Entrevista a Horacio Banega, filósofo

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En un café próximo a su domicilio, que suele utilizar en ocasiones para ir a trabajar, el filósofo, actor, director y dramaturgo Horacio Banega, conversó durante una hora con la Revista Cabal, para informarla tanto de su actual actividad en la escena como de la pedagógica en el ámbito de la universidad. Y también de su relación de amistad con el autor de la serie Merlí, Héctor Lozano, que vendrá en abril próximo a Buenos Aires para acudir a la Feria del Libro de 2019. El pensador argentino, que en este momento está escribiendo dos libros, uno sobre la relación entre teatro y filosofía, y otro sobre la fenomenología de Husserl, brindó también datos sobre algunos aspectos de su vida que no eran tan conocidos, sobre todo las razones que explican que haya elegido Filosofía como carrera cuando aún era un estudiante en Santa Fe y su indeclinable amor por el teatro.

Se recibió de Licenciado en Filosofía en 1997, pero combina la docencia en esa disciplina con la actuación y la dirección en teatro, dos de sus viejas pasiones a las que nunca abandonó desde que le encendieron el corazón. Hoy está a cargo de una de las dos cátedras de Gnoseología en el Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Es además profesor adjunto regular de Filosofía y Métodos de las Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de Quilmes, donde además dicta Estructuras: Composición y Contenidos y también en la Universidad Nacional del Litoral, en la que enseña, con la profesora Griselda Parera, Filosofía de las Ciencias Sociales y, con el profesor Samuel Cabanchik, Filosofía Contemporánea. Se doctoró  en 2012 en la UBA con una tesis sobre la base formal del pensamiento de Husserl, que es el padre fundador de la filosofía fenomenológica, dirigida por el Dr. Roberto Walton
       
Con tantas responsabilidades pedagógicas sobre los hombros, que no son las únicas que se mencionan arriba, y la diversidad de áreas que maneja de su especialidad, no es extraño que, en un rápido chispazo de asociación e ingenio, se lo haya vinculado a Merlí, el popular personaje de la televisión española que se conoció también acá a través de la serie del mismo nombre y que fue escrito por el autor catalán Héctor Lozano. Una comparación a la que el propio Banega atenúa al comentar que, a diferencia de ese personaje, nunca ha dado clases en el secundario y “no conquisto a las profesoras ni mucho menos me acuesto con las madres de mis alumnos”,  como dijo en Clarín. “Quizás pueda haber algo de Merlí en mi labia, en mi mal humor hacia la burocracia o en la acidez y el sarcasmo de algunos de mis comentarios”, agregó. Ocurre que Banega es amigo de Héctor Lozano y un comentario de éste a la prensa diciendo que Merlí no era un personaje solo de ficción sino con visos reales, y que en Buenos Aires había un profesor de filosofía llamado Horacio Banega que era tan “auténtico y carismático” como Merlí, disparó la leyenda y no hay entrevista que se le haga al actor y pensador argentino en que no se le pregunte algo relacionado con el tema. 
     
Esa súbita popularidad, no ha tenido ningún efecto sobre su constante rutina de trabajo, que es desde hace varios años intensa, porque, como otras profesiones, ganarse la vida con ella requiere mucha dedicación. Además de lo que se registra en líneas anteriores, Banega participa como codirector y director  también en la actualidad de dos proyectos de investigación, en la UBA uno de ellos y el otro en la Universidad de Quilmes. Y dicta cursos de postgrado, en esa última casa de estudios, en la Universidad Nacional de Avellaneda y próximamente en la Universidad Nacional de Entre Ríos. Y desde hace once años mantiene su curso de Filosofía y Teatro en la Sociedad General de Autores de la Argentina (Argentores) y escribe en estos días dos libros, el primero que recoge parte de sus clases en esa entidad y segundo una reescritura para Colombia de su tesis de doctorado, basado en la fenomenología de Edmundo Husserl. Y todo eso porque, como dijo alguna vez en una sobremesa de amigos de teatro, “no siempre viví de hablar y de dar clases, también tuve etapas en los que realicé otros trabajos, algunos bastante duros.”
      
Horacio, que hoy tiene 54 años, nació en Santa Fe y empezó a estudiar filosofía en 1985 en la Universidad Católica de Santa Fe, porque no  había esa carrera todavía en la Universidad Nacional del Litoral. En su provincia fue artesano en objetos de cuero, pero llegó también a vender muebles y hasta dulce de leche en la calle, cuando la escasez de ocupaciones fijas lo exigía. En 1987 se radicó en Buenos Aires e inició el pedido de pase y equivalencias a la UBA e ingresó a la facultad de la calle Puán, donde se recibió en 1997. Fueron años movidos los de aquella década: la Semana Santa en 1987, dos años después la hiperinflación, más tarde el menemismo. Con lo cual la situación laboral se hizo más complicada y mayor su responsabilidad económica, sobre todo a partir del momento en que por razones personales, y  junto a su hermana, debió traer a vivir a su madre a la Capital con él. 
      
Al mismo tiempo, y siguiendo una actividad que ya hacía en Santa Fe, en Buenos Aires tampoco descuidó el teatro. Y mientras estudiaba Filosofía, ingresó al entonces Conservatorio Nacional de Teatro, que tuvo que dejar por razones laborales apenas cursado su primer año. Esos estudios los completaría luego con clases en los talleres de muchos de los grandes maestros de teatro de Buenos Aires y el extranjero.  “Uno de los trabajos que más me divirtió –recuerda ahora-  fue el de adicionista bilingüe en el Hotel Panamericano en 1990 y luego me recibí siendo adicionista cajero del restaurante Pedemonte. Laburaba en horario cortado: de 11,30 a 15 horas y luego de 20,30 horas al cierre. Lo que me permitía hacer alguna actividad en la mañana temprano (hasta las 11 horas) y luego a la tarde estudiar. Era bastante esquizoide salir del restaurante e ir a estudiar filosofía. En 1989 trabajé también en un estudio jurídico pero fue horrible porque era el tiempo de la hiperinflación y no me aumentaban el sueldo y debí buscar otro empleo. El mundo del trabajo nunca me fue ajeno.” 

¿Qué te impulsó a estudiar Filosofía?
Venir de una educación católica y haber sido monaguillo, además de mi fuerte inclinación por la lectura, que me estimularon desde temprana edad mis padres y distintos amigos ya desde la época del secundario. Mi profesor de Filosofia Jorge Antony en la escuela secundaria, en plena dictadura, fue también determinante. Y creo que a la hora de elegir, en vez de Historia o Literatura, opté por Filosofía debido a que ya a los 16 años tuve una crisis religiosa, que me llevó a pensar que no había Dios. Eso se combinó con el desarrollo de una marcada inclinación política, que empecé a desarrollar ya cuando estudiaba en el colegio católico Lasalle en Santa Fe. En ese momento en que, como le decía a mis amigos, “maté a Dios”, me dediqué a la Filosofía. Frente a la caída de las creencias absolutas, frente a ese vacío que queda, uno se dice: “Voy hacia aquella disciplina que parece puede proporcionarme por lo menos alguna contención.” Un amigo mío compara esta situación con la que sufrieron muchas personas de izquierda luego de “la caída del Muro”. 

Es como si la realidad comenzara a desmoronarse.
Es que cuando uno pierde el sentido que le articula las pequeñas certezas con que vive, la esperanza reconfortante de que algo se producirá en el futuro, sea la llegada del Mesías o el advenimiento de un mundo más justo y humano, donde la igualdad y la solidaridad van a ser los valores dominantes en la sociedad, es difícil sostenerse. Es como si la realidad comenzara a temblar. Cuando eso se cae, uno dice: “Bueno, listo, a partir de acá, busco otra cosa.” Por eso digo que mi elección de la Filosofía tuvo su origen en esa crisis religiosa que menciono. Creo en lo personal en la presencia de ciertas preguntas que están permanentemente ancladas en las preocupaciones existenciales que te persiguen y aguijonean desde la adolescencia. Alguien podría decir con Donald Woods Winnicott que un filósofo es “un adolescente que nunca dejó de serlo.” Hay algo de verdad en eso. Y aunque puede sonar a debilidad o inmadurez, tiene su costado rescatable también.

En todo caso, demostraría una mente abierta y fresca, que es siempre un buen antídoto contra al dogmatismo o la cerrazón.
Hay un tema que siempre he hablado con los colegas respecto de esto y es que hay algo de la curiosidad que forma parte de la profesión. Y a veces la profesionalización ha hecho que eso se considere malo. Dado el estado general de las cosas hoy, creo que hay que seguir estimulando esa curiosidad, aunque esa tendencia pueda llevar un poco al diletantismo, pero es preferible correr ese riesgo a quedarse encerrado dentro de un muro inexpugnable de supuestas verdades o una especialización rígida, por ejemplo, que impide salir de ciertos límites y puede ser muy empobrecedora.

Comparto lo de la apertura de la mente siempre y cuando siga vinculada a ciertas certezas morales que me parecen imprescindibles en la vida. La de que el mundo debe mejorar es una de ellas y no puede declinarse.
Estamos de acuerdo. Uno diría que hay ciertas posiciones ético-existenciales que lo acompañan a lo largo de la vida y que en determinada etapa de la existencia nos lleva a decir: bueno, esta es mi certeza respecto de lo que debe ser el mundo. 

Es que esos principios éticos son parte de lo que a uno lo constituye como persona.
Existe toda una corriente filosófica que es muy importante (Paul Ricoeur, Emanuel Lévinas y otros) que sostiene precisamente eso: la unidad del sujeto está en que pueda sostener una promesa a lo largo del tiempo. Esta quizás es una afirmación muy fuerte. De todos modos, frente a ese horizonte utópico, hoy ponemos en discusión la idea de que el fin justifica los medios, algo que podría estar implicado en el sostenimiento a ultranza de una posición así. El fin es magnífico, pero los medios elegidos para llegar a él pueden no ser los más adecuados. Es una discusión que sigue siendo muy contemporánea y que merece mucha reflexión, pensando sobre todo en lo que hay que mostrar en contraste con esta etapa salvaje del capitalismo, que no renuncia a ningún medio con tal de llegar a sus fines, casi todos basados en la exclusión de millones y millones de personas.

Hablemos un poco de Merlí, la serie. ¿Te gustó?
Sí, es una serie que me gustó mucho. Está muy bien hecha, concibió personajes bien delineados y con autonomía. Indaga además con inteligencia en la conexión entre el saber y la plena vida cotidiana, sobre todo de los adolescentes. Era un poco lo que te decía antes en relación a Winnicott y que al pensarlo de nuevo me doy cuenta: la relación de la filosofía con la adolescencia. Ahí está planteada muy claramente. Y en cada hora o capítulo, la serie logra plasmar algún concepto filosófico importante para que el espectador reflexione, algún concepto en relación con su aplicación empírica o práctica.

¿Y a su autor cuando lo conociste?
En el año 2002, cuando hice la residencia internacional para dramaturgos emergentes de todo el mundo en el Royal Court Theatre de Londres. Ese teatro es donde se estrenó Final de partida, de Samuel Beckett, entre otras grandes obras. En aquel año se eligieron quince dramaturgos y cinco directores y tuve la suerte de ser elegido. Me becaron el British Council y la Fundación Antorchas. Fue una estadía de un mes y entre los dramaturgos del mundo estaba Héctor Lozano Colomer, con quien nos hicimos amigos enseguida asociados por el idioma español. Y me acuerdo que me regaló un libro con los afiches de las películas de Hitchcock y una jabonera del Bates Motel de la película Psicosis, que aún conservo. Incluso me invitó a pasar por Barcelona pero no podía porque tenía todavía que visitar Francia y se me hacía muy largo el viaje. Quedamos en contacto. Con los años me hablan de una serie con un profesor de filosofía y descubro que su autor es Héctor. Terminada la primera temporada, le vuelvo a escribir vía Facebook y comenzamos intercambiado mensajes y nos reconectamos. Y así me vinculo al universo de Merlí. Argentina es uno de los países de América Latina en la que más pegó la serie.

En una entrevista que le hizo el periodista Javier Firpo de Clarín a Lozano le preguntó si  Merlí existía o era una ficción. Y él le contestó que en Buenos Aires conocía uno y te nombró a vos, ¿verdad?
Sí, así salió en el artículo de Firpo, que me proveyó de esos quince minutos de fama a los que, según se dice, aspiran todos los mortales. Pero, en rigor, y para que quede claro, no soy el personaje en el que se inspiró Héctor para el personaje, como se dice en un especie de copete ubicado bajo el título de la nota. 

No, tal como dijo en otra entrevista, Lozano se inspiró para el personaje en un profesor de  literatura que conocía. Lo que le dijo a Firpo fue más bien un guiño cariñoso hacia vos, por la amistad que los une. Y lo del copete una argucia para darle más gancho a la nota. Lo otro que te quiero preguntar es si participarás en el spin off o especie continuación de la serie. 
No puedo decir mucho aún, pero Héctor me pidió colaboración para pasar los diálogos que tendrá un personaje femenino argentino en la nueva serie (de nombre Minerva) del español de España al español argentino. Es una serie que se terminará por 2019 y tendrá como protagonista al personaje de Pol, que era el estudiante preferido de Merlí. Héctor vendrá en abril próximo a la Feria del Libro de Buenos Aires a presentar su libro Cuando fuimos los peripatéticos (subtitulada La novela de Merlí), que fue un suceso de ventas en España. 

Últimamente hiciste también teatro. Contame algo de eso.
En 2016 mi compañera y yo nos metimos en un problema inmobiliario –por cambio de departamento- que nos convirtió en nómades por un año y medio. Y en ese período me invitaron a actuar y dije que sí. Y en ese año hicimos con Federico Penelas dos semimontados, uno relacionado con el bicentenario de la Independencia en el Teatro Cervantes, El rey del Abasto, sobre un episodio del Rey Inca de Manuel Belgrano, y otro una versión de Tito Andrónico para seis actores y en media hora para el Teatro San Martín. Eso fue lo último que dirigí y en codirección, como dije, con Federico. Lo último que estoy haciendo como actor performer es Fassbinder de Lisandro Rodríguez -que estará ahora el 25 de enero en el FIBA- y también Dios, del mismo autor. Hice por otra parte un monólogo de quince minutos de mi autoría en el evento Macriteatro del Teatro Los Vidrios.

¿En cuanto a dramaturgia, además de eso que mencionaste, tenés algún otro proyecto?
Tengo en la cabeza un espectáculo, pero para escribirlo necesito primero terminar los dos libros que estoy escribiendo. Es una asignatura pendiente para mí. No sé por dónde va a salir ese espectáculo, tengo algunas imágenes que quiero profundizar, indagarlas y trabajarlas. Lo que sí quiero es seguir actuando y el monólogo que escribí para Macriteatro es un espectáculo en germen para ampliar. Ahí la dramaturgia es una especie de monólogo filosófico, político y teatral. Lo que dice, básicamente, es que, así como en los noventa Ricardo Bartís decía que los políticos robaban gestos de los actores para seducir al público, creo que ahora es al revés. Hay que aprender de la actoralidad del PRO. Marcos Peña es un intérprete de una escuela de actuación que no se conoce acá, más cercana a la de Antony Hopkins en El silencio de los inocentes. Puede estar comiéndote el cerebro con una elegancia perfecta y diciéndote: “No hay ningún problema”. Mientras tanto, nosotros seguimos en el teatro gritando. Hay algo de la actoralidad que cambió radicalmente en el país y ya no nos alcanza con el grotesco. Y tenemos que estudiar ese fenómeno para tener mejores armas en el escenario y ser más efectivos.

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Foto: Sub.coop