que eligieron Julio Cesar no solo por tratarse de una obra sobre personajes de la Roma imperial sino también porque los conflictos de crimen, traición, amistad y ambición de poder podían ser mejor internalizados por los presos. Muchos de ellos, por su experiencia de vida, han sido integrantes de la mafia o la camorra. Y podían, por lo tanto, saber de qué se trataba lo que decían y que sentimientos provocaba en el personaje. Esa sensación de veracidad, agregada a la calidad emocional que logran los intérpretes, es un elemento sumamente inquietante y estremecedor, porque mientras espectador ve actuar a los detenidos sabe al mismo tiempo quienes son esas personas y por qué han ido a parar a las celdas. La película se encarga de decirlo. Unos son convictos por asesinato, otros por tráfico de drogas o robo a mano armada, y casi todos ellos han pertenecido a organizaciones de la mafia.

    El espectador experimenta, al mismo tiempo, otro sentimiento, que nace sin que el filme lo induzca en ningún momento: el de honda conmiseración por muchos de estos hombres que, condenados en algunos casos a purgar sus penas a perpetuidad, logran atrapar esos pequeños relámpagos de libertad y reconocimiento que les otorga la actuación, esos fugaces instantes de felicidad que la vuelta a la “normalidad” de las condenas evapora de inmediato. Al punto que, al terminar la película, uno de los convictos afirma que, después de conocer el arte. Su celda se le ha convertido ahora sí en una verdadera prisión. Un regreso de los hermanos Taviani al cine por la puerta grande. 

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