El cuerpo de Ofelia

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El cuerpo de Ofelia. Autores: Bernardo Cappa y Pedro Sedlinsky. Dirección: Bernardo Cappa. Realización escenográfica: Fernando Díaz. Operador de luces: Germán Giacalone. Vestuario: Pía Drugueri. Músicos en escena: Damián Ferrero y Emiliano Salvatore. Elenco por orden alfabético: Antonella Bessone, Gastón Courtade, Pablo Chad, Brenda Chi, Natacha Delgado, Diego Gens, Aníbal Gulluni, Maia Lancioni, German Parmetler, Jorge Prado y Micaela Racciati. Teatro Andamio 90. Sábado: 20 horas. Duración: 90 minutos.

       Es extraño que alguien no haya visto alguna vez la historia de Hamlet, de Shakespeare, la obra más propagada de ese autor y una de las que más versiones debe haber experimentado en teatro a lo largo de su existencia, que se supone surgió entre 1599 y 1601. Pero Hamlet ha llegado también a la radio, la televisión, el cine. A veces en realizaciones muy fieles al libro original, otras en adaptaciones actualizadas al lenguaje de la época y en ocasiones tomando a sus personajes como pretexto para seguir una peripecia que no empieza ni termina en el castillo de Elsinor, sino que, como un rizoma, se expande hacia lugares inesperados. Esta versión escrita por Cappa y Sedlinsky produce, como confiesan sus autores, un corte en el mito para encararlo desde el momento en que muere Ofelia, la prometida de Hamlet.

     Pero ninguna versión alcanza su significación completa si no se observa en espacio, el contexto en el que se hace. Y haberla hecho en el Teatro Andamio, donde hace algunos años falleció y fue velada una de las figuras cumbres del teatro argentino, la actriz y directora Alejandra Boero, que también se llamaba Ofelia, no es un dato inocente. Como tampoco lo es que el cuerpo de Ofelia esté siendo velado en una casa mortuoria que alguna vez parece haber sido un teatro, como lo denuncian viejas cortinas o los restos de escenografías supérstites. Y que el paradero de ese cuerpo, cuya desaparición ha sido denunciada, esté siendo investigado en la obra por una médica forense que se apersona en el sitio para pedir que le muestren el cadáver, no vaya a ser que estemos otra vez por reiniciar una práctica que parecía haberse borrado en este país, aunque nunca se sabe.

    El tratamiento del espacio en El cuerpo de Ofelia tiene reminiscencias barrocas. Está dividido en tres planos, cada uno de los cuales está como encastrado y por encima del otro. El primero es el del velorio: con un ataúd cubierto por un paño rojo y distintas ofrendas florales por delante. Al llegar el público, un pianista y un guitarrista tocan una música acorde a las circunstancias, muy envolvente. El plano superior es como una sala de espera con un sillón para los visitantes y a la vez una sala con butacas para observar el otro plano que, por arriba, exhibe un pequeño escenario parecido a lo lejos a un camarín con un fondo de pantalla de televisión, donde Hamlet amenaza, frustrándose, con proyectar un video. La visión tiene complejidad, altura y profundidad.

    Lo interesante de estos planos es que permiten ingresar de lo que sería realidad –en rigor otra fantasía creada por los autores- a la ficción del mito shakespereano, donde la presencia del texto original se asocia una y otra vez a expresiones del presente, todo sin romper en ningún momento la armonía de la estructura ideada. Así es posible ver u oír a Hamlet imputarle su falta de honestidad y aconsejarle que se retire a un convento a una supuesta Ofelia –en verdad una amiga que dice haber estado con ella en la pileta poco antes de que se ahogara y que tiene en sus manos las cartas que le devolvió el príncipe-, todo en idioma inglés, o luego a otros personajes pronunciar frases que proceden de la traducción de la obra hecha por Carlos Gamerro, conviviendo con reconvenciones del más burdo burocratismo del presente, como son las del recepcionista-personal de vigilancia que, junto con la chica que sirve el café, le piden a los recién llegados que se quiten los abrigos porque es una regla de oro del guardarropas, o las groseras insinuaciones que el mismo bicho le hace a la amiga de Ofelia para que se desprenda de su tapado suponiendo que debajo de él está desnuda.

      Desde atrás de la platea, entretanto, suenan como vociferaciones de un grupo de personas que apoyan a Laertes, quien amenaza a Claudio que si no ajusticia a Hamlet todo el peso de la justicia por el crimen de Polonio caerá sobre él. Es otro hueco por donde la realidad del país real se cuela en Hamlet, tal vez la pieza artística más moderna, por la intensidad de las interpelaciones que todavía propone al ser humano frente al poder y las distintas maneras de ejercer o transitar la política, o por las deudas pendientes con la justicia que les recuerda a cada momento a los gobiernos del mundo. Cappa, sin duda acompañado en esta empresa por Sedlinsky, ha logrado un perfecto equilibrio en la versión. Sin renunciar nunca al humor que es marca inconfundible de su estética, lo dosifica en una proporción inteligente, que deja una y otra vez lugar a la evocación de la fuerza y riqueza de la historia original, de los infinitos caminos por los que su teatralidad puede expresarse. Como si quisiera demostrar que el teatro se alimenta por necesidad y naturaleza de un río perenne, interminable y antiguo como el aire y donde todo lo que se hace procede de la fragua de la reinvención, una caldera en la que aquello que se ve parece nuevo, diferente, pero solo en parte lo es. Ni hablar que, además de la excelencia visual, uno de los puntos más altos de la versión, como es costumbre apreciar en las puestas de Cappa, son las actuaciones. El conjunto de los intérpretes se destaca y con especial brillo los que componen a Hamlet, Claudio y las figuras femeninas. Posiblemente, uno de los mejores trabajos de este director y dramaturgo.

                                                                          A.C.

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