El reencuentro

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El reencuentro. (Last Flag Flyng. Estados Unidos, 2017). Dirección: Richard Linklater. Guion: Richard Linklater y Darryl Ponicsan, sobre una novela homónima del último).Fotografía: Shane F. Kelly. Elenco: Steve Carell, Bryan Cranston, Laurence Fishburne, J.Quinton Johnson y Yul Vázquez. Duración: 124 minutos.

Los norteamericanos tienen una fuerte tradición de películas bélicas en las que han mezclado, a través del tiempo y de acuerdo con el director que las haya filmado, desde los largometrajes de glorificación de las supuestas hazañas de sus ejércitos en distintas latitudes del mundo hasta las historias de franca crítica al espíritu de guerra que ha acompañado a esta nación desde sus comienzos y que se ha expresado, entre otras cosas, en sus continuas e ilegales intervenciones, ya a partir de fines del siglo XVIII, a varios países de América Latina. Luego de la Primera Guerra Mundial, donde Estados Unidos ingresó a la contienda en el último año del conflicto (1917), en la Segunda Guerra Mundial, su participación en la coalición de aliados contra el nazismo contó con la simpatía de la mayor parte de los sectores democráticos del planeta que reconoció su aporte a la derrota de la bestia hitlerista. Pero más tarde y fruto del renovado  uso de su maquinaria militar en distintas contiendas locales, empezando por Corea, siguiendo luego Vietnam o finalmente Irak y Afganistán (aunque estos nombres no agoten todas invasiones), no hizo más que cosechar desprestigio y mereció una y otra vez una intensa repulsa de la sociedad pacifista internacional por su espíritu imperial y, en algunos casos, como en la guerra de Vietnam, el rechazo de muchos sectores de su propia población. Esto nunca fue óbice para que la industria cinematográfica de USA continuará, por medio del cine de efecto espectacular, con el apoyo propagandístico a su papel de gendarme universal y a sus combates en lo que siempre definió como defensa de la “democracia”, pero que no fue otra cosa que la protección o expansión por la fuerza de sus negocios e intereses económicos o los geopolíticos ligados a estos.

      Una excepción valiosa a esta regla de la industria y con muchos ejemplos muy logrados ha sido y es la del cine independiente. Por eso llama la atención que un film como Reencuentro del director Richard Linklater, considerado un artista “indie” y acostumbrado a trabajar rompiendo los cánones del cine más conservador, haya tomado el tema tan duro y presente como es la guerra permanente en la vida de los Estados Unidos más como un pretexto para reflexionar sobre el paso del tiempo en la vida de las personas y el modesto antídoto contra la nostalgia que ofrece una amistad renacida pero vaya a saber con qué posibilidades de continuidad en el futuro. Y no porque este último asunto no sea trascedente –y en Linklater es recurrente-, sino porque su tratamiento se devora al otro y lo expone, en las tiradas discursivas de los protagonistas, como un hecho sino natural al menos ya incorporado y habitual en la existencia de ese país, devastador y doloroso, pero poco menos que inevitable, como lo sería un terremoto,  y sobre todo ligado a un imperativo moral constitutivo del ser de  esa nación que sus ciudadanos no eluden en general por razones de patrióticas y que con frecuencia hasta incorporan con cierto orgullo y motivo de distinción. Es posible que el realizador no piense como sus criaturas: habitualmente un autor las muestra sin consentir sus opiniones. Sin embargo, al no tomar en este caso la suficiente distancia de sus puntos de vista (que insultan y rechazan las consecuencias de la guerra, pero en el fondo la aceptan y lamentan solo la muerte de sus compatriotas y nunca las del enemigo, aunque allí haya inocentes), queda envuelto en ese tono ambiguo y contradictorio de sus personajes, en ese aire protestón y ácido, a veces hasta simpático, pero finalmente consentidor de lo que impone la vocación invasora de su país.

       Si la película salvara este detalle podría haber sido una estupenda pintura de lo que es la vida de infinidad de representantes de ese “norteamericano medio” que protesta en privado o en público sobre las sucesivas malas administraciones de Washington, pero que suelen ser carne de cañón habitual de los discursos mixtificadores con que se justifica una guerra y que luego la sufren en los campos de batalla con sus cuerpos y sus vidas, con frecuencia segadas o mutiladas. Los tres personajes de la película (Larry “Doc” Shepherd, Sal Nealon y Richard Mueller) son un espejo de lo que ha sido para muchos ciudadanos de Estados Unidos las continuas guerras y de lo que han significado en sus vidas. Sorprendidos de jóvenes por la guerra de Vietnam lograron salvar allá el pellejo y al regreso han sobrevivido  como han podido, sin alcanzar nunca la felicidad ni un norte que pudiera arrancarlos de la mediocridad o el sin sentido de un trajinar rutinario, sin un horizonte estimulador. Es más, uno de ellos, Doc, ha sido una vez más tocado por la desgracia de la guerra. Un hijo suyo, que se incorpora por propia decisión y contra lo que piensa el padre en la intervención en Irak, muere en este territorio del Medio Oriente. Y sacudido por esa noticia y la reciente pérdida de su mujer, sale en busca de sus dos viejos amigos, a quienes nos ve hace muchos años, para ir a retirar los restos de su descendiente al aeropuerto donde llegan en un avión enviado desde Irak sus restos.

       Se supone que el hijo recibirá los correspondientes honores militares en el cementerio de Arlington, Virginia, pues según el parte militar ha muerto en una acción heroica. Después se descubrirá que no es así y que con el tributo póstumo se intenta tapar la inutilidad de una muerte que se produjo fuera de acción, cuando el soldado iba a comprar, al parecer descuidado, una gaseosa para un compañero. Una muerte tan irrisoria, inútil y sin sentido, como todas las de Irak. Y desprovista de los visos de epopeya con que lo quiere envolver la hipocresía de sus superiores.  Ante esta situación, Doc se enfrenta a un coronel de la Marina que quiere enterrarlo en una ceremonia ritual en Arlington, y decide llevarse el cuerpo de su hijo para inhumarlo junto al de su madre en un lugar próximo al lugar donde vivían. Para esto cuenta con la colaboración y el apoyo de los otros dos veteranos. Hay que decir que los personajes principales de esta historia están bien delineados a fin de que sus contrastes se observen netos y se pueda sacar de eso mucho jugo a sus diálogos y sobre todo disputas verbales.  Doc (encarnado por Steve Carell) es un hombre de pocas palabras, más bien apocado e influenciable por la opinión de sus amigos. El momento de mayor carácter lo expresa al decidir llevarse a su hijo. Sal Nealon (Bryan Cranston), el amigo que regentea un bar y al cual acude Nealon en primer término, es un alcohólico  de humor bastante vitriólico, molesto con la autoridad e incapaz de censurar su lengua cuando quiere decir algo. El tercero, Richard Mueller (Laurence Fishburne), fue un hombre de vida disipada y violenta, que en la adultez encontró la paz en la religión y ahora se dedica a predicar entre la gente de color.

       Esta decisión de llevarse el cadáver a un nuevo lugar convierte al film, en parte, en una road movie, donde se entrecruzan situaciones de distinto color, desde lo emotivo o grave hasta lo ridículo o risible. En este aspecto, el director ha decidido regar la historia con algunos pasajes de humor. Y sustraerla de una tonalidad trágica, compasiva. En este aspecto, la participación de estos tres actores, cada uno de los cuales hace un trabajo de mucha calidad (en el caso de Cranston y Carell es sobresaliente), le da a la película un interés particular, a lo que sin duda se agrega el aporte de un guion que tiene diálogos  chispeantes y que el director utiliza con destreza para reflejar cómo es la mentalidad de esos personajes, todos típicos del “norteamericano medio” y de ese mundo de la masculinidad estadounidense que, aun percibiendo lo ríspido de las circunstancias en que han vivido y crecido, incluidas dentro de esas situaciones las peripecias de la guerra, terminan por sentirse orgullosos de esa vida pasada porque los ha hecho más viriles, fuertes para enfrentar esa jungla de desventuras y peleas que suele ser la civilización. Sienten que gracias a eso se hicieron más “hombres”, que han aprendido a ganar las distintas pulseadas que les ha planteado el destino, sin pensar siquiera en que son sujetos alienados, cuerpos descartables, usados para fines que ni remotamente se les puede pasar por su cabeza. Es más: a menudo esas personas se unen a la guerra, como algunos inmigrantes latinoamericanos, por necesidades económicas, por conseguir un trabajo y un lugar en la sociedad, no por convicciones patrióticas, aunque no parece ser el caso de este trío. Si Linklater se hubiera quedado en esta pintura, la película hubiera sido impecable y hubiera ganado en profundidad. Algo más dura tal vez, pero es evidente no quiso rozar ese límite ni tampoco que se tomaran a su film como un manifiesto de denuncia. Y es así que se inclina por el humor, y no está mal, pero también se dirige hacia un epílogo emotivo, que claramente revela esa falta de distancia a la que aludimos y cierta flojera ideológica que lo liga sentimentalmente a sus criaturas. Y ahí se desbarranca lo que de algún modo había construido bien. Ocurre cuando los dos veteranos que acompañan a Doc lo convencen de que vista al cadáver de su hijo con el uniforme militar –él no quería pero por último lo acepta- y ellos mismos se visten de marines para saludarlo en el adiós definitivo con unas venias bien militares y solemnes que, a esta altura, y dado el carácter de los personajes, mueven a risa. Ese postre póstumo se acompaña de una carta que alguien le entrega al padre donde el hijo, vaticinando su posible muerte en la guerra, le pide a su progenitor que si eso sucede lo entierre con el uniforme militar. Eso pasa después de que los amigos lo han convencido de ello y él consiente, adelantándose sin saberlo a la voluntad del chico, otro modelo de sujeto enajenado, otra víctima inconsciente, como los veteranos y su padre, de ese nefasto invento patriótico que los envía regularmente a la muerte.  

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