La vida extraordinaria

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La vida extraordinaria. Dramaturgia y dirección: Mariano Tenconi Blanco. Elenco: Valeria Lois y Lorena Vega. Voz en off: Cecilia Roth. Músicos en escena: Elena Buchbinder y Ian Shifres. Vestuario: Magda Banach. Iluminación: Matías Sendón. Sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes. Duración: 2 horas. Viernes, sábado y domingo 21 horas.

Es habitual en el vocabulario artístico, o por lo menos lo era hasta hace poco tiempo, definir al teatro como literatura dramática. Y aunque esta última expresión cuente hoy con escasa popularidad, se puede decir que, en lo esencial, es justa, no falta a la verdad. No porque el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura hace pocos años a dos extraordinarios autores teatrales (el italiano Darío Fo y el inglés Harold Pinter) haya ratificado claramente esa condición, sino por la simple razón de que las palabras que componen la expresión “literatura dramática” constituyen, desde Aristóteles hasta la actualidad, los soportes a través de los cuales adquiere existencia, carnadura vital y visual el quehacer sobre los escenarios, en sus distintas variantes de género. Es imposible negar esa realidad, que sigue siendo vigorosa en el presente.

Esta introducción viene a cuento porque si en la historia del teatro argentino existen infinidad de ejemplos que demuestran con mucha claridad lo que venimos diciendo, inclusive entre varios autores jóvenes de estos días, La vida extraordinaria, obra del dramaturgo y director Mariano Tenconi, parecería haber sido escrita casi como un luminoso tour de force destinado a probar que esas dos cualidades mencionadas pueden convivir sin negarse dentro de un mismo texto. Pueden, sin excluirse –como pretenden algunos-, concretar sus funciones en armonía, aparearse bajo un mismo techo para ser literatura y a la vez cumplir con los imperativos que la escena exige a la historia de convertirse, por medio de la acción (que eso es lo dramático) en un espectáculo, un acontecimiento vivo ligado por un cordón umbilical al devenir temporal y espacial y que tiene en la presencia del actor al principal responsable de la seducción que provoca la historia. O sea, un hecho que, sin negar la literatura, la transforma en otra cosa.

Quienes habíamos leído ya el texto de Tenconi Blanco, cuando fue premiado el año anterior en un concurso del Instituto Nacional de Teatro, nos habíamos deslumbrado frente a la variedad de recursos que el autor ponía en movimiento para atrapar al lector, pero nos quedaba una duda: cómo se podía poner esa escritura en acción sin que perdiera su enorme caudal poético y la vez pudiera atrapar al espectador sin lesionar su atención con la larga tirada de sucesos que acaecían durante su peripecia. Tenconi Blanco, que tal vez escribiendo ya estuviera imaginando la puesta (o no), se encargó de demostrar que eso era posible con este espectáculo que está entre los mejores del año y es imposible que no hechice a un espectador de sensibilidad.

Y no debe haber sido un trabajo nada menor, porque esa operación de escribir un texto con tanta libertad y atrevimiento lírico, apelando para relatar el cuento a toda clase de recursos alejados de lo convencional, requería un esfuerzo en los ensayos igualmente simétrico para que la belleza y potencia de la escritura no perdiera valor en ninguna instancia. Es verdad que esa radiante recreación escénica difícilmente hubiera podido cumplirse de modo completo sin el concurso de dos monstruos de la interpretación como son Lorena Vega y Valeria Lois, actrices que, en un ensamble asombroso, deslumbran minuto a minuto en sus encarnaciones de Aurora Cruz y Blanca Fierro, dos amigas incondicionales que, criadas en su niñez en las gélidas tierras de Ushuaia, se separan luego físicamente –una se va a vivir a Buenos Aires-, pero no pierden nunca a lo largo de los años el contacto y finalmente se reencuentran en la ciudad de origen.

Ambas son poetas e intercambian constantes y amorosas cartas en las que se cuentan sus vidas, los avatares de sus matrimonios, el nacimiento del hijo en el caso de Aurora, la muerte de sus padres, sus separaciones de sus parejas iniciales, el hallazgo de otras experiencias eróticas o afectivas, el descubrimiento del éxtasis y después la desilusión feroz, las reflexiones con humor acerca de lo que les ha sucedido, nada falta en esa correspondencia epistolar y en los encuentros posteriores que ocurren después, en ese recuento de dos vidas como tantas otras, pero en este caso dotadas de una especial sensibilidad y rebeldía frente a los tropiezos o frustraciones que provocan los hechos del entorno. Tenconi Blanco ha tenido la inteligencia, además de elegir a esas dos actrices excepcionales, la de colocar a dos músicos en escena (Elena Buchbinder y Ian Shifres), que interpretan trabajos del primero que dan particular calidez e intensidad dramática a lo que se relata.

La puesta utiliza también una pantalla frontal en la que se proyectan paisajes e imágenes muy hermosas, incluidas las del epílogo donde se ve a las dos heroínas tomadas de la mano esperando la llegada de un meteorito que provocará el “fin del mundo”, justamente allí, en Ushuaia, que también lo es pero geográfico, no temporal como parece anunciar la llegada de ese fenómeno celeste en la obra. Es interesante lo que hace Tenconi Blanco: traza como una parábola que va desde un comienzo de texto donde se explica bellamente la creación del universo a través del Big Bang y más tarde de la vida hasta ese epílogo donde se desvanecerá ese último y extraordinario milagro. Una profecía que puede sonar apocalíptica, pero que los dislates humanos con el medio ambiente acercan cada vez más. Hay que agregar que esos apoyos visuales a los que recurre el director nunca se devoran lo que pasa en escena, sino que funcionan como un complemento de refuerzo.

Tenconi Blanco ha declarado que su obra es un homenaje a la literatura argentina y también a la lectura, porque sus dos personajes son, como él, devoradoras apasionadas de libros, otro de los actos mágicos que nos proporciona la vida, hoy tan debilitados por el avance de la mediocridad de la cultura global y la ausencia de una política de respaldo desde el Estado aquí en la Argentina. De hecho ese homenaje se refleja en el propio apellido de ambos personajes femeninos: Fierro y Cruz, los nombres de dos personajes cuya amistad dio un empuje fundacional a la literatura del país. Ese tributo a la amistad se refleja también en la relación de ambas mujeres, en ese afecto leal y honesto que se proporcionan y que constituye una de los pilares de su vertebración ontológica, como lo es siempre la amistad cuando se la cultiva de verdad. Pero el espectador informado en literatura encontrará otros guiños relacionados con otros grandes autores. Es un homenaje también a la mujer y su gigantesca lucha por sus derechos en este nuevo siglo.

Subrayada la excelencia de las actuaciones, de la puesta y del texto, en el que el lenguaje se desplaza con envidiable labilidad por los caminos de la metáfora pero también por los de la lengua franca y directa de lo cotidiano, en un manifiesto y logrado esfuerzo por valorizar y resaltar en lo que se dice la íntima proximidad entre lo sublime y lo ridículo que siempre tienen las situaciones de la vida y la necesidad de no perder nunca el humor, no cabe más que aconsejarle al lector que no se pierda de ver este espectáculo.

Alberto Catena

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