Terapia amorosa

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Terapia amorosa. El arte de pelear. Obra de Daniel Glattauer. Versión y dirección: Daniel Veronese. Elenco: Fernán Mirás, Violeta Urtizberea y Benjamín Vicuña. Voz en off: María Figueras. Diseño de escenografía: Rodrigo González Garillo. Diseño de iluminación: Marcelo Cuervo. Producción general: Sebastián Blutrach. Teatro Picadero.

Comedia de poco vuelo y módico humor, Terapia amorosa, del exitoso novelista, autor teatral y periodista austríaco Daniel Glattauer, no intenta disimular en ningún momento que su objetivo principal es entretener al público y, si es posible, hacerlo reflexionar como efecto secundario, eventual. Y para hacerlo recurre nuevamente a un tema que lo apasiona: las relaciones de pareja, que ha desarrollado en novelas tan vendidas como la romántica Como el viento del norte. En este caso, se acerca al tema para mostrar a un matrimonio que asiste a un psicoanalista algo excéntrico para consultarlo sobre el estado de un vínculo atormentado por la presencia permanente de desavenencias y riñas que no encuentran un punto de acuerdo en su relación. Si él dice sí, ella dirá no.

Si ella prefiere el negro, él optará por el blanco. El profesional busca infructuosamente los caminos por los cuales ellos puedan llegar, en el diálogo con él, a ponerse de acuerdo y limar aunque sea levemente sus polaridades, a ubicar  razones que les permita alcanzar una coincidencia. Los invita a realizar distintos ejercicios, algunos muy probados según les dice en las terapias internacionales, pero nada les resulta útil a los explosivos cónyuges, que una y otra vez fracasan en su intento de acercarse o lo sabotean deliberadamente. Y lo que, al principio, el psicoanalista parece manejar con soltura y destreza, a medida que avanza la consulta se le va claramente de las manos. Hasta que finalmente, les hace un diagnóstico apodíctico: deben separarse, no tienen remedio alguno. Y este juicio surte un efecto inesperado. En la charla por teléfono posterior con su mujer, luego de la sesión, el psicoanalista demostrará que tampoco él las tiene todas consigo en su matrimonio y el texto –desconocemos si como parte del original o como producto de la versión de Daniel Veronese- recurre a un recurso que ya se ha visto en algunas otras comedias de éxito en Buenos Aires.

Más allá de este detalle, que no tiene mucha importancia, el tema es que la obra no cumple demasiado bien sus dos objetivos: ni entretener mucho ni hacer reflexionar a los espectadores. Tal vez porque apunta a un hecho difícil de entender en una época como la actual con menos ataduras con la institución matrimonial. ¿Por qué una pareja podría querer continuar su matrimonio y no divorciarse a pesar de tener tantos desacuerdos? Es raro que alguien no haya conocido a algunas de esas personas que discuten todo el tiempo en su pareja y parecieran alimentar más el interés o atractivo de su unión en los puntos de discordia que en los del consenso. A cierta altura de esas relaciones, cuando se dan así y no derivan en hechos de violencia física, que es lo propio de las relaciones de sometimiento, llevan a la consulta con un psicoanalista. Es lo más sensato, pero nunca una garantía segura de solución. Y mucho más difícil y con pronósticos todavía menos previsibles es que, llevado al teatro, un tema de esta naturaleza haga reír mucho a los espectadores si cae en manos de un comediógrafo sin gran ingenio o poco ducho en la explotación del humor, que es lo que, se diría, ocurre acá. La médula de que pasa se agota rápido, pierde interés a la media hora del espectáculo.
       
La dirección de la obra por parte de Daniel Veronese es muy profesional, pero nada más. Cumple con explotar las situaciones que son más sensibles a la hilaridad, sobre todo apelando a la capacidad de sus actores. En esa labor quien más lo ayuda es Fernán Mirás, que es el intérprete que más kilómetros recorridos tiene como comediante y mayor oficio. Violeta Urtizberea es dueña de una simpatía que todos le reconocemos y en algunos pasajes su trabajo es convincente, pero nunca brillante. Y Benjamín Vicuña, por desgracia, carece de la gracia suficiente como para componer un personaje que capture la complicidad o el interés del espectador. La escenografía es tan convencional como suele serlo el consultorio de un psicoanalista y la iluminación no tiene fallas.
                                                                            A.C.

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