Crítica de teatro: Dos pícaros sinvergüenzas



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Dos pícaros sinvergüenzas. Libro y Música de Jeffrey Lane y David Yazbek. Versión de Pablo Kompel. Dirección: Marcos Carnevale. Elenco: Guillermo Francella, Adrián Suar, Pablo Codevilla, Gimena Accardi, Eliseo Barrionuevo, Rodrigo Cecere, Natalia Cociuffo, Diego Hodara, Melania Lenoir y Belén Pasqualini. Escenografía: Alberto Negrín. Iluminación: Gonzalo Córdova. Vestuario: Mónica Toschi. Teatro Metropolitan.

La historia de esta comedia tiene raíces que se proyectan a los sesenta. En el origen, y con el guión de Stanley Shapiro y Paul Henning, el director Ralph Levy filmó en 1964 la película Dos seductores (Bedtime story), que interpretaron en los papeles protagónicos los recordados David Niven y Marlon Brando. Veinticuatro años después, en 1988, Frank Oz hizo una remake denominada Dos pícaros seductores (Dirty Rotten Scoundreis), que agregaba al libro original otro autor, Dale Launer, y colocaba en los papeles principales a Michel Caine y Steve Martin. Obviamente, la mayor parte de los espectadores recuerdan más, por su cercanía, la última de esas dos producciones.

     Lo habitual es que las obras teatrales taquilleras se conviertan en filmes. El cine norteamericano es pródigo en estos trasvasamientos. Pero, a veces, es al revés. En este caso, las películas mencionadas dieron lugar a una comedia musical que copió el mismo título, con adaptación del libro y música de Jeffrey Lane y David Yazbek, y cuya premier mundial se realizó en el Old Globe de San Diego, California. Ahora, gracias a la compra de derechos, se ve en la calle Corrientes. Es una conocida fórmula que se repite a menudo con bastante éxito y como si no hubiera textos importantes en el país para poner en escena. La apuesta, más que mostrar un texto consistente, es colocar al frente de estas producciones a figuras que el público sigue fielmente más allá de lo que hagan.

    En esta ocasión, esas figuras son Guillermo Francella y Adrián Suar, dos actores que, sobre todo en la televisión y el cine, han demostrado tener un magnetismo probado y capacidad taquillera para atraer al público masivo. La historia, como lo sabe cualquiera que haya visto cualquiera de las dos versiones en celuloide, cuenta las andanzas de dos truhanes que operan en la Riviera Francesa y engañan mujeres ricas para quedarse con su dinero. Hay entre ellos una competencia para ver quien de los dos es el mejor. Uno es un personaje más glamoroso y sofisticado, Lawrence Williams, que se hace pasar por un príncipe derrocado, y el otro, Freddy Benson, un timador más primitivo pero astuto y no desprovisto de encanto. Son sus aventuras y la aparición de una tercera figura, una supuesta reina de un jabón para lavar la ropa, Charlotte Skip, las que construirán la desopilante trama de esta comedia.

     En rigor, más que una obra musical, se podría definir a la pieza como una comedia con acompañamiento de algunos números coreográficos agradables y bien realizados profesionalmente pero sin demasiada sustancia. En cambio, son muy graciosas y llenas de gags las escenas que van desarrollando los dos estafadores y ofrecen a los actores posibilidades de gran lucimiento. La primera advertencia para hacerle al espectador más desprevenido –no al que hace culto de las figuras y va atraído por ellas más que por ninguna otra razón- es que evite las comparaciones con los resultados histriónicos logrados por los actores de la película y los de esta obra, sobre todo en el rol de Adrián Suar, que está a lejanísima distancia de Steve Martin.

     Suar es, además de un productor exitoso, un comediante simpático y con mucho feeling con el público. Es un hecho innegable. Cualquier morisqueta o movimiento físico que haga –que él se encarga de remarcar consciente de su efecto- cuenta siempre con la complicidad de sus espectadores, muy dispuestos a sentirse bien con su presencia. Nada en contra de eso ni contra las consecuencias terapéuticas de esa relación. Pero, analizado con rigor, es un actor de limitados recursos y al que es difícil encontrarle una composición en profundidad. Sea en cine, teatro o televisión no llega más que a un terminado punto. Nunca va más allá.

     Francella es su contraparte. Iniciado como un comediante de mucho punch ha avanzado en los últimos tiempos hacia otros desafíos actorales que demuestran una potente capacidad de variación, un arco interpretativo de matices mucho más amplios que los que se le suponía, tal vez con cierto prejuicio. Sin duda, en esta obra es quien más se luce y merece llevarse los más fuertes elogios. Sobre todo por el aplomo escénico y la seguridad con que mueve el personaje, al que solo pone en máximo rendimiento cuando el libro lo exige.

     Al lado de ambos protagonistas, Pablo Codevilla cumple con eficacia su rol del comisario André y Gimena Accardi aporta su innegable frescura al papel de Charlotte. La misma idoneidad exponen los restantes integrantes del elenco. Una escenografía de Negrín que resuelve con destreza las necesidades de ambientación del libro y se asiste a una muy nítida iluminación de Gonzalo Córdova. En cuanto al vestuario es muy variado, aunque demasiado llamativo –y con frecuencia feérico-, para el personaje de Williams, que es el de Francella.      
                                                                                                      
                                                                                                                    A.C.

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