Nadie nos mira

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Nadie nos mira. (Argentina/Estados Unidos/España/Brasil/Colombia, 2017). Dirección: Julia Solomonoff. Guion: Christina Lazzaridi y Julia Solomonoff. Fotografía: Lucía Bonelli.  Montaje: Pablo Barbieri Carrera, Karen Sztanjberg, Andrés Tambornino. Intérpretes: Guillermo Pfening, Rafael Ferro, Elena Roger, Esteban Meloni, Noelle Lake. Duración: 102 minutos. 

        En un reportaje que le hicieron poco antes del estreno de Nadie nos mira en Buenos Aires, la guionista y directora Julia Solomonoff aseguró que su nuevo largomentraje, el tercero después de Hermanas (2005) y El último verano de Boyita (2009), trata en lo fundamental el tema de la identidad, del desarraigo. Con ser un problema que la atraviesa de facto en su vida real, como ella misma lo confesó, dado que es una argentina que vive en Estados Unidos dando clases de cine en sus universidades desde 2009, lo relativo a la identidad y el desarraigo es una preocupación que se ha agravado poderosamente en ese país desde la asunción presidencial de Donald Trump, trasladándose desde una simple desadaptación subjetiva a una nueva cultura a la posibilidad de ser tratado y maltratado por ser nada más que un extranjero que reside en esa geografía. Una materia de esa naturaleza así no podía dejar de sensibilizar a una directora como Solomonoff, que ha sido siempre una atenta observadora de las conductas de las distintas comunidades de inmigrantes, en especial los latinos, que coexisten en la ciudad de Nueva York, de las dificultades y particularidades que van asociadas a la permanencia en esa metrópoli.

     Todas estas dificultades y particularidades se ven aumentadas cuando el inmigrante tiene problemas de idiomas y está de manera provisoria, sino con un pie en el país al que ha llegado y otro todavía en el suyo, del que se ha ido por alguna razón, pero sin romper en forma definitiva sus lazos afectivos. Esas personas, que no están integradas de manera absoluta al país receptor, son miradas, en especial por las comunidades más estables de inmigrantes, con cierta desconfianza, como si no se pudiera construir con ellas un proyecto duradero, escollo que hace todavía más difícil la asimilación. Éste asunto, y algunos otros, deseaba contar Solomonoff, pero para ello necesitaba encontrar el personaje a través del cual la trama pudiera alcanzar un verdadero desarrollo y una historia verosímil.  Y ese personaje es Nico, un actor que en la Argentina sufre un desencanto amoroso y decide irse imprevistamente a Estados Unidos a probar suerte allí y olvidarse de lo que le ocurrió en Buenos Aires.

     Nico (papel por el cual Guillermo Pfening recibió el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cine de Tribeca) es amante Martin (Rafael Ferro), productor de una serie exitosa en la que trabaja como uno de sus protagonistas. Pero no puede concretar con él una relación estable pues es un hombre casado y con una hija pequeña y sin decisión de abandonar su matrimonio ni su aparente heterosexualidad.  Desilusionado por esta imposibilidad se marcha, pretextando que irá a filmar una película de un director mexicano que lo ha convocado a los Estados Unidos. Mientras espera que comience la filmación de este largometraje –cuyo proyecto realmente existe, pero que nunca se concreta, por lo menos con Nico como integrante del elenco- trabaja en distintas ocupaciones, la principal de ellas las de baby sitter. Se aloja en forma provisoria en el departamento de una amiga norteamericana y, entretanto, le cuida un niño a otra amiga Elena Roger, niño  al que le toma mucho cariño y en parte cubre su ausencia de afecto en esa ciudad, su soledad.

    Este detalle de los cuidadores de niños masculinos es un apunte realmente interesante que aporta Solomonoff. Ella cuenta que cuando llegó por segunda vez a Nueva York, siendo ya madre, le llamó la atención la existencia de tantos hombres cumpliendo la función de las baby sitter. Era 2009 y había una fuerte crisis financiera que llevaba a la gente a aceptar cualquier tipo de trabajo, pero los hombres parecían tener preferencia en el mercado a la hora de elegirse niñeros o niñeras. Según la directora, en una sociedad que empezaba a tener muchas más parejas de mujeres o de madres solteras decididas a tener hijos solas, se les daba prioridad a los hombres que tenían antecedentes adecuados porque reforzaban la figura paterna.

       El caso es que a Nico se le pincha el proyecto de hacer la película con el mexicano, que se posterga no se sabe hasta cuándo, y también otra posibilidad que le ofrece una productora (con casting exitoso incluido) y que no termina de cuajar. Para peor, mientras estas salidas laborales se caen, se encuentra de nuevo en Nueva York con Martín, un personaje en particular bastante perverso, que una vez más lo engaña, ilusionándolo con que si vuelve a Buenos Aires tendrá trabajo. Él se resiste a aceptar su fracaso y a volver, pero su pésimo estado de ánimo se va incrementando y comete errores que lo llevan a romper los últimos cables a tierra que le permitían mantenerse en la ciudad. De ese modo decide volver y asumir su derrota e intentar otro camino, siempre de lo artístico. Toda esta etapa de declive y extravío emocional de Nico se pinta con lujo de detalles, incluyendo algunas escenas de sexo explícito en lugares públicos. 

       Una buena película donde el conflicto central –el de la adaptación a un medio que no es el que nos hemos formado, agravado por un fracaso amoroso- está desplegado con una efusión de imágenes y un trazo seguro en el relato general. Son muy bellas las visiones que se ofrecen de Nueva York, que la calidad del director de fotografía potencia sobre todo cuando ingresa a los lugares más recónditos de la ciudad, desconocidos para quienes solo han transitado la parte más tradicional de ella. Un gran trabajo de Pfening y cumpliendo también con profesionalidad lo suyo Rafael Ferro como Martín y Elena Roger como Andrea. 

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