Zama

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Zama. Argentina/ Brasil/ España/Francia, 2017. Dirección: Lucrecia Martel. Guion: Lucrecia Martel, basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Dirección artística: Renata Pinheiro. Dirección de sonido: Guido Beremblum. Vestuario: Julio Suárez. Montaje: Karen Harley. Intérpretes: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujin,  Nahuel Cano, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese y otros. Duración: 115 minutos.

A menudo se dice que ciertas obras literarias son intraducibles al lenguaje fílmico. De la mítica novela Zama, del escritor mendocino ya fallecido Antonio Di Benedetto, solía decirse eso. En principio porque esa narración es un largo e intenso monólogo interior escrito por el personaje central de ella, el famoso corregidor Don Diego de Zama, cuya vida por finales del siglo XVIII va perdiendo  su antiguo esplendor. La obra de Di Benedetto, conocida en 1956, cuando el autor tenía apenas 33 años, fue acogida con entusiasmo por artistas notables como Julio Cortázar, Augusto Roa Bastos o Juan José Saer, pero también por distintas generaciones de lectores fascinados por la odisea de este hombre enmarañado en una tierra ajena entre los vericuetos de una burocracia colonial sin sensibilidad y un triste destino personal que lo aprisiona y deja casi inerme. Esa fascinación se extendió también a algunos cineastas que pensaron, en contra de los malos vaticinios en contra de una posible adaptación, en la posibilidad de llevarla al cine. Nicolás Sarquis fue el primero en abordar la novela en una filmación en 1984, pero ese trabajo quedó inconcluso cuando el protagonista de esa versión, Mario Pardo, se mandó a mudar del rodaje. La segunda fue Lucrecia Martel que demostró que, ante el talento, y en un marco donde los avatares económicos puedan ser controlados, no existen obstáculos definitivos para intentar esa migración del lenguaje literario al cinematográfico y lograr un producto que, como en este caso, es fantástico.

      Los hechos que cuenta la novela y el film transcurren alrededor de 1790, a orillas de un río aleonado ubicado en las fronteras de una tierra que correspondía a lo que hoy es Paraguay. En ese lugar, Zama, otrora un alto funcionario  elogiado por la monarquía española debido a su capacidad pacificadora en la captación de los aborígenes de las tierras de América, cumple ahora un devaluado papel de asesor letrado de la corona y sueña con poder volver a Buenos Aires a reencontrarse con su mujer y sus hijos. Pero su propósito se dilata en la forma de una interminable espera, que al avanzar el film se convertirá en una aventura casi agónica en territorios de una selva inextricable. Es el momento en que el corregidor, cansado de aguardar el permiso del monarca para regresar a Buenos Aires, se enrola por propia voluntad en una cacería para atrapar a un bandolero de Brasil cuyo nombre es mencionado una y otra vez en la película –y en distintas ocasiones dado por ejecutado-, pero del que no se alcanza a saber si es real o apenas la designación imaginaria que se le concede a un enemigo difuso que pone en peligro los bienes de los propietarios coloniales.

       Ese perfil desdibujado del bandolero simboliza al parecer, como en muchos otros personajes, incluido el propio Zama, la paulatina evaporación de la identidad de esos seres trasplantados a una tierra donde todo resulta ajeno, una tierra donde  poco a poco su ser se degrada sin remedio, cautivo de un destino, un sino que es distinto al que imaginó y que no ha podido torcer. Como el Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, una novela con la que la de Di Benedetto tiene cierta relación, Zama marcha también hacia su propia destrucción. Es interesante este punto, porque en los años en que apareció la obra, los críticos solían emparentar esta marca que signa la vida del corregidor con la de una espera absurda, algo que estaba en cierta sintonía por ese tiempo con la influencia que producía la narrativa kafkiana e incluso el teatro de Beckett. En cambio, Lucrecia Martel, en una lectura creativa para nada alejada del espíritu de la obra del escritor mendocino, y en un marco contemporáneo de exhibición de la película donde la sensación es que todo “lo sólido se desvanece en el aire”, opta por ese itinerario, que amplía la primera idea, la hace más profunda.

      Habrá que decir que para describir este mundo enrarecido en el que la existencia se torna cada vez más extraña, Martel apela a una deslumbrante puesta que, desde el vestuario, la intensa luz de los entornos naturales, los sonidos ambientes, el uso babélico de distintas lenguas (pilagá, qom, guaraní, portugués, francés, español) y otros recursos, contribuye a subrayar los componentes de una ajenidad que los injertados en ese universo, semejante a un delirio quieto y tórrido, no pueden dejar de sentir y frente a la cual parecen marionetas atadas al cumplimiento de rituales estúpidos como el uso continuo de viejas pelucas y libreas raídas o la práctica de otros hábitos que contrastan con el aire de libertad de los naturales. El diseño sonoro es al respecto muy inteligente, porque indetermina los sonidos reales con aquellos que responden a una cierta sensorialidad o percepción de  los sujetos. Hay pasajes en que algunos personajes están hablando y su discurso se va desvaneciendo y deformando hasta convertirse en fragmentos de pensamiento o de la imaginación de otros.

       Filmada en Formosa, Corrientes, Chascomús y el Mercado Central, terminar esta película le llevó a Lucrecia Martel cinco años para filmarla y se hizo en coproducción con diez países          –algunos más de los que aparece en la ficha técnica- lo cual resulta todo un récord. Martel ante una pregunta que le hicieron acerca de por qué duró ese tiempo su concreción, contestó sin vacilar: “Porque es el tiempo que necesitó para hacerse.” Lo que significa que cada película y su creador tienen su propio ritmo de realización.  Las interpretaciones actorales están al mismo nivel de excelencia que la película, destacándose especialmente la labor del mexicano Daniel Giménez Cacho, que es estupenda. Zama es, por otra parte, un dechado de belleza visual y buena filmación donde el encuadre cerrado no impide la fluidez de movimientos dentro de él. Primera película de época que hace la realizadora y primera adaptación por su de una obra literaria, su ingreso en esta vertiente no podía ser más alentadora.

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