Crítica de cine: Just Jim



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Just Jim (Reino Unido, 2015). Guion y dirección: Craig Roberts. Fotografía: Richard Stoddard. Música: Michael Price. Intérpretes: Emile Hirsch, Craig Roberts, Richard Harrington, Nia Roberts, Aneirin Hughes, Sai Bennet, Tristan Gravelle, Mark Lewis, Darragh Morteli, Helen Griffin y otros. Duración: 84 minutos.

 Difícil catalogar a esta ópera prima del joven director británico Craig Roberts –un poco a medio camino entre la comedia y el drama, pero con claras pinceladas surrealistas en el estilo onírico de David Lynch-, pero esa imposibilidad no impide reconocerla como una obra de muy buen cuño, que trabaja con igual destreza la descripción de una vida tediosa, los suspensos y el despliegue de la fantasía y gracias a eso logra redondear un producto realmente valioso. La acción se desarrolla en una apacible población del interior de Inglaterra, que el autor ni siquiera se encarga de nombrar ni ubicar territorialmente. Una localidad que tiene una suerte de centro urbano pequeño con un colegio al que asisten los jóvenes y en sus aledaños diversas casas que se esparcen en un paisaje casi rural y muy extendido, en el que la vida al aire libre y la serenidad de los espacios verdes son tan reales como las limitadas opciones de los habitantes para divertirse fuera de las fiestas entre familias o las tareas –algunas deportivas- que organiza la escuela para los menores.

       En este medio, el protagonista de la película, Jim, es un joven retraído al que sus padres, demasiado ocupados en la atención de una hermana mayor, le dedican escaso tiempo, además de considerarlo un adolescente raro. Para peor, en el colegio es continuamente hostigado por sus compañeros, que ven en él un blanco perfecto para saciar sus aburrimientos y falta de mejores expectativas. Frente a esta situación, Jim no encuentra una solución para abordar los problemas que lo angustian, incluso el de la conquista de una pelirroja que le encandila pero a la cual no se atreve a hablarle. Hasta que en un momento, aparece en su vida un joven llamado Dean, un norteamericano que dice haber aterrizado en el lugar en busca de una tranquilidad que su tumultuosa vida en su país de origen le hacía imposible. Está, al parecer, como en una etapa de alejamiento de aquel pasado y dispuesto a compartir su saber sobre las cosas. Es como un alter ego totalmente opuesto a los rasgos personales de Jim, que lo iniciará en la transformación de su personalidad a fin de deshacerse de las ligaduras humillantes a que los someten los otros jóvenes del villorrio.

      La trama va llevando a Jim a distintos enfrentamientos con los otros jóvenes y a perpetrar algunas osadías que lo van perfilando en una actitud distinta a la que se le veía normalmente, pero mientras eso ocurre el joven norteamericano –ese admirado prototipo de muchacho rebelde al estilo de James Dean, no por nada tiene ese nombre- lo va desplazando del lugar que ocupa en su familia y poco a poco arma frente a sus padres el cuento de que Jim es un psicópata y es necesario encerrarlo. La desesperación comienza a apoderarse del joven que intenta alertar a la hermana –que está estudiando en otra ciudad- pero ésta no le cree y le aconseja madurar. Todas las puertas se cierran y solo es posible una salida radical. Como en la película que Jim ve casi siempre en el solitario cine del pueblo –que es siempre la misma y se llama La venganza del flautista- decide poner fin a la traición de su amigo yanqui, que ha avanzado mucho en la estrategia contra él, incluso intentando seducir a su madre en una conducta que humilla claramente al padre. Jim preparará su propia venganza y volverá, en parte, a ser el mismo que antes, un chico bueno, pero más decidido a no dejarse avasallar. Lo interesante de la historia es que transcurre totalmente en la mente del joven protagonista, como si fuera un viaje por su inconsciente –con todas las implicancias freudianas y las simetrías con David Lynch que de allí se pueden sacar-, pero toda la exteriorización fílmica de los hechos se despliega con la suficiente habilidad como para que el espectador solo al final perciba que está frente a un hecho meramente imaginativo. Lo cual es un verdadero logro  narrativo de la película, al que debe agregarse una muy buena actuación, llena de excelentes detalles, del propio protagonista, que no es otro que él mismo director: Craig Roberts, en una doble y virtuosa función. Está estupendo también como Dean Emile Hirsch, un rostro que está entre el de James Dean y el de Leonardo Di Caprio. El de Craig Roberts, a su vez, es bastante parecido al de Franz Kafka, si bien esto no autorizaría a deducir ninguna metáfora de transformación o metamorfosis.

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