Entrevista a Manuel Vicente

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Actor de rica trayectoria, director escénico y docente en los cursos de entrenamiento actoral que organiza la Fundación SAGAI, Manuel Vicente es una figura familiar para quienes hayan frecuentado en las últimas décadas las salas de cine o teatro de Buenos Aires y que ha ganado, por sus trabajos en esos medios y en la televisión, un justo reconocimiento en el ambiente artístico del país. En 2016 recibió en el Senado de la Nación uno de los premios Podestá a la Trayectoria Honorable, otorgados por la Asociación Argentina de Actores todos los años. En esa ocasión le entregó la distinción el maestro Raúl Serrano, al que Vicente considera el pedagogo que más contribuyó a su formación.

En estos días, y luego de haber sido elogiado el año pasado por su rol de intendente en la película El ciudadano ilustre, estrenó en el Teatro del Pueblo El último espectador, un monólogo escrito por Andrés Binetti en el que Vicente luce su potente talento interpretativo, que en ese texto en particular se manifiesta en variadas y vívidas direcciones expresivas. La conversación que Revista Cabal mantuvo con él en la sede de la fundación mencionada más arriba se refirió a la gestación de ese reciente trabajo, pero también al desarrollo de su profesión, a sus últimas apariciones en público como actor o director y a la situación actual de los actores y la cultura teatral en Argentina.

 

¿Cómo surgió la idea de El último espectador contigo como único actor de la pieza?

Siempre me pasó que hacer un unipersonal o un monólogo no era algo que me terminaba de convencer. Un poco porque lo que impulso en mi tarea como actor o director es una búsqueda de un teatro que tenga que ver con un suceso vivo, más que con la representación. Por eso juzgaba que mostrar a un actor solo relatando una historia tenía que ver más que nada con lo performático y con la intención de exhibir la eficacia de un actor. Veía bastante difícil lograr en esa modalidad de trabajo una situación de teatralidad, de presente escénico vivo. Hasta que  en un momento hice algunos monólogos para el Teatro por la Identidad dirigidos por Mauricio Kartun, aunque no escritos por él, que me demostraron que también en esa forma se podía lograr esa teatralidad  Y desde ahí empecé a pensar en la posibilidad de un monólogo.

 

¿Y ahí hiciste contacto con Andrés Binetti?

A Andrés lo conocía y respetaba por su obra teatral, pero también porque había trabajado con él en Chau papá, obra de Alberto Adellach de la que hizo la dramaturgia y que yo dirigí en el Teatro Cervantes. Mi propósito era que escribiera un monólogo, y después lo dirigiera, con una idea que era mía y que todavía estaba en germen. Pero le adelanté a Andrés que no era una simple idea para disparar un texto, sino una propuesta para conseguir un material que lograra plasmar ese presente escénico vivo al que me refiero. Ese era el desafío: poner un tipo en escena que, más que relatar, estuviera frente a un suceso, aunque se lo viera solo. Además desde hace tiempo tenía una imagen que me producía El enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Esa historia de un hombre, el doctor Stockmann, que  termina quedándose solo luego de descubrir que en el balneario de su pueblo el agua está contaminada, hecho por el cual al principio es un prócer y más tarde se transforma en el enemigo del pueblo. Este personaje, muy reivindicable por un lado en lo  ideológico, me hacía pensar también en un tipo que en un punto arrastraba a su familia al cadalso. Una dicotomía que, de tanto en tanto, enfrentan también los seres humanos. Me parecía que jugar en los entresijos existenciales de un actor que representaba El enemigo del pueblo y vivía la soledad de su personaje y los de un actor que se queda sin elenco, ofrecía un material metafórico interesante para trabajar.

 

¿Y qué acordaron con Andrés?

Como tengo como concepto que no se puede escribir por encargo, que eso no funciona, le dije a Andrés, luego de hablarle de la idea, que se tomara el tiempo que necesitara. Era evidente que esa idea podía llevar a cualquier parte. Y la verdad que Andrés la hizo propia. El texto que escribió es ciento por ciento suyo y allí aparecen muchos personajes de su producción: los actores del pasado, los del circo criollo. Y también surgió la imagen de un actor solo que en la barra de un almacén evoca en una madrugada la diáspora de su elenco. Está solo, sin laburo y sin elenco, y la única forma que él encuentra de pasar esa noche, en la que no tiene adónde ir, es, con una  botella de ginebra a mano y frente a dos parroquianos semidormidos, que no están en un presente verdadero, sino que son la imagen del que habla, empezar a contar esa historia del desgajamiento del elenco y las razones por las que cada actor o actriz se fue. Esas evocaciones en el texto de Andrés son de una poética maravillosa, algunas entrañables, otras dolorosas o muy cargadas de humor y relatan las características de lo que era la gira popular de un elenco que daba vueltas por el país, con anécdotas de toda clase. Claro, es la versión de ese tipo que cuenta historia. Y como ocurre siempre en una versión algo aparece de él mismo.

 

Aparece el personaje que cuenta su propio derrotero.

Exacto. Y ahí es donde encontré la posibilidad de ese presente escénico que consiste en evocar y reconstruir sin mimetizar, en trasladarse hacia el otro, como si yo ahora mismo te comunicara a vos cualquier circunstancia que acabo de vivir. Sin abocarme a la estricta imitación formal como el imitador, sino a transportar hacia el otro eso que sucede. Es ahí, en ese núcleo más personal donde empiezan a aparecer los personajes, pero desde el “yo soy” del relato. Cuento una anécdota y ahí pongo el cuerpo, mi cuerpo. Era lo que queríamos plasmar: hacer entender que lo principal es el instrumento del “yo soy”. Desde esa ubicación se elabora y genera cualquier imagen, más que imitar cáscaras, que es la tarea que hace el imitador clásico, muy respetable, pero propia de otro estándar. A este tipo le suceden cosas y se transporta relatándolas. Y en ese ejercicio irrumpen los distintos pliegos que se van dando en el relato, porque se está metaforizando sobre estos tipos para quienes hay una sola manera de vivir, que en este caso es actuar hasta cuando se está en un bar contando algo. Yo soy si te relato, solo me relaciono de esta forma, actuando. O sea que, el que relata en la obra, está actuando esa noche en ese lugar. Y de alguna manera está actuando para que lo escuchen, pero también para no irse, porque no tiene adónde ir.

 

Aquellas compañías eran grupos muy ligados a la actividad de la gente en los pueblos.

Recuerdo que tuve la posibilidad de trabajar en televisión con Darío Vittori en su última etapa y él me contaba una cosa que me quedó muy grabada. Decía que el mapa de su gira era: la cosecha en este lugar, la fiesta de la papa en el otro, el aguinaldo de los petroleros en aquel sitio. Su gira estaba ligada a la situación socioeconómica de lo que ocurría acá. Era un trabajador como cualquier otro. En aquella época era muy marcado el tema de ser un trabajador del arte. Yo hago Chejov pero soy un laburante, se decía.

 

Tu última actuación en teatro había sido Un hombre equivocado, de Tito Cossa. Después dirigiste. ¿Cómo fue tu experiencia en este campo?

En teatro lo primero que dirigí fue Segundo cielo, de María Rosa Pfeiffer, en 2006 en el Teatro del Pueblo. Después vino El partener de Mauricio Kartun, en el Teatro Cervantes, y más tarde Chau papá, en el mismo teatro, de Adellach. Esas fueron mis direcciones. Me siento muy bien dirigiendo. Y digo que soy un actor dirigiendo. ¿Por qué? Porque en todo lo que hago en el trabajo de entrenamiento para actores, tanto para teatro como frente a cámara (o sea cine y televisión), soy un investigador del tema. Y es algo que me apasiona. En la Fundación SAGAI tengo 40 actores entrenando por cuatrimestre, o sea 120 por año. Estoy en contacto cotidiano con todo lo que tenga que ver con la construcción del trabajo del actor. Entonces, la dirección es algo que, por añadidura, aparece naturalmente en la operación que tiene que ver con esa práctica. La Fundación labura mucho y muy bien, provee a los actores de una posibilidad de entrenamiento profunda, con técnica y cursos que serían impagables si se hicieran privadamente, porque implican edición, cámara y un equipo grande. Es el tercer año que ya hacemos cursos y no damos abasto con las inscripciones. Es un espacio fantástico que de verdad entusiasma mucho a los actores, para quienes las clases son gratuitas.

 

¿En cine tu último trabajo estrenado fue en Ciudadano ilustre, no?

Sí. Fue muy placentero hacer Ciudadano ilustre y además se transformó en un golazo en cine, que es un medio en el que trabajo bastante. Además hice últimamente otras dos películas, pero todavía se tienen que estrenar, ambas como actor protagónico. Una es Hora, día y mes, que dirigió un joven llamado Diego Bliffeld, basado en un hermoso texto de Marcelo Cohen, y Luna de miel en Shangai, de Tomás de Leone, que en 2016 estrenó su ópera prima en ficción, El aprendiz. Esta es la segunda. Y hay algunos otros proyectos en cierne, pero cuya realización depende de temas económicos, que como se sabe están complicados en el cine argentino.

 

¿No escribís teatro?

No, curiosamente no. Sin embargo, por el tema de los entrenamientos participo mucho de la supervisión de guiones. Y superviso textos también, porque la construcción del trabajo del actor pone en jaque también la escritura dramática desde esta mirada. Entonces intervengo mucho en los textos, superviso. Pero nunca me he puesto a escribir. Tampoco es que haya decidido no escribir nunca. De golpe, por ahí aparece la necesidad en algún momento, pero no es una actividad que por ahora haya empujado. Ni siquiera la tengo en la alacena como desafío esperándome. Supongo que así como encontré la dirección y me decidí a ejercerla, tal vez pueda surgirme en determinado instante la necesidad de escribir y lo haga.

 

¿Cómo ves en general la situación del trabajo actoral?

Es complicada. En el plano estrictamente del trabajo se ha reducido mucho. Basta con que uno pregunte en la Obra Social de Actores, que es un camino a través del cual se puede medir cuántos aportamos y cuántos no, para comprobar que hay un 40 por ciento menos de aportes. Analizada desde ahí, la actividad ha caído en ese porcentaje. Y después están las variables más ligadas a la vida de la gente.  El espectáculo y la cultura son de las primeras cosas que se recortan para defender el bolsillo, porque hay otras necesidades más primarias que atender. Y creo además que se ha dispersado una enorme energía que se había logrado concentrar. No puedo decir que uno aguarda del Estado una presencia permanente o que esté en todo, pero sí espera un concepto de apoyo a la búsqueda y la investigación, de estímulo de los espacios de trabajo de los actores o del arte en general. Y eso no lo veo. La reflexión y el pensamiento son lugares que hoy no tienen una consideración institucional ni son respaldados desde lo institucional. En el INCAA siempre escucho reproches que tienen que ver con la presunta incorrección de hechos que se cometían en el pasado. Entiendo que se puedan corregir si es que se cometieron, en buena hora, lo que no entiendo es porque se hace menos. Si había corrupción en la construcción de los hospitales, ¿qué hay que hacer? ¿Dejar de hacer hospitales? Me parece que no es la solución. Y está pasando un poco eso. Siento que lo único que se conceptúa como virtuoso es el corte, el desandar, el deshacer, quitar, romper o sacar. Eso es lo virtuoso. Y no veo cuáles son los nuevos proyectos de construcción, los que aporten algo distinto y diferente. No están.

 

Sí, eso está fuera de discusión: no hay proyectos productivos.

Uno puede discutir el concepto estético o ideológico, pero me pregunto ¿dónde están los  proyectos de producción, los que apoyen la construcción de un país? Hay además una cultura general y una educación que están absolutamente dispersas y desprotegidas, paradójicamente en un país donde existe una energía vital enorme. El que tiene oportunidad de viajar lo sabe. Todo el mundo dice que Buenos Aires es una usina permanente de creación, una de las tres grandes capitales de arte. El actor argentino generó una estética de la necesidad, inventó en el pasado el teatro independiente y ahora hay no sé cuántas decenas de salas en el off que siguen generando estéticas con un empuje impresionante. Aquí se produce uno de los mejores teatros –tal vez el mejor- de habla hispana en el mundo. Y todo eso en medio de una marcada  desprotección. Y lo mismo pasa con el cine, que es una industria importantísima, que genera una mano de obra imponente. ¿Cuántos jóvenes estudian hoy imagen y sonido? La imagen y la comunicación forman parte de la cultura, pero además contribuyen a crear trabajo. Son desde el punto de vista económico una industria pesada, y sino preguntémoselo a los Estados Unidos. Pero tampoco se la apoya desde esa perspectiva, pensándolo como un negocio. O sea que se ha abandonado la cultura y la reflexión, pero también el concepto de país industrial.

                                                                                                                   Alberto Catena

 

Fotos: Sub.coop