Crítica de teatro: El Padre



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El padre. Autor: Florian Zeller. Dirección: Daniel Veronese. Versión: Fernando Masllorens y Federico González del Pino. Diseño de escenografía: Tito Egurza. Diseño de iluminación: Eli Sirlin.  Elenco: Pepe Soriano, Carola Reyna, Fabián Arenillas, Magela Zanota, Marina Bellati y Gabo Correa. Duración: 90 minutos. Multiteatro.

  La obra teatral de autor francés Florian Zeller, joven novelista y dramaturgo de mucho éxito en su país, es al parecer, y si la memoria no nos falla, la primera que se estrena en Buenos Aires. Es un trabajo estrenado en 2012. Es un texto que está construido como un rompecabezas y que el lector debe seguir con atención, a sabiendas que, por último, el conjunto de las piezas se irá armando. Un texto, que a pesar de tener situaciones que provocan una sonrisa tierna, en verdad encara un tema crucial y muy conmovedor: el del envejecimiento cuando viene acompañado de una enfermedad neurológica que hace imposible a la persona que la padece manejarse sola. Se trata, aunque la obra nunca lo mencione, de la afección conocida como mal del Alzheimer.

       El protagonista de la historia es Andrés, un ingeniero de 80 años que ha comenzado a sufrir desarreglos en su memoria y confunde situaciones que su imaginación va armando –con seguridad en base a datos que su mente capta- con hechos reales. La primera escena comienza cuando la hija con la que vive –hay otra que se menciona con frecuencia, pero después nos enteraremos por qué no está- le dice que se irá a vivir a Londres con su actual pareja y que para eso deberá dejarlo a cargo de una enfermera, de alguien que lo cuide, tal vez una institución. A partir de allí la obra va articulando distintos episodios, en los que el hombre confundirá una y otra vez a los personajes con otras personas, mostrando que su estado es delicado, que no puede moverse dentro de la realidad sin extraviarse.

      Pero Zeller no pinta solo a un hombre con lagunas y estados de desorientación, sino también a alguien que, junto a sus desvaríos y deformaciones de la realidad, muestra momentos de lucidez y una absoluta seguridad en su mundo que, en todo caso, siente es amenazado por quienes quieren cambiarlo. Porque en distintas ocasiones él asegura que está perfectamente bien, que los que se  equivocan son los otros. Esto permite que, en distintas secuencias, las conductas de ese padre, sus reproches, sus preguntas y sus iras provoquen reacciones de empatía, no solo porque es el más desprotegido, sino incluso porque se puede llegar a pensar que tal vez tenga razón y en verdad lo que pasa es que sus parientes quieren desembarazarse de él. Daniel Veronese confió a la prensa que, a pesar de haber cambiado algunos fragmentos de la obra que le parecían confusos o contradictorios, nunca forzó el material hacia lo liviano. Y eso se nota, sobre todo en el equilibrio que logra sobre el escenario donde, si bien es imposible no sentir dolor por lo que ocurre, hay siempre una contraparte de dulzura o afecto que compensa a los cuadros.

        En el papel principal, ese extraordinario especialista en “viejos” de distinta carnadura que es Osvaldo Soriano (lo viene haciendo desde hace cincuenta años), añade a su galería uno más. Es fascinante ver irradiar a este actor a los 86 años semejante energía sobre el escenario y sostener una composición que está llena de pequeños y sutiles detalles, que ofrecen a cada instante dramático la expresión exacta en el rostro o el cuerpo. Un capo laboro, como ya nos tiene acostumbrado Pepe en su brillante carrera. El otro gran trabajo es el de Carola Reyna, cuya sensibilidad penetra hasta los huesos en el espectador. El resto del elenco está a la altura de estos dos excelentes aportes, obviamente en roles que son menos comprometidos emocionalmente pero que, gracias a la excelencia de sus impulsores, nunca parecen carecer de importancia. La escenografía de Egurza es intencionalmente despojada y límpida y sirve para, con escasas modificaciones, entrar bien a todas las escenas, iluminadas con mucha profesionalidad por Eli Sirlin.
 

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