Dulces sueños

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Dulces sueños. (Fai bel sogni, Italia, 2016). Dirección: Marco Bellocchio. Guion: Valia Santella, Edoardo Albinati y Marco Bellocchio, basado en una novela de Massimo Gramellini. Fotografía: Daniel Cirpi. Música: Carlo Crivelli. Montaje: Francesca Calvelli. Intérpretes: Valerio Mastandrea, Bérénice Bejo, Emmanuelle Devos, Fabrizio Gifuni, Ferdinando Vetere, Barbara Ronchi, Linda Messerklinger y otros. Duración: 132 minutos.

Uno de los grandes realizadores del cine italiano actual, Marco Bellocchio comenzó a hacerse conocido allá por mediados de la década de sesenta con I pugni in tasca, una película con la que se sumaría a los esfuerzos de toda una generación de talentosos creadores de su país, como Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o los hermanos Taviani que, sin darle la espalda a la extraordinaria tradición del neorrealismo o de sus variantes en ese tiempo, intentaban caminos de renovación, miradas distintas en su oficio. Esas nuevas exploraciones crearon un cine más ligado a las oscuras tramas de la subjetividad y la familia, pero sin dejar nunca de señalar en ellas la responsabilidad de las instituciones sociales que las contenían.

       En ese sentido, Bellocchio ha sido, a través de una producción cinematográfica ya copiosa,  un ejemplo permanente de esa línea de exposición, donde predomina siempre la obsesión por develar los misterios y secretos de la vida de las personas en ambientes donde es intensa la presencia asfixiante de los lazos endogámicos, de las convenciones morales imperantes y de una educación rígida, ocultadora, en la que la Iglesia ha cumplido y cumple un papel preponderante, de decisiva influencia. Esa preocupación está presente en muchos films, al punto que le dan a su obra una gran coherencia que, sin embargo, nunca se torna repetitiva, porque él logra a través de sus historias renovar la forma de contar aquello que es parte indisoluble de su mirada del mundo.

      En este aspecto, Bellos sueños tiene, en alguna medida. resplandores de otros trabajos suyos como I pugni in tasca (1965), Salto al vacío (1980) o, en relación a los secretos y silencios que impone el interés, en este caso político, con Vincere (2009), el estupendo largometraje en el que cuenta el ascenso y triunfo de Benito Mussolini y el ocultamiento y sacrificio de su amante Ida Dalser, y del hijo que tuvo con ella, una vez que llegó al poder. En el caso de Bellos sueños, el tema se concentra en un universo más pequeño, el del niño Massimo, pero no menos potente en su carga dramática. Aunque no es común en su conducta, Bellocchio hizo esta película por encargo, circunstancia que no borra para nada la fuerza de su impronta personal en la obra. La historia está basada sobre una novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini, que tuvo mucho éxito en Italia.

       Los hechos están expuestos en la novela desde la década del noventa y narran la vida de un periodista deportivo al que le va bien en el trabajo (vive en Turín y escribe para el diario La Stampa), pero tiene dificultades en el amor. Es un hombre con tendencia a la melancolía, acosado por ciertos fantasmas del pasado y que no logra establecer relaciones profundas, comprometidas con sus parejas. La situación se retrotrae de inmediato a 1969 –en el guion de la película se comienza con eso-, en una imagen que muestra a ese hombre a los 9 años disfrutando a pleno de la vida con su madre, de una manera que podríamos calificar de simbiótica. Bailan siguiendo el ritmo de canciones de Raffaella Carrá o Domenico Modugno, juegan a las escondidas, comparten en la televisión la miniserie francesa Belfagor, el fantasma del Louvre, que los aterroriza pero sin dejarles de producir placer. Ella, por momentos, parece ser invadida por un sentimiento enorme de tristeza y él la observa siempre con una enorme devoción, a veces preocupado, otras embelesado.

      Y ocurre lo que nadie quiere: la mujer fallece en una circunstancia que el padre y su hermana, la tía del chico, apoyados por la Iglesia, transformarán en un secreto absoluto para el niño, que crece sin poder hacer un duelo verdadero debido a ese ocultamiento, llenándose el espíritu y la cabeza de extrañas explicaciones o fantasmagorías, como la de Belfagor, a cuyo nombre acudirá para dar cauce a la angustia tremenda que lo embarga. Aquel trauma lo seguirá acompañando a través de los años con su carga de opresión y un día, de viaje como profesional por la ciudad de Sarajevo, envuelta por ese tiempo en una guerra de infinita crueldad –qué guerra no la tiene-, ve en el patio de una casa el cadáver lleno de sangre de una madre. El fotógrafo que lo acompaña descubrirá en una pieza vecina a un niño sentado que juega con un aparato electrónico. Es posiblemente su hijo. Entonces lo arrima al cadáver, siempre inmutable en su juego, y lo retrata junto a su madre.

     Al volver a Italia y recordar ese episodio, Massimo, el protagonista, sufre un ataque de pánico. Y por unos instantes cree que va a morir. De algún modo, aquella imagen le reflota el trauma de la muerte de su madre. Y es entonces que llama por teléfono a un hospital donde lo atiende una joven médica que, luego de darle varios consejos inmediatos para salir en ese momento de la crisis (mirarse en un espejo y arrojar la respiración sobre él, abrir las ventas y algunos otros), lo atiende más tarde y le indica que debe tomar conciencia de lo que le ha ocurrido en su pasado y averiguar sobre las auténticas causas de la angustia que lo acosa. Con esa médica iniciará luego una relación. Lo interesante de Bellocchio es que nunca queda anclado en una mirada meramente psicologista o psicoanalítica, sino que va más allá, excavando en los reales factores sociales y familiares que incidieron en la conducta de sus criaturas. Es también importante que no tenga una actitud de conmiseración con su protagonista, señalando en parte su responsabilidad en haber facilitado, por cobardía, miedo o confusión, el tejido de ese enigma que lo atrapó y enfermó.

      Muy bien filmada, aunque no tan bella como Sangre de mi sangre, con un manejo virtuoso de los tiempos temporales en ese constante ida y vuelta del pasado al presente –siempre de gran claridad-, con una cámara que se adentra por zonas de sus locaciones que sugieren el ensueño o la fantasía, pero sin regodearse en eso, la película está también sostenida por una atractiva actuación de varios de sus intérpretes. Está medido, acertado en su composición, Valerio Mastandrea, aunque a veces se lo desearía ver en un papel menos atribulado que los que suele hacer, y excelentes en sus breves pero sustanciosas apariciones la franco-argentina Bérenice Bejo y la francesa Emmanuelle Devos.

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