Familia sumergida

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Familia sumergida. (Argentina, Brasil, Alemania y Noruega, 2018). Dirección y guion: María Alché. Fotografía: Hélene Louvart. Musica: Luciano Azzigotti. Intérpretes: Mercedes Morán, Esteban Bigliardi, Marcelo Subiotto, la Arteta, Laila Maltz, Federico Sack, Diego Velázquez, Claudia Cantero, Mara Besteli o Pochi Ducasse. Duración: 91 minutos.

No es el viaje de Ulises después de la Guerra de Troya y sus infinitas aventuras antes de llegar a la calidez de su casa en Itaca o el de Peer Gynt por el mundo y su regreso definitivo al lugar de donde nunca debió partir. Es una travesía más íntima y de peripecias más modestas hacia el encuentro consigo mismo y el develamiento de la propia identidad, pero que termina finalmente en la aceptación del hogar como el centro de las modulaciones que uno puede emprender en su vida personal, pero incorporado desde una perspectiva más libre, menos dominada por la rigidez de ciertos “deberes”. Ese es el corto trayecto de Marcela, una mujer casada con tres hijos que, a partir de la muerte de su hermana Rina, inicia un etapa de angustia y crisis interior que la llevará reparar de otro modo en la carga de obligaciones que le impone su universo cotidiano y a recordar y evaluar su pasado como fuente de algunas claves que tal vez le permitan, sin romper con su familia, desprenderse de algunos mandatos que la hacen sentir insatisfecha y sin espacio para ella.

No es que Marcela sea víctima de un entorno familiar que la oprime con su violencia o desdén, pero la atención de los problemas de sus tres hijos que están o han traspuesto recién el umbral de la adolescencia, a los que ama sin duda, a veces se le tornan agobiantes. El menor, un varón, no resuelve bien sus conflictos con el estudio y hay que ayudarlo todo el tiempo, y las dos mujeres que son mayores que él tienen su propia problemática: la del medio ha sido abandonada por su novio y la más grande quiere irse de la casa porque está cansada de dormir en el mismo dormitorio con el varón. Y ella debe dedicar en cada caso gran parte de su energía a darles contención afectiva. Para peor su marido, un hombre bonachón y al que ella quiere, está mucho tiempo ausente del hogar por razones de trabajo –al parecer es un viajante de comercio- y la solución de todos los problemas del grupo recaen su esposa.  Viven en un pequeño departamento de Buenos Aires y cualquier inconveniente que se produce, una lamparita que se descompone o un lavarropas que deja de funcionar, debe ser remediado gracias a la iniciativa de la mujer.

Y en el atravesamiento por ese duelo por la hermana, cuya casa Marcela debe desarmar en un proceso que no hay duda le pesa, llegará un día a su departamento el amigo de una de sus hijas, Nacho, quien le ayudará a arreglar el lavarropas y la escoltará en las diligencias y viajes para averiguar qué ha sido de algunos bienes de la familia paterna que, como unos terrenos en la costa, no se sabe con certeza si todavía les pertenecen legalmente o su derecho a ellos ha caducado. Y en ese acompañamiento, que se produce en forma paralela a la aparición de una cantidad de visiones que ella tiene de recuerdos reales o mentirosos de la memoria (unas tías que la visitan y le comentan historias de infidelidades en la familia o escenas con la propia hermana fallecida en otro tiempo), comienza a descubrir que sus aspiraciones a vivir otras experiencias de la vida, aunque sea mínimas, no están muertas ni mucho menos. Sigue siendo una mujer que desea. Y es así que, en esta extraña mezcla entre la renacida curiosidad sexual y la comprobación de que en su familia paterna las mujeres se tomaban ciertas libertades, Marcela parecería recuperar fuerzas y lucidez para barajar de nuevo sus cartas y tomar decisiones que, sin romper con la familia, que tal vez le permitan vivir con ella de otra manera, sin culpas ni la sensación de que está en una cárcel. 

Todo este relato de la directora María Alché no se expresa nunca de modo demasiado tajante en la película, está sugerido por datos que ella provee de manera sutil, en una sucesión de escenas que transitan entre el realismo abierto y los climas enigmáticos, que dejan parte de lo que es la dilucidación del sentido de ese viaje introspectivo a cargo del espectador. Pero siempre a través de formas muy cinematográficas que recurren al uso virtuoso de la luz ambiental y la presencia de algunos elementos coreográficos persistentes, como en este caso son las cortinas. Algunos críticos han notado en ciertas atmósferas de la película una cierta influencia del cine de Lucrecia Martel, y es posible, pero es claro que Alché apela a toques de humor que son menos verificables en la realizadora salteña y se presenta con una voz, que aunque todavía esté en desarrollo, ya revela contornos propios. Por lo cual, en lo que es su ópera prima en materia de largometrajes, el debut de la flamante directora es muy prometedor. Alché es egresada del Enerc y ha sido directora de casting, fotógrafa y actriz. Ha trabajado en esta última condición en La niña santa, Trátame bien y Me casé con un boludo. Antes de Familia sumergida, había filmado tres cortos: Gulliver, Noche e Invierno 3025.

Aunque el elenco general es muy consistente y sus labores no tienen prácticamente sombras que las desmerezcan, sin duda el papel más arduo de la historia está a cargo de Mercedes Morán, quien realiza uno de sus trabajos más descollantes de los últimos años, tal vez el mejor de ellos. Y eso porque recorre con igual solvencia todos los colores que le exige su personaje. Después de sus intervenciones muy lucidas en El amor menos pensado y El Ángel, Morán ha subido un escalón más en el despliegue de sus recursos interpretativos.

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