Van Gogh a las puertas de la eternidad

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Van Gogh a las puertas de la eternidad. (At Eternity Gate, Irlanda, Suiza, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, 2018). Dirección: Julián Scnnabel. Guion: Jean-Claude Carriere, Julián Schnabel y Louise Kugelberg. Fotografía: Benoit Delhomme. Intérpretes: Willem Dafoe, Tupert Friend, Oscar Isaac, Emanuelle Seigner, Macis Mikkelsen, Miels Arestrup y Mathieu Amalric. Duración: 106 minutos.

Debe haber pocos pintores más abordados en el cine -y expuesto por lo tanto a la mirada atenta del espectador del presente- que el holandés Vicent Van Gogh, en contraste tajante y doloroso con la indiferencia exhibida por la sociedad de su tiempo, que lo condenó a una residencia en la tierra solitaria y llena de privaciones. Su genio trascendió, sin embargo, ese muro ignorante de silencio, dejándole a su posteridad un derroche de belleza, lirismo y luminosidad que solo un genio como el suyo podía percibir. Hoy sus obras de arte, además de haber permitido muy buenos negocios a quienes luego las vendieron, engalana, a la distancia de los muchos años transcurridos, los museos del mundo y regocija el espíritu de una gran parte de una humanidad que, como la de su época, difícilmente se hubiera sensibilizado con su tragedia, como tampoco hoy lo hace con la de sus semejantes, y que, hablando en términos de estricta justicia, no lo mereció nunca ni lo merece. Patética paradoja de la vida en la que la que el arte, finalmente, no puede ni quiere detenerse, porque está más allá de esas mezquindades y como las primaveras solo brota para renovar y mejorar la existencia, aunque sea la de una sola estación.
     
Esa atención en cine, que tiene el sello claro de la admiración, se ha expresado en varias películas dedicadas a ese gran artista. Entre ellas son muy recordadas Lust for life (conocida como El loco del pelo rojo en España y Sed de vivir en América Latina), de Vicent Minelli, de 1956, y con Kirk Douglas en el papel protagónico; luego Vida y muerte de Vincent Van Gogh, del director australiano Paul Cox, de 1987; y más tarde el episodio “Los cuervos”, de Los sueños, de Akira Kurosawa, en 1990. Por este mismo año, Robert Altman filmó Vicent y Theo, con Tim Roth y Paul Rhys, y al año siguiente el Van Gogh, de Maurice Pialat. Y en 2017 se dio a conocer Loving Vincent, película experimental animada filmada sobre la vida del pintor. Eso sin contar la infinidad de documentales sobre el artista que sería imposible consignar aquí.
      
Van Gogh a las puertas de la eternidad, del pintor y director estadounidense Julián Schnabel, en una apuesta por diferenciarse de las otras versiones, aunque sin eludir sus conocidos aspectos biográficos, intenta reflejar la genialidad de Van Gogh desde el interior del propio espíritu del creador. Y de ese modo, mediante los recursos que le proporcionan la técnica cinematográfica y su imaginación, va trabajando largas secuencias visuales en las que el pintor puede pasar de una jornada apacible, en la que pinta con denuedo los paisajes que frecuenta en Arlés, o tener también visiones de fuerte inestabilidad o bruma, que alteran su esfuerzo por trabajar sin sobresaltos sobre la tela o la de mantenerse en una relación sin conflictos con su entorno. 
      
La película transcurre en parte en esa zona de Arlés, que el artista decide habitar luego de una reunión en la capital de Francia, en la que Paul Gauguin (Oscar Isaac) le confiesa que partirá a Madagascar a buscar nuevos motivos de inspiración, y le recomienda a Van Gogh, luego de que éste declara su hastío por la vida y la niebla de París, que viaje al sur, donde encontrará toda la luz que desea. En esa ciudad, cuyos sembrados Vicent recorría y reflejaba con extraordinaria sensibilidad y como si quisiera devorárselos, su estadía fue bastante tormentosa y poco apacible con la comunidad. Fue allí donde, al reencontrarse con Paul Gauguin protagoniza una dolorosa pelea con él que lo lleva a mutilarse la oreja. Los últimos pasajes captan su internación después de este estallido de locura y su posterior y absurda muerte a los 37 años, en una extraña circunstancia que nunca se aclaró del todo.
      
Una fuerte virtud de esta película es el uso de la luz, el color y las texturas. La narración, en cambio, tiene tramos que la hacen un poco agobiante, no por lo que cuenta sino más que nada por la persistencia de la cámara en fijar y detallar ciertas escenas, como si se enamorara de sus alardes técnicos o de sus propias imágenes. Otros momentos, en cambio, son muy magnéticos. El elenco es de primera línea, destacándose Oscar Isaac, Emmanuelle Seigner y Mads Mikkelsen, pero sobre todo ese magnífico actor que es Willem Dafoe, que compone a un Van Gogh de una vulnerabilidad desgarradora, la de un hombre de carne y hueso decepcionado con la vida y capaz de imprevistas y violencias explosiones, pero también víctima de una soledad y una incomprensión conmovedoras, que su suprema sensibilidad no debió haber sufrido. No obstante, hoy su arte nos acaricia a todos.  

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