Imprenteros

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Imprenteros. De Lorena Vega y Hermanos. Dramaturgia y dirección: Lorena Vega. Elenco: Sergio Vega, Federico Vega, Lorena Vega, Julieta Brito, Juan Pablo Garaventa, Lucas Crespi, Federico Liss, Viviana Vázquez, Vanesa Maja, Mariano Sayavedra. Vestuario: Julieta Ilarca. Iluminación: Ricardo Sica. Sonido y música original: Andrés Buchbinder. Montaje Audiovisual: Emi Castañeda. Centro Cultural Ricardo Rojas. En febrero en el Bafici.

 

Pocos inventos tuvieron tanta influencia en el desarrollo de la cultura humana como la creación de la imprenta. Desde 1440, fecha en la que se adjudica la invención de la primera imprenta al alemán Johannes Gutenberg, ríos de tintas, siglos y avatares de la civilización se deslizaron por los entresijos o huecos de las antiguas y modernas máquinas de impresión y quedaron registrados en libros, revistas, diarios, tarjetas o hasta etiquetas para algún producto como un salamín. Mucha peripecia humana de otros mortales que a menudo dejó oculta la de los propios hacedores de esos objetos, de los que construyeron los puentes de comunicación sobre los que se movió la existencia de los demás durante siglos. La historia escrita en los libros hace visibles a muy pocos en sus páginas y deja bajo una neblina infranqueable, rota apenas por golpes esporádicos de una mano justiciera, a millones de criaturas anónimas de esta tierra, con destinos tan dignos de conocerse como el de los que alcanzan alguna notoriedad, merecida o no. La sensibilidad de ese extraordinario poeta que fue Bertolt Brecht interrogaba en Preguntas de un obrero que lee, interrogaba respecto de ese descomunal olvido cavado sobre el corazón de nuestro pasado: “¿Quién construyó Tebas, las de las siete puertas? Y Babilonia, destruida tantas veces, ¿quién la volvió siempre a construir? La gran Roma está llena de arcos de triunfo, ¿quién los erigió? ¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?” Tantas historias sin conocer y tantas preguntas sin respuestas que se podrían formular.
        
Infinidad de preguntas perdidas en la nada por ausencia de voces que las rediman con una explicación o que contesten algo sobre lo que fueron las vidas de esos seres. Otras, por fortuna, y gracias al registro fijado en palabras o imágenes por un ser querido o un artista memorioso que captó el paso de uno de estos desafortunados y no pudo borrarlo de su mente, logran un canal de contacto y atraviesan la amnesia que captura la memoria colectiva. Imprenteros, una obra con dramaturgia y dirección de Lorena Vega, es el justo homenaje a una de esas odiseas sin trascendencia pública, tal vez pequeña como los átomos que sostienen al universo y por eso tan vital, valiosa y digna de recordarse como la de cualquier hombre o mujer: la de su padre, Alfredo Vega, un hombre que edificó su mundo laboral en torno a un taller gráfico artesanal ubicado en Lomas del Mirador, donde se dedicaba a la impresión de etiquetas, folletos y catálogos. Lorena Vega elaboró con su evocación y la de los sucesos familiares que se generaron en la vida de él, de su madre y la de los tres hijos del matrimonio (Lorena, Sergio y Federico, en ese orden nacieron) un atractivo biodrama, un género que ofrece mucha libertad creativa a su autor, pero también talento para no convertirlo en una pura y cansadora sucesión de relatos reales hilvanados.

Lorena Vega, que es dramaturga y ha trabajado en varios textos en los que incluso ha trabajado, encuentra los recursos para sortear ese peligro y hace de todos esos hechos una filigrana desbordante de gracia y veracidad, de pasajes escénicos que desbordan amor por el personaje recordado y al mismo tiempo un ojo atento y riguroso para observar y describir con la mayor fidelidad posible la figura paternal, un ser humano con sus virtudes y también con sus errores y defectos, como todos los que existimos. Para eso y para reproducir las escenas de esa vida, Lorena como directora invitó a sus dos hermanos, Sergio, que se allega al escenario y convierte en un actor más, y Federico, que prefirió dar su testimonio mediante una entrevista en cámara proyectada durante el espectáculo. Ambos –de características diferentes- reflejados en un retrato sin pliegues. También convocó a un grupo de actores y actrices amigas, todos de muy bien nivel interpretativo, para encarnar a los distintos personajes que desfilan por el lugar, incluidos los papeles que representan al padre y la madre.

La actriz de Yo, Encarnación Ezcurra y La vida extraordinaria, por citar sus últimos trabajos, se transforma en una virtual anfitriona que le explica al público detalles de las personalidades que verán y aclara aspectos de la historia que son necesarios remarcar. Lo lleva a cabo sin apelar a histrionismos innecesarios en este caso, sino con lo que necesita el espectáculo para funcionar: su capacidad de seducción, que es grande, y su humor, que es siempre sutil, nunca recargado. Como dato útil para destacar de la biografía del padre informemos que él, en un momento de su vida, se separó de la madre de Lorena, Sergio y Federico y se juntó con otra mujer, con la cual tuvo otros hijos. Alfredo falleció hace cuatro años y desde entonces, sus nuevos descendientes han impedido la entrada a la vieja imprenta de sus medio hermanos. También, el terreno, donde Alfredo Vega pasó toda su infancia entre árboles de higos y kinotos y un jardín de fragantes jazmines, ahora está en remate judicial. La obra de Lorena, cerrado el acceso al lugar, y tal como lo dice Página 12 en una nota que le hizo a ella días atrás, se constituyó en un acto de justicia poética, ya que la otra faltaba. Y abrió un acceso simbólico reparador al lugar y su historia, que lo redime del olvido a quienes quisieron condenarlo.
      
Imprenteros es una pieza escénica que vale la pena ver. Tiene emotividad y humor, soltura plástica, colores como los magenta, cian, amarillo y negro de las impresiones. Pero hay dos momentos que son antológicas y es un deber señalarlos: uno es en el final, donde la puesta arma una coreografía muy original y llamativa en la que los actores, bajo el influjo de los sonidos de un taller tomados como música de fondo, reproducen con su cuerpo varios de los movimientos que se suelen hacerse durante una jornada de trabajo. El otro pasaje remite a la época en que Lorena cumplió quince años y el padre, en principio, se rehusaba a imprimirle las tarjetas de invitación. Este episodio es recreado con el concurso de los actores, pero luego se proyecta un video que registra imágenes de la fiesta real de esos quince y se produce allí uno de los momentos más desopilantes del biodrama. Y es cuando se ve las distintas secuencias en que la madre –la otra gran homenajeada, porque constituye el otro lado de la historia, la de la mujer separada que se queda a criar y ayudar a crecer a sus hijos- se mueve de un lado a otro del salón moviendo y sacudiendo a distintos invitados, el padre incluido, para que no se olviden de bailar el vals con la nena. Es un fragmento soberbio, a la altura de una gran comedia humana.

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