Ricardo Bartis habla de La máquina idiota

Entrevistas

En una conversación que mantuvo con la Revista Cabal, el talentoso y conocido director teatral, y también autor, aunque él no reconozca demasiado esta condición, se refirió a su nuevo proyecto escénico, que se verá a partir de octubre. Relacionó la obra con su trabajo anterior y dio detalles de su proceso de gestación. El espectáculo incluye a diecisiete actores, una verdadera apuesta de riesgo en un período donde la mayor parte de las iniciativas en el área van a lo seguro y no arman grandes elencos.

     El anuncio de un nuevo espectáculo de Ricardo Bartis es siempre para el teatro argentino un hecho movilizador, un acontecimiento que despierta fuertes y justificadas expectativas. La razón es clara y no constituye un misterio para quien esté debidamente informado de lo que es la actividad escénica en el país: desde la presentación en 1989 de Postales argentinas, Bartis se ha convertido en uno de los directores más reconocidos, potentes y atractivos de la Argentina. Y aunque es necesario aclarar que antes de Postales argentinas había dirigido Telarañas de Eduardo Pavlovsky y La cinta magnética y había trabajado como actor en varias piezas desde finales de los setenta, su consagración definitiva se produce a partir del título mencionado.


    Después de esa obra vinieron otras: Hamlet o la guerra de los teatros (1991), Muñeca (1994), El corte (1996), El pecado que no se puede nombrar (1998), Krapp (2000), Donde más duele (2003), De mal en peor (2005), La pesca (2008) o El Box (2010). Ahora, para el 11 de octubre –la fecha ya está determinada-, Bartis estrenará en su sala, El Sportivo Teatral, La máquina idiota, una realización que le llevó casi un año y medio de ensayos y en la que intervienen diecisiete actores, una cantidad muy poco habitual en las producciones actuales donde la tendencia es a conformar elencos pequeños. La trama argumental, como en muchas otras piezas de Bartis, es delirante, pero de una extraordinaria eficacia dramática y poética.


    Se trata de un grupo de intérpretes muertos, que habitan en el Panteón de Actores en la Chacarita (en la parte más pobre, según apunta el texto, porque hay un muro que los separa de los que fueron actores más célebres) y que deciden montar una versión de Hamlet. Es como una asignatura pendiente que tienen ya que, cuando estaban vivos, actuaban en papeles de segundo rango y ahora quieren hacer una obra de gran prestigio para convocar al público masivo, un objetivo que alcanzaban con regularidad sus vecinos notables de panteón y que ellos nunca lograron. Las dificultades que se originan durante la preparación de la obra, los conflictos que se producen entre los actores, el incordio de las cargas burocráticas y de la tiranía de los jefes, que siguen molestando en la muerte tanto como lo hacían en la vida, y muchas otras y desopilantes peripecias constituyen la pulpa de esa trama.


    Pero ese relato no es más que el pretexto para el lanzamiento de muchos otros relatos que se superponen con él y ponen en movimiento la fuerza de un hecho teatral amasado, en lo esencial, con la pura intensidad de los cuerpos en acción, la cadencia rítmica que se organiza por medio de la energía que ellos proyectan y las configuraciones visuales que se producen gracias a esa deriva en escena. Poética a través de la cual, en definitiva, Bartis habla de todos los temas que constituyen sus obsesiones como artista. Porque si hay algo que Bartis nunca ha negado es la fuerte incidencia que su visión del mundo,  hondamente política en el mejor sentido de la palabra, tiene sobre su obra. Una visión que nos habla de las miserias de la condición humana, del predominio de las máscaras en el comportamiento de los mortales, de los azarosos virajes del tiempo, de la ridiculez de algunas pretensiones terrenas, de la belleza del trabajo actoral y tantas cosas más. 


    “Este trabajo fue agotador y una experiencia distinta –confirma el titular del Sportivo Teatral-. Nunca había dirigido a tanta cantidad de actores. Diecisiete actores en escena requieren un movimiento de masas teatral que es muy complejo. Es muy complejo, sobre todo en un espacio apaisado y largo como el nuestro. Es un espectáculo que nos llevó a investigar en varios planos. Y eso nos demandó mucho laburo. Creo que el resultado se verá en el desplazamiento en ese espacio, que está articulado de forma que nunca se empaste, y que nos hizo explorar bastante también en qué materiales escenográficos y visuales debíamos usar. Siempre pensamos en el Sportivo Teatral que el próximo espectáculo será el mejor, porque aprendimos de los anteriores y es deudor de ellos. Fijate que con El box, la última obra que hicimos, tuvimos muchos problemas con el Teatro Colón y por eso decidimos no montarla allí. Esos problemas nos afectaron y generaron dificultades en el trabajo estético al trasladarla a nuestra sala. Hay elementos que me doy cuenta no pudimos desarrollar en esa puesta y que hacemos en La máquina idiota, que me parece transmite una mirada cariñosa sobre el teatro y los actores, sobre ese mundo.”


    Los espectáculos en el Sportivo Teatral duran promedio un año y medio o dos años en cartelera. Ha habido excepciones, como De mal en peor, que se vio durante tres temporadas, pero el promedio aproximado es aquel, según lo consigna el propio Bartis.  Al cual, claro, hay que descontar las giras al exterior que, desde Postales argentinas en adelante, ningún título de los realizados por el director dejó de hacer, en invitaciones a veces más largas y otras más cortas, pero infaltables. Sobre todo a festivales y encuentros internacionales en distintos países europeos. En ese aspecto, las producciones del grupo han constituido a lo largo de los últimos 25 años verdaderas embajadoras y difusoras de lo que es el teatro en el país, un teatro, por lo demás, que ha gozado de un inalterable reconocimiento en los lugares que lo convocan. El número de espectadores que suelen acudir a los espectáculos del grupo, siempre según Bartis, está cercano a los diez mil por temporada, guarismo relevante para un conjunto alternativo.  


    ¿Cuál fue el hecho disparador de la decisión de ponerse a hacer esta obra? Bartis nos cuenta: “Habíamos terminado de dar El box, a fines de 2011 y viajé a la Bienal de Venecia, donde me invitaron a hacer un trabajo sobre uno de los siete pecados capitales contemporáneos. Al volver, comencé a intercambiar ideas con algunos alumnos del estudio que estaban en una etapa de entrenamiento y enseguida pensamos en hacer una obra. Estábamos fascinados con algunas ideas que surgían del Hamlet de Shakespeare   –pieza que yo había tomado ya como base para hacer el espectáculo Hamlet o la guerra de los teatros- y con algunas lecturas de autores como Eduardo Rinesi y otros. Y un día fuimos a la Chacarita a ver el Panteón de Actores y ahí se nos disparó la idea de un grupo de actores muertos que trabajaban con ese texto. Ensayamos todo el año pasado dos veces por semana y en 2013 –en lo que va de él- tres veces, pero al ser 17 actores era difícil lograr que coincidieran siempre todos. Por razones de trabajo, gripes y otros problemas nunca estaban todos. Y fuimos avanzando en el proyecto, bien mirado una verdadera locura, porque esto era algo para una compañía subvencionada. Pero, bueno, estábamos calientes con llevarlo a cabo y lo hicimos.”


     Aclarando más todavía el tema de las motivaciones profundas de hacer esta obra, Bartis agrega: “Me siento muy vinculado a la tradición argentina que es la de un teatro de grandes actores. Y me interesaba trabajar sobre la propia condición del actor que es siempre tan reveladora y sobre conceptos que nos habían quedado muy impregnados de la experiencia anterior con el Hamlet. Por ejemplo la hipótesis de que Shakespeare esté hablando en esa obra del mismo teatro (más allá de lo que cuenta la historia) y, sobre todo, de la actuación y la condición del actor. No de la actividad, sino de la condición de quien es portante de oficio. El actor como poseedor de los estigmas de la revolución, del cambio. De un elemento que es y no es eso al mismo tiempo. Porque, ante la duda existencial de ser o no ser, que aqueja a Hamlet, alguien ve que el actor es un pasaporte a una alternativa, a una resolución de ese dilema. Y que, igual al padre muerto de Hamlet, los actores, en ejercicio del don que les permite ese pasaporte, operan, influencian mucho sobre Hamlet. Los muertos pesan: por eso los fantasmas de Perón y de Evita. También nos gustaba la multiplicación de los encuentros de Hamlet y Ofelia que, como una suerte de calidoscopio de varias escenas de pareja, funcionan en la obra. O la aparición de la idea del simulacro, el teatro dentro del teatro, que se ve con claridad en la representación de La ratonera en la misma obra, donde Shakespeare anticipa lo que podríamos llamar el pirandellismo, una escena como vista en distintos espejos, donde los actores se convierten en nuevos espectadores que ven otro teatro distinto al que hacen en el interior del texto y son a su vez observados. Una suerte de laberinto donde se cruzan muchas miradas.”


    El espectáculo aborda también el tema del tiempo. Bartis afirma al respecto: “La idea del tiempo es muy profunda en Shakespeare, un tiempo que puede saltar para cualquier lado y no se percibe como una concatenación lógica y ordenada, sino como una sucesión de alteraciones. Abordada bajo esa óptica, esa visión podría leerse como una referencia a una época histórica dislocada, que se ha salido de quicio. Pero podría ser interpretada más literalmente como la existencia de un tiempo interno o que podríamos denominar un tiempo personal, ese que solo la actuación o las situaciones de mucha intensidad revelan. Como si el tiempo circulara todo en forma simultánea y hacia cualquier lugar. Que fue lo que apuntó Meyerhold y que le costó la vida en tiempos de Stalin. Frente a un transcurrir que planteaba secuencias lógicas, de un orden racional y previsible, el gran director ruso hablaba de escenas habitadas por las disrupciones, los saltos de tiempo, la movilidad dinámica. Una estética que, en definitiva, cuestionaba los núcleos esclerosados de pensamiento. Porque siempre hay pensamiento detrás de la estética, siempre hay una visión del mundo. Se quiera o no se quiera. Pachano tiene una visión del mundo en sus espectáculos, una visión de la sexualidad, de los cuerpos, de las relaciones sociales. Que está en sus ritmos, en sus temperaturas, no necesariamente en sus decires. Porque los cuerpos en acción producen relatos. Quiero decir que, en el plano de las formas, existen también opiniones y elecciones profundas.”


   ¿Por qué La máquina idiota, por qué ese nombre? "Nosotros concebimos este trabajo como una farsea. Y se llama La máquina idiota por varias razones –explica el director-.En principio, porque el propio teatro suele ser una máquina idiota que acumula tonterías y no deja a veces lugar a la creatividad, pero también el título alude a la automatización burocrática de la vida, al sistema de creencias y hábitos que llevan a las personas a repetir sin ton ni son conductas sin sentido, a aceptar un poder que los confunde y manipula con mandatos a menudo atroces pero que, al mismo tiempo, están también llenos de boludeces. Es ese poder el que convence a los actores de la obra vender el 2 por 1, un proyecto tendiente a achicar los cuerpos para que en cada nicho haya dos personas en vez de una. Pero lo central es que estos intérpretes quieren volver a actuar, nunca han actuado en nada importante, han hecho apenas publicidades, son viejos extras, actores de cuarta categoría, a no ser la Viterbo –que como su nombre mismo lo dice, aludiendo a la Beatriz Viterbo borgiana- tiene un pasado con prosapia. Estos actores sienten la tenaz ilusión de tener un público, un público que es muy posible no vendrá jamás. Una aspiración entre enternecedora y patética. Y que responde a esa idea de que el  actor frente al público, y al tensar su personalidad en el momento de actuar, puede impregnar el cuerpo de los otros con gestos o energías que el espectador repetirá y no porque las recuerden sino porque quedaron inscritas en su ser como vivencias. Algo si se quiere como chamánico, pero que habla del deseo de perpetuarse en el tiempo.”

     Desde el 11 de octubre pues La máquina idiota. Con seguridad otro suceso teatral.


                                                                                               Alberto Catena