La terquedad

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La terquedad. Libro y dirección de Rafael Spregelburd. Elenco: Rafael Spregelburd, Diego Velázquez, Pilar Gamboa, Analía Couceyro, Paloma Contreras, Pablo Seijo, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantas, Alberto Suárez, Lalo Rotavería, Javier Drolas y Mónica Raiola. Vestuario: Julieta Alvare, Escenografía e iluminación: Santiago Badillo. Música original: Nicolás Varchausky. Video: Paulio Coton y Agustín Genoud. Teatro Cervantes, de jueves a domingo a las 20 horas.

      La terquedad, texto que terminó de escribirse en 2007, cerró un ciclo de siete obras del dramaturgo argentino Rafael Spregelburd denominado Heptalogía de Hieronymus Bosch e iniciado en 1996.  En esa serie de textos teatrales se tomaba como referencia “La rueda de los pecados capitales” de El Bosco para hablar no solo de ellos sino de otros ocultos tras más los nombres que los designaban. Solicitada por la Fundación BHF de Frankfurt la obra se estrenó en Alemania y luego en Francia, Suiza y España. Faltaba ver una versión escénica en la Argentina y, luego de diez años de espera, tuvo lugar en el Teatro Cervantes, un ámbito propicio, por su amplitud y provisión tecnológica, para la puesta, que es la de un espectáculo europeo.

      Spregelburd confesó que escribió esta obra para responder –tal vez sin mucha esperanza de poder lograrlo- a algunas preguntas acuciantes que lo persiguen desde hace mucho: ¿Por qué hay tantos inventos científicos para mejorar el cuerpo y casi ninguno para el alma? ¿Qué vida estamos prolongando cuando hablamos de progreso? Y también: ¿Por qué el fascismo no se presenta nunca como el mal, sino que acude disfrazado de humanismo? No son preguntas banales ni fáciles de elucidar, desde luego, interrogantes que hace largo tiempo aguijonean el espíritu de las personas que no se conforman con un mundo injusto. La del progreso tal vez ya desde los tiempos de Walter Benjamin, el gran filósofo alemán asesinado por los fascistas, pero ahora reflotada con infinita fuerza en estos días por un avance tecnológico que se impone sobre todo y a menudo de un modo totalmente irracional. La del fascismo atiza la cabeza de muchos cerebros desde los años de Benito Mussolini en Italia y luego de la Guerra Civil Española –con el nazismo como su coronación más perfeccionada-, pero acaso desde un pasado mucho más lejano. Porque el fascismo es la concentración, en un momento histórico determinado del capitalismo, de una modalidad de autoritarismo salvaje, cruel e inhumano que, sin denominarse así, rigió en distintos períodos la conducta de muchas sociedades,  empezando en Occidente por los griegos, que son nuestro modelo faro de democracia, y admitían la esclavitud, la existencia de mortales a los que no les correspondía ningún derecho y eran tratados peor que animales.

    La fábula de Spregelburd parte, precisamente, de la Guerra Civil Española, uno de los acontecimientos más sangrientos y traumáticos que vivió el siglo XX y particularmente cercano a nuestra sensibilidad y a la de otros de América Latina por haber sido tierra de asimilación de muchos contingentes inmigratorios procedentes de España. Los hechos de la obra ocurren en Valencia en 1939, en las postrimerías de esa contienda y en la residencia de un comisario que está obsesionado por crear una lengua artificial, un nuevo esperanto al que llamará Katak, que sirve como instrumento de entendimiento y comunicación universal entre las personas. Y tal vez como una forma que contribuya no tanto a la armonía entre los ciudadanos del planeta como a su homogeneidad, una meta siempre anhelada por los autoritarismos. La utopía de una lengua sin agujeros, invulnerable al equívoco y a las remodelaciones libertarias del habla cotidiana.

      El hombre, Jaume Planc, no vive solo: está con dos de sus hijas, una de ellas de salud frágil, la otra un dechado, al parecer, de virtudes pero no políticas si se las analiza bajo la óptica de su progenitor. Entre ellas está, como un fantasma, el recuerdo de una niña, una tercera hija que se ha muerto ahogada en un pozo sin que nadie la haya podido salvar. Por las instalaciones de esa residencia aparecen también un cura calentón que simula cuidar a la joven enfermiza para manosearla y abusarse de ella; un vecino terrateniente y su actual e impertinente esposa, que en otro tiempo lo fue también del comisario; un editor en busca de negocios rápidos, un miliciano inglés de las brigadas internacionales, un traductor ruso no muy en sus cabales, un cabo de policía más duro que un arado y una extraña y furtiva sirvienta francesa. Con ese panel babilónico, Spregelburd, apelando a su reconocida habilidad para trabajar los giros lingüísticos y los hilarantes contrastes que producen las diferencias idiomáticas, se hace un festival y provoca distintos pasajes de alocado y cautivante humor.

      La pintura de Planc se aleja todo lo posible de cualquier tentación de maniqueísmo político. El comisario es un fascista convencido pero no lo obsesiona la represión a los republicanos, por lo menos en el instante en que lo retrata la obra, sino la consumación, la llegada a buen puerto  de ese diccionario colosal y disparatado que será la lengua katak. Y descuida la lectura de una lista de subversivos a los que habría que mandar a fusilar. El papel está entre sus cosas y tarda en remitirlo a las máximas autoridades que deberán proceder a las ejecuciones. Y eso provoca zozobra entre varios de los presentes. Están preocupados por la posibilidad de haber sido incluidos en esa nómina, en especial el terrateniente, que sabe que su confección no obedece a razones estrictamente políticas sino más bien al deseo de despojar a quienes figuran allí de sus tierras. Una vez que hayan sido fusilados por republicanos, las heredades de los muertos quedarán para quienes se apropien de ellas. Y el terrateniente, que con seguridad ha denunciado a alguno de sus vecinos para quedarse con sus propiedades, teme que algún otro haya hecho con él lo mismo. La búsqueda de ese papel provoca varias situaciones atractivas y Spregelburd les saca el jugo con exprimidor.

      Planc no puede ser un “malo” a la manera tradicional en que uno se imaginaría a un fascista, primero porque el estilo de la obra no lo autoriza. Es más bien un delirante. Sin embargo, debajo de esa capa mental un poco “tronada” del personaje, que puede provocar hasta cierta empatía en el espectador, hay un pensamiento nefasto, tal vez una imagen con la que el autor quiere escenificar aquel peligro señalado por una de sus acuciantes preguntas: ¿por qué el fascismo  no se presenta nunca como el mal, sino que acude disfrazado de humanismo? Es una descripción más sutil y más penetrante, porque permite introducirnos en un fenómeno del todo contemporáneo, en particular por la magnitud y vigencia que han alcanzado sus viejas raíces: el enmascaramiento, bajo modales de fingida tolerancia y mentirosa disposición al diálogo, de distintas operaciones de seducción a las sociedades que responden en su ideología a las mismas matrices de siempre del autoritarismo. En democracia, los fascistas deben angelizar sus rostros, pero siguen escondiendo bajo el nuevo ropaje y el distraído semblante de bondad, los inmemoriales puñales del miedo y el crimen. La Argentina es hoy un activo laboratorio en la reproducción de ese fenómeno.

     La obra está montada sobre una estructura narrativa que articula tres momentos, todos ellos introductores de un nuevo y renovador punto de vista sobre lo que se ha visto antes. Como ha dicho el autor, el texto cuenta tres veces el mismo cuento. Y lo hace en tres ambientes distintos de la casa: la sala central, el patio trasero y una habitación ubicada en el primer piso donde duerme la hija enfermiza. Cada tramo de esa narración dura unos 65 minutos y cada uno completa lo que había quedado oculto a la mirada en el fragmento anterior. En esa espacialidad variada y deslumbrante en su juego escénico, Spregelburd se mueve con la idea de un tiempo que contiene distintas caras o fases para una misma secuencia, una de las cuales casi siempre eclipsa a las otras por la imposibilidad de captar en simultáneo a todas. La narración de un poco más de tres horas nos muestra tres caras de una único suceso. ¿Cuántas cosas ocurren al mismo tiempo?, se pregunta el autor, como planteando de entrada la impotencia humana para poder abarcar toda la verdad del mundo. Incluso mediante la explicación del déja-vú que hace un personaje, la obra insinúa que la propia temporalidad puede invertir su causalidad.

        Esa idea es también utilizada en una mención que hace en el programa al decir que, “como en un dejá-vú, las hermosas canciones de la derrota preceden a la derrota.” Se refiere a la guerra civil. O sea, que España anticipaba ya como un códice que había que descifrar, como un hito crucial, cuál sería la suerte, el destino del mundo, el catastrófico horizonte que se avizora en el planeta por la irracionalidad de los hombres. “Muertos los héroes, los dioses se retiran”, se afirma en ese escrito. En rigor, es cierto España entregó un símbolo portentoso del nivel de destrucción de que eran capaces los hombres, como antes ya lo había probado la Primera Guerra Mundial y después la siguiente y lo certifican día a día distintos ejemplos en el mundo. Es posible que el sueño de que el universo podía ser mejorado por la justicia y la erradicación del mal fue una suposición ingenua de la modernidad. Un pecado de soberbia y omnipotencia intelectual de algunos pensadores. Los dioses ya se habían retirado en Grecia y quizás antes. Y los hombres, entre períodos de sombra absoluta y otros de pujantes saltos hacia el progreso, siguieron destruyéndose entre sí, expandiendo el mal en todas las direcciones, como si quisieran desmentir o reírse de aquella profecía. No era difícil verlo. Tal vez no haya jamás una redención absoluta, pero vivir cada día supone un enorme esfuerzo por mantenerse vivo. A veces en una lucha que se produce minuto a minuto.

     Esa lucha nos provee –mientras no haya una liberación mayor, que acaso nunca llegue- pequeños espacios de redención, oasis temporarios sin los cuales no se podría vivir ni proyectarse en el tiempo, aunque éste sea menguado y distorsivo. Nadie haría teatro, por ejemplo. Muchos españoles que sobrevivieron a aquella tragedia nos enseñaron, entre otras cosas, eso. De qué argamasa están constituidos los hombres que resisten, no importa cuántos obstáculos otros hombres coloquen en el camino. Ese es una lección también, junto a las muchas miserias y desastres que provocó la guerra fratricida, que nos aportaron algunos de los españoles que conocimos. Y hay que agradecerle a Spregelburd que nos haya hecho recordar y reparar de nuevo en ese acontecimiento aciago, en un enfoque que sabemos, y bienvenido sea, es distinto a tantos otros testimonios que hemos visto y leído sobre él. Porque eso es lo que procura siempre el arte: otra mirada que rastreando con agudeza hacia atrás esté al mismo tiempo pensando en el presente.

     La duración de la obra se torna a veces fatigosa, en especial en el primer tramo de la fábula. No obstante, y como un recurso puesto en juego de manera regular, el autor inventa como un prestidigitador avezado mecanismos, que van de lo retórico y lingüístico a lo visual y actoral, y que introducen continuas oleadas de material oxigenante para hacer olvidar la extensión del relato, al que el teatro de estos días nos ha desacostumbrado, como si escribir y representar una obra tuviera que cumplir cánones similares a los de una disciplina militar. En el plano interpretativo, la versión ha elegido a un elenco muy capacitado, donde algunos papeles brillan, sin duda, más que otros, como son los casos de Diego Velázquez, Analía Couceyro, Paloma Contreras, Andrea Garrote o Santiago Gobernori. En el caso particular de Rafael Spregelburd, tal vez la convocatoria a un actor más histriónico le hubiera proporcionado mayor  aliento, más diversidad a su personaje. En opinión de este columnista, Spregelburd es un  formidable dramaturgo, pero un actor de poco vuelo. Tiene todo el derecho del mundo a estar sobre un escenario y pasarla bien. Lo que hace, por otra parte, no es que sea impropio, pero no alcanza nunca es espesor de una gran actuación. Pero, bueno, son gustos que cada uno se da y sobre esto es imposible establecer reglas. En fin, un espectáculo en su conjunto digno de ser visto y disfrutado.      

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