Santa Fe: teatro para todos

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Una nueva versión del estupendo Festival Argentino de Teatro tuvo lugar en la ciudad de Santa Fe a principios de noviembre. Amplia concurrencia y disfrute por la calidad de los espectáculos fueron los signos dominantes de esta convocatoria 2011.

Todos los años, la ciudad de Santa Fe, en los primeros días de noviembre, tiene una cita inexcusable con el buen arte: el Festival Argentino de Teatro, organizado por la Secretaría de Cultura de la Universidad del Litoral. Ésta de 2011 fue la octava edición de la muestra y se realizó del 1 al 6 de noviembre, con una programación que incluyó once espectáculos y otras actividades paralelas que siempre se llevan a cabo durante su desarrollo. Los que han tenido la fortuna de seguir desde su inicio la evolución de este festival han comprobado su clara consolidación como uno de los encuentros de teatro más importantes del país, sobre todo por lo que significa como usina de propagación–igual que el de Rafaela en la misma provincia o el del Mercosur en Córdoba- de algunas de las expresiones más auténticas de lo que se hace escénicamente en el orden nacional.
Programación afinada –aunque en ellas se puedan encontrar como en cualquier festival puntos flojos-, organización perfecta, atención esmerada de todos los grupos invitados. Y, sobre todo, la marcada preocupación por hacer de esa exhibición anual una convocatoria de amplia repercusión popular –este año se estimó que los espectadores fueron 7000- donde, junto al entretenimiento y la recreación, el teatro asuma, como en los viejos tiempos de la polis griega, un sentido de reflexión cultural, de observación, análisis y catarsis sobre la propia existencia social. Ha contribuido a este fin una programación que si bien privilegia el nivel artístico y de teatralidad en sus elecciones no olvida, sin embargo, que las obras no sean indiferentes a las resonancias políticas, sociales y humanas de este mundo. Esta programación está a cargo del conocido dramaturgo santafesino Jorge Ricci y de Paulo Ricci.  
Al mismo tiempo, el festival ha garantizado, como lo hace todos los años, ámbitos de debate sobre el trabajo teatral. En esta edición lo hizo mediante la concreción de un taller de crítica destinado profesionales del periodismo y estudiantes de Letras, Artes Escénicas y Comunicación Social y que se denominó La mirada que escribe. El taller fue impartido por críticos teatrales de vasta trayectoria como Roberto Schneider, Julio Cejas, Miguel Passarini y Gabriel Peralta, entre otros. Este taller reunió a cerca de veinte asistentes y fue muy fructífero porque se trabajó en el análisis y escritura de varios de los espectáculos del festival.
A su vez, el hecho de que la Universidad sea la fogonera de este acontecimiento le confiere a su realización una dimensión cultural distintiva y potente, porque refuerza aquella idea de que el festival está instalado como una celebración donde la comunidad al mismo tiempo que disfruta se mira, como en un espejo, a sí misma. Demuestra ese hecho la amplia asistencia de público, que refleja la conciencia de los santafesinos de que ese festival es de ellos y para ellos. Y no es menor la importancia que, entre ese público, estén los estudiantes de materias afines al teatro, que encuentran en ese festival una instancia donde  pueden ejercer directamente la observación y el análisis del fenómeno escénico. Y, de ese modo, profundizar su formación.
En ese sentido, la labor de la Universidad y su secretaría de Cultura, a cuyo frente está ese incansable batallador que es Luis “Yiyo” Novara, es de una gran perspicacia cultural y pedagógica, teniendo en cuenta que durante el año la Universidad complementa el festival de teatro con otro de danza y un congreso de literatura. Pero no habría que dejar de mencionar entre los factores principales que han contribuido a difundir estos foros de la cultura la tarea de los periodistas locales, especialmente de Roberto Schneider, secretario de redacción del diario El Litoral y uno de los mejores críticos teatrales del país, que con su infatigable tesón y su sensibilidad ha logrado darle coberturas periodísticas de lujo a estas reuniones artísticas y literarias.

La programación

Como habíamos adelantado en las primeras líneas la selección de espectáculos para este año fue hecha con tino y criterio afinado en la mayor parte de los títulos, con la sola excepción de dos casos, que explicaremos más adelante. Empecemos entonces por lo más destacado. El festival comenzó, como es tradición, con la misma obra que lo había cerrado el año anterior: Edipo y yo, que representó a Santa Fe. Con dramaturgia y dirección de Edgardo Dib la pieza está basada en Edipo Rey de Sófocles. Actuada en todos los papeles por hombres, la versión se mueve en un delicado equilibro entre la parodia y la tragedia y logra momentos de alto vuelo teatral. Se montó en la sala Maggi del Foro Cultural.
Le siguió Todo, trabajo escrito y dirigido por de Rafael Spregelburd, que hilvana en tres fábulas una reflexión, al comienzo muy humorística y luego escalofriante, sobre igual número de interrogantes que desvelan al mundo contemporáneo: ¿Por qué todo Estado deviene burocracia?,  ¿Por qué todo arte deviene negocio? y ¿Por qué toda religión deviene superstición? Por el alto nivel de teatralidad y actuación que obtienen,  la primera y la segunda fueron las más efectivas, sin duda por las características de los dos relatos, que permitieron trabajar al autor en ese clima entre absurdo y delirante que es la sustancia de sus mejores obras y en el que se mueve como pez en el agua. En la tercera, donde el aire se torna más opresivo, la destreza del director para producir interés se resiente.
De cualquier manera, el espectáculo, exhibido en el Teatro Municipal, fue por su calidad uno de los logros firmes de la elección. Como lo fueron también la invitación a La familia argentina de Alberto Ure, dirigida por Cristina Banegas y ofrecida en la misma sala. O Tercer cuerpo, escrita y dirigida por Claudio Tolcachir, que se dio en el Centro Cultural ATE Casa de España. Eso, por hablar solo de las obras traídas de Buenos Aires y que contaron con más de uno o dos actores. Por la amplia repercusión que han tenido estos espectáculos en diarios y publicaciones y el unánime reconocimiento a sus valores artísticos –tanto de dirección como interpretativos- evitaremos en esta nota un análisis minucioso de ellas.
No ocurrió, en cambio, lo mismo con la elección de Apátrida. Doscientos años y unos meses, del antes mencionado Spregelburd, montada en el Centro Cultural Provincial. Primero porque produjo en una programación, que es reducida y diversa, un exceso de Spregelburd. En segundo término porque, a pesar de marcado esfuerzo del autor por transitar con este monólogo un camino más político y ofrecer en varios pasajes del texto un material enjundioso, la totalidad del trabajo se torna tedioso, sin que pueda salvarlo para ello el excelente acompañamiento musical. Tal vez éste sea un buen ejemplo de por qué en algunas experiencias la separación de las tareas de director e intérprete son saludables. Spregelburd no es un actor atractivo ni seductor, menos para sostener semejante maratón frente al público.
   
Joyitas

El resto de las puestas, en general espectáculos pequeños para uno o dos actores, salvo el caso de Simulacro y fin (Córdoba), se ganaron ampliamente el favor del público por la hondura y belleza de sus propuestas. Mención especial merece el trabajo del gran actor mendocino Manuel Ernesto Suárez en Lágrimas y risas, que con dramaturgia propia elabora un relato autobiográfico que recorre Latinoamérica a través de cuentos y consejas de Juan Draghi Lucero, Darío Fo, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. Exiliado durante la dictadura, Suárez describe con increíble gracia y hechizo personal sus aventuras por países como Ecuador y Perú. Mujeres de ojos negros, de Romina Tamburello (Rosario), es otro trabajo de gran sensibilidad por la actuación de ambas actrices (Romina Tamburello y Camila Olivé), en especial la segunda que personifica a la hija.
Encantador por la frescura de dos protagonistas, Rodrigo Alvarez y Vladimir Klink, y la adaptación de Luis María Fittipaldi, fue la versión de El Lazarillo de Tormes (Río Colorado), que se desarrolló en el Centro Cultural Provincial. Y muy intensas en su concepción Feroz (San Juan) –dirigida y actuada por un actor espléndido, Ariel Sampaolesi) y Simulacro y fin (Córdoba), con dramaturgia y dirección de Maximiliano Gallo. Se lucen especialmente en esta propuesta los intérpretes que encarnan al padre y la madre, Eduardo Rivetto y Eva Bianco.  
Como final de análisis dejamos a La penúltima oportunidad, obra escrita y dirigida por Rafael Bruza que se dio como cierre del festival en el Foro Cultural. Es la segunda excepción que encontramos a la calidad general de la selección de espectáculos vistos.
Tratándose de un autor, director y actor de reconocida trayectoria como es Bruza, al cual se deben algunos títulos muy recordados, es de suponer que se trata de un traspié sin mayor incidencia en su carrera. Todo autor o director tiene desaciertos en el desarrollo de su oficio, aún los más grandes. Es ley del arte y hay que tomarlo como el necesario e interminable camino de prueba y error que acomete todo artista. Pero la adopción de esta obra para coronar el cierre del festival parece un error, sobre todo porque es un texto con puntos débiles visibles en su estructura y que apela con frecuencia al lugar común y un humor que, a pesar de algunos hallazgos, es más bien chato. Además, las actrices se mostraron algo inseguras en esa función, factor que sin duda puede corregirse y no es el más grave.
La obra remite de algún modo a un tema abordado en otras obras aunque con variantes (Rosa de dos aromas de Emilio Carballido o más recientemente Filosofía de vida de Juan Villoro, ambos autores mexicanos): dos mujeres que han compartido en su vida a un hombre o dos hombres que han compartido a una mujer, en ambas casos sin saberlo.
En la obra de Bruza son dos mujeres que han tenido conciencia de compartir a un hombre y  que, al encontrarse después de muertas en un lugar que se supone es la antesala de la eternidad, disputan agriamente sobre la persona que han querido. Lo que en las otras piezas es un pretexto para ahondar en las contradictorias relaciones humanas en esta texto es solo un conflicto instalado en el nivel de las palabras –ambas se acusan de haber usado en vida toda clase de argucias para retener a ese hombre- y esto poco a poco se va convirtiendo en un diálogo que pierde consistencia e interés. Todo esto sin contar que la escenografía es desafortunada e impone a las actrices a algunas pruebas de fuerza que no parecen convenientes.

Alberto Catena

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