El vicepresidente: más allá del poder

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El vicepresidente: más allá del poder. (Vice, Estados Unidos, 2018). Dirección y guion: Adam McKay. Fotografía: Greig Fraser. Música: Nicholas Britell. Montaje: Hank Corwin. Producción: Will Ferrel, Brad Pitt, Adam McKay y otros. Intérpretes: Christian Bale, Amy Adams, Steve Carell, Sam Rockwell, Jesse Plemons, Bill Pullman, Eddie Marsan, Alison Pill. Duración: 132 minutos.
 

El vicepresidente: más allá del poder, que en el original se llamaba Vice por la parecida resonancia que esa palabra tiene con “vicio”, es en realidad una biografía política con tonos por momentos de comedia o sátira de uno de los personajes más nefastos y sombríos que hayan tenido los elencos gubernamentales de Estados Unidos en las últimas décadas: Richard “Dick” Bruce Cheney. Que esta figura aparezca a la luz en un film que llega de Hollywood y que tenga varias nominaciones al próximo Oscar, en tiempos en que la Casa Blanca es dirigida por Donald Trump, otra figura del mundo de las cavernas, aunque de características personales distintas a la de quien fuera vicepresidente de George W. Bush, ayuda a recordar, más allá de los valores artísticos que posea el largometraje de Adam McKay, algo útil: que las costumbres de Washington respecto de la política que marca el complejo industrial-militar, que es la de un Estado imperial, puede tener leves matices o pequeños cambios de maquillaje a través de los años, pero no se modifica en lo esencial. Y también que hay bastantes norteamericanos que suelen tener conciencia de esto, incluidos algunos de los que recorren las alfombras doradas de la meca del cine, pero que no son suficientes por ahora para provocar un efecto de verdadera transformación en esa orientación general funesta para la vida internacional. Y sino no se podría explicar que un hombre como Trump esté al frente de ese país.

       
Vicepresidente número 46 de la historia de los Estados Unidos, Dick Cheney tuvo fuerte influencia en distintas administraciones republicanas de esa nación, comenzando como jefe de gabinete de la Casa Blanca (1977-1977, en el gobierno de Gerald Ford), congresista por su partido por el estado de Wyoming (1979-1989), secretario de Defensa (1989-1993, en la gestión de George Bush padre, período de la Guerra del Golfo) y vicepresidente de George W. Bush, hijo (2001-2009), años en los que su poder alcanzó plena consolidación porque, de acuerdo con el primer mandatario al que acompañaba en la fórmula, se hizo su consejero imprescindible –de hecho decidía en estas área con bastante autonomía- en temas de energía, de seguridad nacional y política exterior, todos ellos claves. Ya en su gestión como congresista en representación del estado de Wyoming, y en la etapa en que no ejerció cargos políticos desde 1993 a 2001, Cheney anudó fuertes lazos con la compañía de petróleo Halliburton –de la que llegó a ser consejero delegado durante largos años- y con la industria militar a través de la corporación Lockheed. A ambas firmas benefició luego en la guerra con Irak con contratos muy jugosos desde la Casa Blanca a partir de 2001, haciéndoles ganar fortunas en dólares.

       
Destino político y empresarial formidable para un hombre por el que pocos, salvo su mujer, hubieran apostado demasiado cuando era en sus comienzos un simple trabajador en la industria de electricidad de Wyoming, muy propenso a alcoholizarse y sin un talento especial que lo singularizara respecto del resto de los mortales. Sin embargo, lo tenía y se lo demostró a su mujer, que según muestra la película, fue la gran titiritera detrás de la escena que lo arrancó de la bebida amenazándolo con separarse  y estimuló su poderosa ambición en la ascendente carrera de los años en que comenzó a hacer política. Tenía el talento de hacer lo que siempre convencía a sus mandantes, sin escrúpulos que lo detuvieran a la hora de perpetrar sus fines. Con Cheney no nace la era de los CEOS de empresas líderes en el mundo del poder que pasan directamente a dirigir los asuntos de Estado como si fueran los de un negocio privado, ya había otros antecedentes en Estados Unidos, pero seguramente en él se expresa de manera particularmente clara este giro de la política mundial que luego tiene repercusión en los lugares del globo que siguen los pasos del gigante del norte como su principal modelo pedagógico e ideológico. Hoy la Argentina, y con sus particularidades, es una copia de esa tendencia.

     
Cheney, después de hacer una pasantía en el Congreso de los Estados Unidos, inició su carrera a las órdenes de Donald Rumsfeld, otro tiburón que temer y que fue secretario de Defensa en dos ocasiones en ese país y descubrió en el joven Dick a otro ambicioso como él, capaz de hacer lo que se le propusiera con tal de servir a sus amos y de paso escalar en la pirámide social gracias a las ventajas que eso le brindaba. Lo otro fueron las condiciones del contexto histórico que permitieron que Cheney estuviera en el lugar y el momento oportunos para desplegar esa función. Y ese lugar fue estar al lado de Jorge W. Bush, otro hombre sin luces y que, por coincidir en forma absoluta con el pensamiento de derecha de Cheney, le  confió todas las posibilidades de hacerlo. Y el contexto fue el de la crisis de las Torres Gemelas, pretexto que la potencia del norte necesitaba para retomar su política guerrera en distintos países del orbe. A Cheney, al parecer, tampoco le sobraban las luces, pero sí la decisión de convertirse en el principal impulsor de esa estrategia que las corporaciones que lo sostenían impulsaban. Y actuando en las sombras, detrás del presidente, era el impulsor real de las medidas que se tomaban, en rigor las que propugnaba el complejo industrial-militar.

       
El film lo presenta como ese hombre opaco pero decidido a avanzar contra viento y marea en su propósito –ni siquiera lo detuvieron los tres infartos que tuvo y a los que sobrevivió-, y en determinados pasajes satiriza al personaje (en una secuencia él y su mujer recitan en la cama un fragmento de Macbeth, como si fueran las reencarnaciones de la pareja central de esa obra shakespereana), aunque sin abusar demasiado con ese recurso, porque el tono de comedia socarrona no le va sienta demasiado bien a Hollywood ni a una película que describe algunas de las decisiones más desastrosas y siniestras que se tomaron contra naciones que Estados Unidos necesitaba colonizar por la fuerza para apoderarse de sus riquezas –el petróleo en el caso de Irak-, y en aventuras que costaron cientos de miles de vidas inocentes. En ese sentido, la película es interesante en lo que muestra del recorrido de un personaje que decidió el destino de tantas personas en la tierra como si fueran los de unos simples juguetes de madera o la de unos seres que no merecen contemplación humana alguna. A quien haya seguido la política internacional de la Casa Blanca en las últimas décadas, el itinerario de Cheney le recordará viejas y conocidas lecturas de hechos que, aquí, están enumerados y desarrollados con detalle. Y como símbolo de un mundo atroz, sin piedad por ciertos países y sus personas (Irak, Afganistán, Siria y tantos otros).

         
Adam McKay, que ya en 2015 había recibido un premio de la Academia de Hollywood por el guion de La gran apuesta –que le pertenecía igual que su dirección-, exhibe de nuevo un buen libro para su film y sobre todo un muy afortunado casting de actores, aunque no puede impedir que por momentos la narración se torne un poco pesada, morosa, sobre todo porque la mayor parte de las escenas ocurren en lugares cerrados y en reuniones de personajes. Eso que para algunos espectadores suele ser cansador, para otros interesados en enterarse de las cosas que ocurrieron funciona bien. En lo que tal vez la película peque de ingenuidad es en atribuir tanto peso a la mujer de Cheney en sus decisiones, porque si bien es cierto que ella influyó mucho en su cambio, él tenía ya la materia prima para ser ese hombre poco visible que detrás del presidente pudo ser herramienta de muchos cambios que cambiaron el curso de la historia. Pero, esos cambios, obviamente, no se debieron ni a la fuerza de carácter de la ambiciosa Lynn Vincent Cheney, su esposa, ni a él mismo, por mucha que fuera su codicia de poder y de ganar dinero, sino al plan urdido por las máximas cabezas de la derecha capitalista neoliberal en su nueva estrategia para dominar el mundo. Tanto Lynn como Dick, y tantos otros, fueron sus instrumentos para concretarlo, y por eso los benefició y terminó integrando a su círculo íntimo. De hecho, y ya retirado, Cheney es un empresario multimillonario, que hoy descansa en política de su trabajo a favor de las grandes corporaciones internacionales, pero en el lujo de existencia actual  seguramente sigue aconsejando a los nuevos escualos del poder que aspiran a convertirse en los futuros villanos del sistema. 
       
Por último, digamos, desarrollando lo dicho sobre el acierto del casting, que la mayoría de las actuaciones están, dentro del estilo casi naturalista exigido por las producciones de estas características en Hollywood, en un nivel de gran excelencia, empezando por Christian Bale (muy recordado por su labor como Batman), quien logra una reencarnación asombrosa por su parecido al personaje real, sobre todo en la edad adulta, circunstancia que lo obligó a engordar varios kilos. Pero no es solo la semejanza física, al que los kilos en exceso y un maquillaje preciosista llevan como decimos hasta un increíble límite de aproximación, sino también la administración de los gestos, las actitudes corporales y los rictus labiales con que el actor compone su personaje. Todo contribuye a una caracterización casi perfecta. Gran trabajo de Bale, que ya había trabajado en otras películas de McKay, como La gran apuesta, sobre los abusos cometidos por Wall Street durante la burbuja inmobiliaria que dejó a miles de personas en la calle y a los bancos, como siempre, socorridos para que no se derrumbara el sistema. Le sigue en orden de mérito Amy Adams como su esposa Lynn, que hace un dibujo facial y de carácter a la altura de lo que le exige el personaje. Y siguen en una lista que tampoco nunca decae: Steve Carell como Donald Rumsfeld, estupendo; Sam Rockwell como George W. Bush o Alison Pill como una de las hijas de Cheney.

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