Entrevista con el actor Horacio Peña

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Intérprete con una rica y variada carrera que lo ha llevado a incursionar tanto en exitosos programas de T.V. (Montaña rusa o Verano del 98) como en películas de mucha repercusión, Horacio Peña se reconoce, ante todo, como un actor de teatro, actividad en la que ha desarrollado el setenta por ciento de su labor, según nos dice. Sobre este brillante itinerario en los escenarios del país, sus títulos más resonantes –aunque no todos- y las realizaciones que encara en el presente, en especial dos, Decadencia y Animales nocturnos, nos habla en esta nota con Revista Cabal, en la que no faltan las anécdotas ni las reflexiones inteligentes.

     Es imposible predecir con exactitud qué rumbo habría tomado la vida de una persona si no hubiera transcurrido tal como efectivamente se concretó. Esas conjeturas suele hacerlas un juego llamado ucronía, aunque sin garantía alguna de veracidad. No obstante, los seres humanos son proclives a imaginar qué otros caminos hubiera podido transitar su existencia. Horacio Peña, el conocido y talentoso actor argentino, cree probable que su energía creativa se habría volcado a las tareas diarias de un buffet de abogado, de no haber meditado a tiempo el consejo de un profesor de literatura del Instituto de Lenguas Vivas, Luis Alberto Menghi y decidido, en consonancia con esa recomendación, modificar el rumbo de su vocación. Horacio formaba parte por entonces –eran los inicios de los sesenta- de un grupo teatral organizado por Menghi en ese colegio y, aún sin tener certeza absoluta de que esa actividad se convertiría en el horizonte profesional definitivo de su vida, ya le estaba tomando el gusto al escenario. Por esa época estudiaba también Derecho y tenía ya aprobadas las materias del tercer año. Y un día, el profesor se le acercó y le dijo: “Horacio, esto parece ser lo tuyo. Tenés que ir a estudiar teatro y no desperdiciar tus condiciones.”

      Pocos días después, se dirigía en el colectivo 59 hacia la facultad de Derecho en la avenida Alcorta a rendir un examen –ese transporte lo dejaba a dos cuadras de allí en Las Heras y Pueyrredón-, pero decidió bajarse antes en Las Heras y Callao, donde estaba ubicado el antiguo Conservatorio Nacional, para averiguar cómo era el ingreso a sus cursos. Y se anotó. Al salir, regresó a la casa de su madre y le dijo que había decidido dejar la facultad porque quería ser actor. “Mirá que es una carrera muy difícil. Te vas a morir de hambre”, le dijo ella. Y él le contestó: “Prefiero morirme de hambre haciendo lo que me gusta a tener dinero en una profesión que no me satisface.” Y hoy agrega que no se arrepiente de su decisión. Mientras toma un café en su espacioso y muy iluminado departamento de Constitución, Horacio Peña recuerda con afecto aquel episodio y afirma: “Yo soy actor por ese señor.” Un actor hecho y derecho, podríamos agregar, aunque haya abandonado abogacía.

    Aunque nació en Unquillo, Córdoba, Peña comenzó a vivir de muy chico en Buenos Aires. Su ingreso al Conservatorio Nacional se produjo en el año en que hacía el servicio militar, en 1963. “Y a los tres meses me tuve que ir porque el director de esa entidad, por esos años, era Héctor Nocera, quien no permitía que los alumnos llegaran tarde. Y me pidió que volviera al año siguiente, al terminar la conscripción. No fue la única vez que me fui del conservatorio. Hubo otra oportunidad en que me invitaron a hacer la obra que fue mi debut profesional en teatro: Mi marido y su mamá, con Irma Roy, Fabio Serpa y Niní Gambier.” Después de esa experiencia volvió al conservatorio, que había cambiado su dirección a French y Aráoz. Otro trabajo de esos años fue en A puertas cerradas, de Jean Paul Sartre, con la excelente actriz María Elena Sagrera. “Así comencé”, apunta.

    Si alguien se toma hoy la tarea de contabilizar el número de obras de teatro e intervenciones en cine y televisión que hizo Horacio Peña, se encontraría con una cantidad impresionante de títulos y roles, imposible de reproducir. Pero, como la de muchos otros muy capacitados actores su itinerario tuvo altibajos, “idas y vueltas” como dice él. Al recibirse, hizo algunas obras para niños con Roberto Aulé y  también un espectáculo de café-concert que se llamó Esto es esto, que se hacía en un restaurante. En 1969, invitado por un amigo, el director Hugo Medrano, se fue a Madrid, donde participó en una obra titulada Jugando en el desván, armada con todas canciones de María Elena Walsh y que recorrió, durante un año y medio, distintas regiones de España. Allí formó un grupo teatral en el que estaban Hugo Medrano, el pintor Horacio Elena, su mujer Carmen Muiña, Lucrecia Conti –por entonces la novia de Peña y más tarde su esposa, a partir de 1971, al regreso a Buenos Aires-, y él. Afirma que regresó porque se dio cuenta de que no podría hacer una carrera en España.

    “Luego, ya de vuelta al pago, pasé por el San Martín -comenta- e hice varias lanzas. Estaba por nacer mi hijo mayor, en 1971. Y le pedí trabajo a Kive Staiff. Me acuerdo que participé en la versión de El círculo de tiza caucasiano que dirigió Oscar Fessler. Y estuve también en la T.V. en el programa El país del yo qué sé, que duró un año. Y más tarde, de 1973 a 1976 participé en otro muy famoso en Canal 13, Este es mi mundo, que se terminó dos días después del golpe de Estado de 1976. Nos echaron a todos. Esta participación la logré gracias a una conexión que me dio Leda Valladares con María Inés Andrés, pero para entrar tuve que dar una prueba.”
                                             
Una experiencia importante

     En 1980 ingresó al elenco estable del Teatro San Martín, que ya existía pero se amplió. Lo hizo mediante una prueba muy exigente de la que sobrevivieron solo cinco concursantes.  En ese elenco permaneció diez años, hasta 1990, en que se disolvió. Antes había trabajado en Los intereses creados en el Teatro Cervantes y La mujer silenciosa. Pero, en los primeros años de la dictadura, entre 1976 y 1978 no conseguía trabajo y consiguió un lugar en una empresa de formación empresarial gracias a la gestión de un amigo. “El resto del tiempo, logré vivir de la profesión –afirma-, con los consabidos altibajos, pero pude mantener a la familia.” Peña tuvo en su matrimonio tres hijos varones, todos ellos ya grandes e independizados. En la actualidad está en pareja con la actriz Marcela Ferradás.

     La incorporación al San Martín marcó un cambio sustancial en su vida. “Llegar a ese teatro fue como arribar al paraíso –dice- Por varias razones. Primero porque, en lo económico, me quitó la problemática del sostenimiento de la familia. Me dio estabilidad y un sueldo con el que vivía cómodamente. No tiraba la plata al aire pero tenía vacaciones, aguinaldo, y sabía que no se me acababa el trabajo, salvo que me echaran. Viajé por el mundo, hicimos muchas giras. Fue un privilegio, además, por la oportunidad de trabajar con grandes actores a los que admiraba. Estaban allí Walter Santa Ana, José María Gutiérrez, Elena Tasisto, Alicia Berdaxagar, Juana Hidalgo, o entre los más jóvenes Alberto Segado o Ingrid Pelicori. Actuaba, por otra parte, bajo la dirección de distintos directores, lo que siempre muy movilizador. Esa posibilidad de ver y estar con esas grandes figuras, de hablar con ellas y escucharlas, llevó mi formación a un punto culminante. Entre varias de las personas que estábamos en el elenco existía la costumbre de mirarse y de criticarse, de corregirse, de cambiar ideas. Con Walter Santa Ana nos encontrábamos casi todos los días y nos sugeríamos libros o artículos que nos enriquecían.”

   “Mi primer trabajo en el San Martín con el elenco estable fue el Hamlet con Alfredo Alcón. Venía además de trabajar con otro monstruo al cual respeto mucho, que es Antonio Gasalla. Hice con él una revista el Maipo, que me dejó un recuerdo extraordinario. Hacía tres o cuatro sketchs. Y de ahí pasé al San Martín. En ese sentido soy un afortunado: hice dos veces Hamlet, La tempestad, Rey Lear, Enrique lV (Segunda parte). Eso hablando siempre de Shakespeare. Con el último de esos títulos tuve un premio nunca soñado: poder hacer el maravilloso personaje de Falstaff en el Teatro Globo de Londres. Yo y mis compañeros aprendimos allí cómo era actuar Shakespeare. En ese teatro, un soliloquio no se puede hacer como solemos hacerlo, que es casi íntimo. Allí hay que emitirlo con mucha fuerza, porque está al aire libre. Las dos funciones que hicimos llovió y la gente que estaba en el patio ni se movió. Se ponen unos manteles de plástico –no pueden usar paraguas porque le tapan la visual a los que están en los palcos- y nadie se va. Solamente vi eso en un recital de rock o un partido de fútbol, una experiencia inolvidable. Falstaff es un personaje magnífico, los ingleses lo aplauden ni bien entra al escenario, porque es como un personaje icónico.”

     Le consultamos a Peña desde cuándo viene su relación profesional con Rubén Szuchmacher, un director con el que ha actuado mucho en los últimos años. Y nos responde: “En 1987, el San Martín, que tenía bajo su administración al Payró, le ofrece a Rubén la dirección de una obra excepcional: El loco y la monja, del polaco Stanislav Witkiewicz, para hacer en esa sala. Fue la primera vez que hice pareja con Ingrid Pelicori, aunque había otros actores. Lo segundo que hicimos con Rubén fue Muñeca, donde casualmente estaba Marcela Ferradás, que es hoy mi esposa. Luego vino el Galileo Galilei de Rubén Szuchmacher. Yo también había actuado en la versión de Jaime Kogan.”

    ¿Y qué razón los llevó a reponer en estos días La obra Decadencia?, le preguntamos. “Ese de Steven Berkoff lo estrenamos en 1996 y la última vez que lo dimos fue en 2006, hace diez años. Era una idea que teníamos Ingrid, Rubén y yo, que trabajamos hace diez años juntos. Y con la misma gente, Jorge Ferrari como escenógrafo y Gonzalo Córdoba como iluminador. Y todos formamos un equipo de la manera en que yo creo se debe formar: sin pretender serlo. Y apareció Decadencia y la hicimos. Después surgió otra y Rubén dijo que podíamos hacerla también juntos. Y luego le ofrecieron montar algo de Federico García Lorca y se le ocurrió realizar El amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, para dos actores solamente. Enseguida vino una obra del autor español Iñigo Ramírez de Haro, Extensión, y la llevamos a escena. Y más tarde Polvo eres, de Harold Pinter, y Quartett, de Heiner Müller, y no le sacamos el cuerpo. Y todos esos fueron años muy gozosos de trabajo, porque insisto que un elenco estable, sea de cuatro o de diez, es favorecedor de todo tipo de creación, porque estás familiarizado con tus compañeros, los conoces. Y hay una cantidad de trabajo que se obvia. Con Decadencia, Rubén dijo que tenía ganas de hacerla otra vez y tanto Ingrid como yo  dijimos que sí. La obra tiene hoy más vigencia que cuando la estrenamos. En 1996 estaba  Carlos Menem en el  gobierno y era como un chiste hacia él. Hoy es una obra más realista y feroz frente al panorama político que se está viviendo. Lo que dicen los personajes se corresponde con lo que ocurre en estos días. A pesar de esa mayor ferocidad, la obra no ha perdido el humor.”

    Peña ensaya en estos días una pieza del autor español Juan Mayorga: Animales nocturnos, que conduce la sensitiva directora Corina Fiorillo y se estrenará en el Teatro Margarita Xirgu el 2 de septiembre. “Es una obra de diez escenas, muy bien escrita y con mucho nivel poético, pero elaborada con  ambigüedad y con varias capas de significación que te mueven a pensar. Me gustan este tipo de obras, sobre todo cuando las escriben grandes autores y Mayorga lo es”, comenta. Peña trabajó con infinidad de directores y a muchos de ellos elogia, entre los cuales están Szuchmacher y Fiorillo. “Rubén dice pocas cosas, pero tiene iluminaciones y te señala de repente una cosa que te sacude la cabeza y de la que florecen muchas y ricas posibilidades. Corina escucha mucho, ve a los actores, opina y deja abierta esa opinión a que vos la interpretes, las des vuelta, la corras. Los dos son directores de libertad y que tienen una opinión sobre lo que quieren, porque si no estaríamos perdidos, pero que esa opinión la transmiten de manera distinta y nunca en la forma de un corsé.” Otro director al que Horacio le rinde homenaje es al ya fallecido Carlos Gandolfo. “Hice con él En casa/En Kabul, de  Tony Kushner. Allí había un monólogo de Elena Tasisto que duraba una hora y en el que ella estaba sublime. Y a la semana de estar ensayando, Carlos se me acercó y, llevándome a un costado, me dijo: ‘Me aburrís. Yo sé qué clase de actor sos vos, te he visto trabajar. Pero lo que haces acá me aburre. Si querés seguir así, seguí. No te voy a decir nada, pero me parece que estás en condiciones de hacer otra cosa’. Y confieso que me fui a mi casa llorando. Carlos Gandolfo, a quien admiro tanto, me dijo eso, me decía a mí mismo. Bueno, algo me movió, me corrió de lugar y me puso a pensar de otra manera. Y fue una experiencia maravillosa, un trabajo por el que terminé ganándome un premio. Siempre le agradeceré a Gandolfo haberme sido sincero y decirme lo que me dijo. Creo que los directores no se deben conformar con lo primero que los actores le ofrecen. Como todas las personas, los actores tendemos a hacer lo que ya sabemos, lo que nos hace sentir seguros. Pero el arte es riesgo. Y cuando alguien te impulsa a desarrollar tu creatividad y para hacerlo te saca de tu equilibrio, de tu centro, hay que agradecerlo.”

      No todos los directores ejercen su profesión como Gandolfo. Pero tampoco todos los actores tienen la inteligencia de abrir sus cabezas y aprovechar los desafíos que le plantea un gran director. Hay intérpretes con mucha sensibilidad y poca inteligencia, y también los hay que piensan mucho más de lo que sienten. El actor que sabe combinar esas dos virtudes con equilibrio, y en las dosis justas y necesarias que requiere cada momento, tiene siempre muchas más chances de componer personajes de alta creatividad y llegar al fondo del corazón de la gente. Horacio Peña pertenece a esta clase última de actores.
                                                                                                 Alberto Catena