Remar. Un destino impropio

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Remar. Un destino impropio. Dramaturgia y dirección: Mariano Saba. Intérpretes: Mariano González, Hernán Melazzi y Gustavo Sacconi. Escenografía y vestuario: Paola Delgado. Diseño de luces: Ricardo Sica. Música: Gustavo Garavito. Asistencia de dirección: Mariela Selicki. Duración: 60 minutos. Teatro: Sportivo Teatral, Thames 1426. Los domingos a las 20 horas

        Mariano Saba es un dramaturgo que, a pesar de su juventud, tiene ya una producción importante y atractiva, parte de la cual elaboró, durante una etapa, en colaboración con Andrés Binetti. No obstante esa última forma de trabajar de a dos, nunca dejó de generar obras de modo individual. Remar. Un destino impropio es, en ese sentido, un texto que escribió en soledad y de los más recientes que ha estrenado en Buenos Aires. Fiel a un estilo que deja al humor al humor expandirse libremente en fábulas claramente inscritas en un desarrollo fantasioso, donde todo es posible, esta pieza parte del mito de Ulises en La Ilíada como base de lo que cuenta. Dos remeros, que parten de un club ubicado presumiblemente en el Tigre, se extravían de pronto en las aguas del Delta y ya no pueden volver a sus hogares. Uno de ellos, en rigor el remero más avezado, es Esteban Rawson, un descendiente de ingleses que presume de su origen. El otro, Boris Gorchunoff, hijo de un ruso que padeció las cárceles de Siberia y que trabaja en el club reparando las embarcaciones. Está ahí solo porque necesitaba plata y Rawson lo ha contratado –por poco dinero, según se sabe después en un comentario que se hace aludiendo a la actualidad- para acompañarlo en una competencia ante la abdicación de quien debía ser su compañero de ruta.

        A la poca idea que tienen de dónde están y hacia qué lugar se dirigen se suma un desperfecto de los aparatos de comunicación que les impide pedir información al club o solicitar auxilio. Es en esos momentos que aparece un señor que habla un español imperfecto y que dice haber venido de Alaska a tomar posesión de unos terrenos que le vendieron por esa zona y que, al llegar, descubrió que estaban todos en un pantano. Se trata de Anuk, que se agrega al dúo de navegantes perdidos y les asegura que los llevará a buen destino. El público sabe que no será así porque, al empezar la obra, este hombre cubierto por una cabeza de pescado y una túnica envuelta en una red se ha presentado e identificado como Poseidón, el dios de los mares, y que promete, ya sin máscara, encargarse de castigar a esos dos individuos por considerarlos responsables de la muerte de su hijo Polifemo, durante la travesía de Odiseo y sus acompañantes de regreso de la guerra de Troya.

       Durante la hora de desarrollo de la historia lo más interesante, sin embargo, no es la historia en sí, sino el conjunto de situaciones disparatadas y graciosa, llenas de un humor que utiliza el absurdo y los juegos y malentendidos con las palabras, que entretienen y hacer reír legítimamente a los espectadores. Los tres actores, en caracterizaciones muy efectivas que recuerdan cierta impronta a la Bartis, realizan sus tareas con amplia exhibición de recursos. El texto, por lo demás, está escrito en una línea que favorece claramente estos trabajos de los intérpretes. La obra, al mismo tiempo que divierte, hace además pensar. No es un juego zonzo de equívocos que provocan hilaridad: todas esas situaciones hilvanan una metáfora nítidamente aplicable a la sociedad contemporánea, al presente del mundo y de nuestra propia nación, si todavía podemos utilizar ese vocablo cada día más en desuso en el vocabulario de los CEOS argentinos.

      El autor recuerda que Homero decía en el Canto Uno de La Odisea, que los mortales culpan de muchos de sus males a los dioses cuando son ellos mismos quienes los generan. ¿Cuántas cosas nos ocurren hoy son el producto de no haber pensado en el momento adecuado que podían evitarse o tener una solución con solo intervenir o involucrarnos en los hechos? ¿Cuántas otras serían mucho más apacibles si hubiéramos reflexionado algo más y no nos hubiéramos dejado hipnotizar por las fórmulas mágicas o mixtificadoras de los mercaderes de siempre? ¿Quiénes sino nosotros hemos sido los que permitimos que nos metieran en este viaje irracional que recorre el país, en esta competencia ambiciosa y sin rumbo donde cada uno juega para sí y se olvida del otro? ¿No parece que esta travesía, la de navegantes de Remar, nos llevara, como la de la realidad cotidiana, al abismo? ¿Y que nosotros, como Ulises, no podremos volver a Ítaca, a esa encarnación de sociedad que, sin ser el non plus ultra, por lo menos, nos garantizaba que nuestras existencias no corran riesgos de vida o muerte cada cinco segundos? Las preguntas podrían seguir hasta el infinito. Y todas estas las suscita esta inteligente fábula teatral de Saba, que por añadidura nos hace disfrutar. 

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