El último espectador

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El último espectador. Autor y director: Andrés Binetti. Intérprete: Manuel Vicente. Diseño de escenografía y vestuario: Alejandro Mateo. Diseño de luces: Francisco Varela. Diseño de sonido: José Binetti. Asistencia de dirección: Nadine Cifre y Grace Ulloa. Teatro del Pueblo.

Jorge Luis Borges dice que el olvido es la “última venganza” que se comete contra una persona viva. La peor y más dolorosa podríamos agregar, porque es la que se siente hasta la fibra más profunda del corazón. El olvido que adviene después de la muerte no se percibe, si bien es posible vaticinarlo mientras se aguarda su llegada y eso entristece. No por nada el ser humano pelea tanto contra el olvido, levanta tantas murallas para sortearlo, siempre inútiles o poco eficaces. “Pronto olvidarás, pronto serás olvidado”, afirma Marco Aurelio, el filósofo romano. El miedo a esa amnesia sobre la presencia que ha tenido en el escenario o en la vida social es un sentimiento que persigue con tenacidad al actor, que nunca sabe cuándo esa diosa abstracta que es el público dejará de brindarle esa droga tan deseada y buscada que es el aplauso, el reconocimiento.

El único personaje que vemos en El último espectador, de Andrés Binetti, es un veterano director y actor de una compañía trashumante que se ha disuelto hace poco y extraña los días de fulgor que le proveían las giras que hacían por distintas geografías del país, tratando de llevar a esos lugares a los autores más renombrados, pero también obras capaces de atraer a los espectadores con materiales más ligeros y populares. El hombre, vestido con ropas gastadas, está en un antiguo almacén de campo, acodado en un mostrador en el que cada tanto alguien le sirve un vaso de ginebra que él bebe con fruición porque sabe que le levantará el ánimo y le calentará la lengua. No está solo, lo acompaña un parroquiano postrero al que no se lo ve en el escenario pero que se sabe lo escucha. Es casi de madrugada y afuera llueve con intensidad y el actor no tiene adónde ir. Su único recurso para permanecer justificadamente allí es seducir con su relato al parroquiano y evitar que se retire el lugar.

Y en ese esfuerzo por mantener entretenido a su único y final espectador, el actor apelará a sus mejores recuerdos, aquellos que embriagan su memoria de momentos felices, de sucesos e imágenes inolvidables. Los lugares o paisajes a los que su grupo se trasladaba, los personajes que allí encontraban, los tropiezos que sufrían en el escenario y que luego evocados les provocaba tanta risa. Y también las primeras señales de la diáspora, de la búsqueda por parte de los actores de nuevos horizontes o posibilidades de trabajo. Todo eso narra, a veces con humor y euforia, otras veces con nostalgia, ese artista en su lucha para conjurar al fantasma de otro abandono, tal vez el definitivo. En realidad no quiere quedarse en soledad, como un pobre anacoreta lanzado a un exilio incomprensible y atroz. Una puja ardua, porque él sabe que, como el final de la noche, su representación tiene el tiempo contado: pero mientras tanto la disfruta, quiere beberla hasta la gota de la agonía.

Mediante este planteo, en apariencia simple, Binetti evoca con vuelo poético y mucho olfato teatral la historia de muchos actores olvidados –y en ese sentido es un homenaje a ellos-, pero también está hablando de una batalla inmemorial de la humanidad: la de los seres que han sido derrotado por la vida y la injusticia, por la indiferencia y el desafecto. La pieza nos muestra que el olvido provocado por el paso del tiempo tal vez sea un epílogo inevitable en el camino de la mayoría de los mortales, pero la soledad, la marginación o el olvido de la existencia de otros pares en la convivencia diaria de las sociedades, la falta de un lugar seguro para los que llegan a la vejez, el calor con que se puede rodear a los semejantes, no lo es natural ni ineluctable. Es producto del egoísmo que generan ciertos sistemas, ciertas formas de organización de la vida entre las personas. A todas estas cosas tan conmovedoras alude, en su pequeña y casi invisible épica, la odisea de este perdedor concebido por Binetti. Un perdedor que nos hace acordar a los cientos hombres y mujeres, niños y viejos, que cada vez más vemos en las calles de Buenos Aires y el país, condenados y congelados no tanto por la intemperancia del invierno sino por la insensibilidad de una elite de poder con el corazón de piedra.

Otro punto muy alto de este espectáculo es la actuación de Manuel Vicente, un actor, director y docente de larga trayectoria, al que el público de esta ciudad viene hace años disfrutando en excelentes interpretaciones y en los últimos tiempos en distintas direcciones de obra. Vicente es un referente muy valioso para las nuevas generaciones de actores. Su trabajo en esta pieza de Binetti es un despliegue de magníficos recursos puestos al servicio de una composición vigorosa por lo humana y vital, por la fuerza orgánica con que el cuerpo se vuelca en apoyo de las palabras a fin de que suenen próximas a nuestras emociones. Un capo laboro. Esa labor se realiza en un medio escenográfico austero pero preciso, iluminado con la tonalidad requerida por el clima de la obra.

Alberto Catena

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